(PDF) Auster Paul La Trilogía De Nueva York - DOKUMEN.TIPS (2024)

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PAUL AUSTER

La trilogíade Nueva York

Paul Auster nació en 1947 en Nueva Jersey y estudió en la Universidad deColumbia. Tras un breve período como marino en un petrolero, vivió tres años enFrancia, donde trabajó como traductor, “negro” literario y cuidador de una finca;desde 1974 reside en Nueva York. Es autor de las siguientes obras, todas ellaspublicadas por Anagrama: La trilogía de Nueva York (Ciudad de cristal, Fantasmasy La habitación cerrada), El país de las últimas cosas, La invención de la soledad,El Palacio de la Luna, La música del azar, Leviatán, El cuaderno rojo, Mr. Vértigoy de los guiones Smoke & Blue in the face.El Palacio de la Luna, publicada en esta colección, le valió la consagracióninternacional. Así, en la revista Lire, fue elegido como el mejor libro editado enFrancia en 1990, calificándose a su autor de “mitad Chandler, mitad Beckett”. Lacrítica española la saludó también de forma entusiasta: “Una de las novelas máscomplejas, elegantes, refinadas e inteligentes de los últimos años” (Sergio Villa-San-Juan, La Vanguardia); “Tiene la magia exacta de los mitos que nos valen paravivir... Pertenece al club de las novelas que desearíamos no terminar de leer nunca”(Justo Navarro).

“Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en la mitad dela noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él.”Así comienza La ciudad de cristal, primera de las tres novelas que conforman Latrilogía de Nueva York. A Daniel Quinn, escritor de literatura policíaca, suinterlocutor telefónico lo toma por un detective y le encarga un caso. Quinn, lejos dedeshacer el malentendido, se mete en el papel que le han adjudicado y se ve envueltoen una historia repleta de enigmas, complicadas relaciones paterfiliales, locura ydelirio. En Fantasmas, segunda de las piezas, un detective privado y el hombre alque tiene que vigilar juegan al escondite en un claustrofóbico universo urbano. Porúltimo, en La habitación cerrada el protagonista se ve confrontado a los recuerdosde un amigo de la infancia cuando la mujer de éste le escribe una carta explicándoleque su marido ha desaparecido misteriosamente.La trilogía de Nueva York, sin duda una de las obras literarias más memorables delos años ochenta, es uno de los cimientos sobre los que se sustenta el prestigiointernacional de Paul Auster. El escritor maneja, manipula y reinventa el géneropolicíaco, del que hace una relectura posmoderna con tintes metafísicos. La trama

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detectivesca sirve como marco para plantear al lector un fascinante juego de espejos,símbolos, guiños y sorpresas; para explorar un mundo extraño, sombrío yperturbador, poblado de personajes fascinantes y ambiguos. El autor entreteje treshistorias independientes que forjan mitos contemporáneos. Con la incorporación deeste libro a nuestro catálogo sentimos la inmensa satisfacción de poder ofrecer allector la totalidad de la obra narrativa de Paul Auster, uno de los escritoresimprescindibles de este final de siglo.“La Trilogía de Nueva York marca un nuevo punto de partida para la novelanorteamericana” (The Observer).“Un libro pasmosamente brillante, que atrapa, escrito con una incisiva inteligenciaque combina destellos de Tom Wolfe y Raymond Chaandler, y deja una huellaimborrable en el lector” (Sunday Telegraph).“Fascinantes thrillers metafísicos… Tan elegantes, trepidantes y desconcertantescomo las mejores novelas del género detectivesco que se hayan escrito” (LiteraryReview).“Una proeza deslumbrante” (Time Out).

Traducción de Maribel De Juan

EDITORIAL ANAGRAMABARCELONA

Título de las ediciones originales:City of Glass (1985), Ghosts (1986), The Loeked Room (1986)Sun & Moon PressLos Ángeles

© Paul Auster, 1985, 1986, 1987© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1996

Pedró de la Creu, 5808034 Barcelona

ISBN: 84-339-0699-2Depósito Legal: B. 9397-1996

Printed in Spain

Libergraf, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

Ciudad de cristal

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Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitadde la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde,cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nadaera real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más queel suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estabapredeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es lacuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no esla historia quien ha de decirlo.

En cuanto a Quinn, no es preciso que nos detengamos mucho. Quién era, dedónde venía y qué hacía tienen poca importancia. Sabemos, por ejemplo, que teníatreinta y cinco años. Sabemos que había estado casado, que había sido padre y que tantosu esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que escribía libros. Para serexactos, sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía estas obras con el nombrede William Wilson y las producía a razón de una al año aproximadamente, lo cual leproporcionaba suficiente dinero para vivir modestamente en un pequeño apartamento enNueva York. Como no dedicaba más de cinco o seis meses a una novela, el resto delaño estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía muchos libros, miraba cuadros, iba alcine. En verano veía los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera.Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar. Casi todos los días, conlluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por laciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran suspiernas.

Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, ypor muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles,siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sinotambién dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a símismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve,lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta de paz, unsaludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y lavelocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa pormucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro ypermitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todoslos lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseosconseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo únicoque pedía a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York era el ningún sitio que habíaconstruido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlonunca más.

En el pasado Quinn había sido más ambicioso. De joven había publicado varioslibros de poesía, había escrito obras de teatro y ensayos críticos y había trabajado envarias traducciones largas. Pero bruscamente había renunciado a todo eso. Una parte deél había muerto, dijo a sus amigos, y no quería que volviera a aparecérsele. Fueentonces cuando adoptó el nombre de William Wilson. Quinn ya no era la parte de élcapaz de escribir libros, y aunque en muchos sentidos Quinn continuaba existiendo, yano existía para nadie más que para él.

Había seguido escribiendo porque era lo único que se sentía capaz de hacer. Lasnovelas de misterio le parecieron una solución razonable. Le costaba poco inventar las

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intrincadas historias que requerían y escribía bien, a menudo a pesar de sí mismo, comosin hacer ningún esfuerzo. Dado que no se consideraba autor de lo que escribía,tampoco se sentía responsable de ello, y por lo tanto no estaba obligado a defenderlo ensu corazón. William Wilson, después de todo, era una invención, y aunque había nacidodentro del propio Quinn, ahora llevaba una vida independiente. Quinn le trataba condeferencia, a veces incluso con admiración, pero nunca llegó al punto de creer que él yWilliam Wilson fueran el mismo hombre. Por esta razón no asomaba por detrás de lamáscara de su seudónimo. Tenía un agente, pero nunca le veía. Sus contactos selimitaban al correo, y con ese propósito Quinn había alquilado un apartado en la oficinade correos. Lo mismo ocurría con el editor, que le pagaba todos sus honorarios yderechos a través del agente. Ningún libro de William Wilson incluía una fotografía delautor o una nota biográfica. William Wilson no aparecía en ninguna guía de escritores,no concedía entrevistas y todas las cartas que recibía las contestaba la secretaria de suagente. Que Quinn supiera, nadie conocía su secreto. Al principio, cuando sus amigosse enteraron de que había dejado de escribir, le preguntaban de qué pensaba vivir. Él lescontestaba a todos lo mismo: que había heredado un fondo fiduciario de su esposa. Perola verdad era que su esposa nunca había tenido dinero. Y la verdad era que él ya notenía amigos.

Hacía ya más de cinco años. Ya no pensaba mucho en su hijo y recientementehabía quitado la fotografía de su mujer de la pared. De vez en cuando, sentía de repentelo mismo que cuando tenía al niño de tres años en sus brazos, pero eso no eraexactamente pensar, ni siquiera era recordar. Era una sensación física, una impronta queel pasado había dejado en su cuerpo y sobre la cual él ya no tenía control. Estosmomentos se producían cada vez con menos frecuencia y en general parecía que lascosas habían empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto. Al mismotiempo, no se puede decir que se alegrara de estar vivo. Pero por lo menos no lemolestaba. Estaba vivo, y la persistencia de este hecho había empezado poco a poco afascinarle, como si hubiera conseguido sobrevivirse, como si en cierto modo estuvieraviviendo una vida póstuma. Ya no dormía con la lámpara encendida y desde hacíamuchos meses no recordaba ninguno de sus sueños.

Era de noche. Quinn estaba tumbado en la cama fumando un cigarrillo yescuchando el repiqueteo de la lluvia en la ventana. Se preguntó cuándo dejaría dellover y si por la mañana le apetecería dar un paseo largo o corto. Un ejemplar de losViajes de Marco Polo yacía abierto boca abajo en la almohada, a su lado. Desde quehabía terminado la última novela de William Wilson dos semanas antes había estadohaciendo el vago. Su detective narrador, Max Work, había resuelto una serie decomplicados crímenes, había sufrido un buen número de palizas y había escapado porun pelo varias veces, y Quinn se sentía algo agotado por sus esfuerzos. A lo largo de losaños Work se había hecho íntimo de Quinn. Mientras William Wilson seguía siendo unafigura abstracta, Work había ido cobrando vida. En la triada de personajes en que Quinnse había convertido, Wilson actuaba como una especie de ventrílocuo, el propio Quinnera el muñeco y Work la voz animada que daba sentido a la empresa. Aunque Wilsonfuera una ilusión, justificaba las vidas de los otros dos. Aunque Wilson no existiera, erael puente que le permitía a Quinn pasar de si mismo a Work. Y, poco a poco, Work sehabía convertido en una presencia en la vida de Quinn, su hermano interior, sucamarada en la soledad.

Quinn cogió el libro de Marco Polo y empezó a leer de nuevo la primera página.“Pondremos por escrito lo que vimos tal y como lo vimos, lo que oímos tal y como lo

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oímos, de modo que nuestro libro pueda ser una crónica exacta, libre de cualquier clasede invención. Y todos los que lean este libro o lo oigan puedan hacerlo con plenaconfianza, porque no contiene nada más que la verdad.” Justo cuando Quinn estabaempezando a reflexionar sobre el significado de las frases, a dar vueltas en la cabeza asu tajante firmeza, sonó el teléfono. Mucho más tarde, cuando pudo reconstruir lossucesos de aquella noche, recordaría que miró el reloj, vio que eran más de las doce y sepreguntó por qué alguien le llamaría a esas horas. Pensó que lo más probable era quefuesen malas noticias. Se levantó de la cama, fue desnudo hasta el teléfono y cogió elauricular al segundo timbrazo.

-¿Sí?Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea y por un momento Quinn pensó

que la persona que llamaba había colgado. Luego, como si viniera de muy lejos, le llegóel sonido de una voz distinta de todas las que había oído. Era a la vez mecánica y llenade sentimiento, apenas más alta que un murmullo y sin embargo perfectamente audible,y tan uniforme en el tono que no pudo saber si pertenecía a un hombre o a una mujer.

-¿Oiga? -dijo la voz-¿Quién es? -preguntó Quinn.-¿Oiga? -repitió la voz.-Le estoy escuchando -dijo Quinn-. ¿Quién es?-¿Es usted Paul Auster? -preguntó la voz-. Quisiera hablar con el señor Paul

Auster.-Aquí no hay nadie que se llame así.-Paul Auster. De la Agencia de Detectives Auster.-Lo siento -dijo Quinn-. Debe haberse equivocado de número.-Es un asunto de la máxima urgencia -dijo la voz.-Yo no puedo hacer nada por usted -contestó Quinn-. Aquí no hay ningún Paul

Auster.-Usted no lo entiende -dijo la voz-. El tiempo se acaba.-Entonces le sugiero que marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.

Quinn colgó el teléfono. Se quedó de pie en el frío suelo, mirándose los pies, lasrodillas, el pene fláccido. Durante un segundo lamentó haber sido tan brusco con lapersona que llamaba. Podría haber sido interesante, pensó, seguirle la corriente duranteun rato. Quizá podría haber averiguado algo del caso, quizá incluso le habría ayudadode alguna manera. “Tengo que aprender a pensar más deprisa cuando estoy de pie”, sedijo.

Como la mayoría de la gente, Quinn no sabía casi nada de delitos. Nunca habíaasesinado a nadie, nunca había robado nada y no conocía a nadie que lo hubiese hecho.Nunca había estado en una comisaría de policía, nunca había conocido a un detectiveprivado, nunca había hablado con un delincuente. Lo poco que sabía de esas cosas lohabía aprendido en los libros, las películas y los periódicos. Sin embargo, noconsideraba que eso fuera un obstáculo. Lo que le interesaba de las historias queescribía no era su relación con el mundo, sino su relación con otras historias. Ya antesde convertirse en William Wilson, Quinn era un devoto lector de novelas de misterio.Sabía que la mayoría de ellas estaban mal escritas, que la mayoría no podían resistir niel examen más superficial, pero era la forma lo que le atraía, y sólo se negaba a leerlascuando se trataba de una novela indescriptiblemente mala. Mientras que su gusto enotro tipo de libros era riguroso, exigente hasta la intransigencia, con estas obras nomostraba casi ninguna discriminación. Cuando tenía el estado de ánimo adecuado, lecostaba poco leer diez o doce seguidas. Era una especie de hambre que se apoderaba deél, un ansia de una comida especial, y no paraba hasta que se sentía lleno.

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Lo que le gustaba de esos libros era la sensación de plenitud y economía. Labuena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabraque no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cualviene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretosy contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial,puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada poralto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que loimpulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazarninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado.

El detective es quien mira, quien escucha, quien se mueve por ese embrollo deobjetos y sucesos en busca del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido. Enefecto, el escritor y el detective son intercambiables. El lector ve el mundo a través delos ojos del detective, experimentando la proliferación de sus detalles como si fuerannuevos. Ha despertado a las cosas que le rodean, como si éstas pudieran hablarle, comosi, debido a la atención que les presta ahora, empezaran a tener un sentido distinto delsimple hecho de su existencia. Detective privado. El término tenía un triple sentido paraQuinn. No sólo era la letra “i”, inicial de “investigador”, era “I”, con mayúscula, eldiminuto capullo de vida enterrado en el cuerpo del yo que respira.1 Al mismo tiempoera también el ojo físico del escritor, el ojo del hombre que mira el mundo desde símismo y exige que el mundo se le revele. Desde hacía cinco años Quinn vivía presa deeste juego de palabras.

Por supuesto, hacía mucho tiempo que había dejado de considerarse real. Siseguía viviendo en el mundo era únicamente a distancia, a través de la personaimaginaria de Max Work. Su detective necesariamente tenía que ser real. La naturalezade los libros lo exigía así. Aunque Quinn se hubiera permitido desaparecer, retirarse alos confines de una vida extraña y hermética, Work continuaba viviendo en el mundo delos demás, y cuanto más se desvanecía Quinn, más persistente se volvía la presencia deWork en ese mundo. Mientras Quinn tendía a sentirse fuera de lugar en su propia piel,Work era agresivo, rápido en sus respuestas y ágil para adaptarse a cualquier lugar. Lasmismas cosas que a Quinn le causaban problemas, Work las daba por sentadas ysuperaba sus complejas aventuras con una facilidad y una indiferencia que nunca de-jaban de impresionar a su creador. No era precisamente que Quinn deseara ser Work, nisiquiera ser como él, pero le daba seguridad fingir que era Work mientras escribía suslibros, saber que tenía la capacidad de ser Work si alguna vez se decidía a ello, aunquesólo fuera en su mente.

Esa noche, mientras finalmente se iba quedando dormido, Quinn trató deimaginar qué le habría dicho Work al desconocido del teléfono. En su sueño, que mástarde olvidó, se encontraba solo en una habitación disparando con una pistola contrauna pared blanca y desnuda.

A la noche siguiente le pilló desprevenido. Pensaba que el incidente habíaterminado y no esperaba que el desconocido volviera a llamar. Casualmente, estabasentado en el retrete, en el acto de expulsar un cagallón, cuando sonó el teléfono. Eraalgo más tarde que la noche anterior, faltaban diez o doce minutos para la una. Quinnacababa de llegar al capítulo que cuenta el viaje de Marco Polo desde Pekín a Amoy yel libro estaba abierto sobre su regazo mientras él hacía sus necesidades en el diminuto

1 Este párrafo es intraducible. En argot al detective privado se le llama private eye, que significa “ojoprivado”. Además, la palabra eye se pronuncia igual que la letra i, que, escrita con mayúscula, significa“yo”. (N. de lo T.)

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cuarto de baño. Recibió el timbrazo del teléfono con clara irritación. Contestarrápidamente significaría levantarse sin limpiarse y detestaba cruzar el apartamento enese estado. Por otra parte, si terminaba lo que estaba haciendo a la velocidad normal, nollegaría a tiempo al teléfono. A pesar de ello, Quinn se descubrió renuente a moverse. Elteléfono no era su objeto favorito y más de una vez había considerado la posibilidad dedeshacerse del suyo. Lo que más le desagradaba era su tiranía. No sólo tenía el poder deinterrumpirle en contra de su voluntad, sino que inevitablemente obedecía sus órdenes.Esta vez decidió resistirse. Al tercer timbrazo, su intestino se había vaciado. Al cuartotimbrazo había conseguido limpiarse. Al quinto, se había subido los pantalones, habíasalido del cuarto de baño y estaba cruzando tranquilamente el apartamento. Contestó elteléfono después del sexto timbrazo, pero no había nadie al otro extremo de la línea. Lapersona que llamaba había colgado.

La noche siguiente estaba preparado. Tumbado en la cama, leyendocuidadosamente las páginas del Sporting News, esperó a que el desconocido llamara portercera vez. De vez en cuando, presa de los nervios, se levantaba y paseaba por elapartamento. Puso un disco -la ópera de Haydn El hombre en la luna- y la escuchó deprincipio a fin. Esperó y esperó. A las dos y media finalmente renunció y se fue adormir.

Esperó la noche siguiente, y también la otra. Justo cuando estaba a punto deabandonar su plan, comprendiendo que se había equivocado en todas sus suposiciones,el teléfono sonó de nuevo. Era el diecinueve de mayo. Recordaría la fecha porque era elaniversario de boda de sus padres -o lo habría sido, si hubieran estado vivos- y su madrele había dicho una vez que él había sido concebido en su noche de bodas. Este hechosiempre le había atraído -poder conocer con precisión el primer momento de suexistencia- y a lo largo de los años había celebrado privadamente su cumpleaños esedía. Esta vez era un poco más temprano que las otras dos noches -aún no eran las once-y cuando alargó la mano para coger el teléfono supuso que sería otra persona.

-¿Diga? -dijo.De nuevo hubo un silencio al otro lado. Quinn supo inmediatamente que era el

desconocido.-¿Diga? -repitió-. ¿Qué desea?-Sí -dijo la voz al fin. El mismo susurro mecánico, el mismo tono desesperado-.

Sí. Es necesario ahora. Sin dilación.-¿Qué es necesario?-Hablar. Ahora mismo. Hablar ahora mismo. Sí.-¿Y con quién quiere usted hablar?-Siempre el mismo hombre. Auster. El hombre que se hace llamar Paul Auster.Esta vez Quinn no vaciló. Sabia lo que iba a hacer, y ahora que había llegado el

momento, lo hizo.-Al habla -dijo-. Yo soy Auster.-Al fin. Al fin le encuentro.Oyó el alivio en la voz, la calma tangible que repentinamente la inundó.-Exactamente -dijo Quinn-. Al fin. -Hizo una pausa para dejar que las palabras

penetraran, tanto en él como en el otro-. ¿Qué desea?-Necesito ayuda -dijo la voz-. Hay gran peligro. Dicen que usted es el mejor para

estas cosas.-Depende de a qué cosas se refiera.-Me refiero a la muerte. Me refiero a la muerte y el asesinato.-Ésa no es exactamente mi especialidad -dijo Quinn- No voy por ahí matando

gente.

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-No -dijo la voz, malhumorada-. Quiero decir lo contrario.-¿Alguien va a matarle a usted?-Sí, matarme. Eso es. Van a asesinarme.-¿Y quiere usted que yo le proteja?-Que me proteja, sí. Y que encuentre al hombre que va a hacerlo.-¿No sabe usted quién es?-Lo sé, sí. Claro que lo sé. Pero no sé dónde está.-¿Puede usted explicarme el asunto?-Ahora no. Por teléfono no. Hay gran peligro. Debe usted venir aquí.-¿Qué le parece mañana?-Bien. Mañana. Mañana temprano. Por la mañana.-¿A las diez?-Bien. A las diez. -La voz le dio una dirección en la calle Sesenta y nueve Este-.

No lo olvide, señor Auster. Tiene que venir.-No se preocupe -dijo Quinn-. Allí estaré.

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A la mañana siguiente Quinn se despertó más temprano de lo que lo había hechoen varias semanas. Mientras se bebía el café, untaba las tostadas con mantequilla y leíalos resultados de los partidos de béisbol en el periódico (los Mets habían perdido otravez, dos a uno, por un error en la novena entrada), no se le ocurrió que fuera a acudir asu cita. Incluso esa expresión, su cita, le parecía extraña. No era su cita, era la cita dePaul Auster. Y él no tenía ni idea de quién era esa persona.

No obstante, a medida que pasaba el tiempo se encontró haciendo una buenaimitación de un hombre que se prepara para salir. Recogió las cosas del desayuno, tiróel periódico sobre el sofá, fue al cuarto de baño, se duchó, se afeitó, entró en eldormitorio envuelto en dos toallas, abrió el armario y eligió la ropa que iba a ponerseese día. Se descubrió buscando una chaqueta y una corbata. Quinn no se había puestouna corbata desde el funeral de su esposa y su hijo y ni siquiera recordaba si todavíatenía alguna. Pero allí estaba, colgando entre los restos de su guardarropa. Descartó unacamisa blanca por parecerle demasiado formal, sin embargo, y en su lugar escogió unade cuadros grises y rojos para que hiciera juego con la corbata gris. Se las puso en unaespecie de trance.

No empezó a sospechar qué iba a hacer hasta que tuvo la mano en el pomo de lapuerta. “Parece que voy a salir”, se dijo. “Pero si voy a salir, ¿adónde voyexactamente?” Una hora más tarde, cuando bajaba del autobús número cuatro en la calleSetenta esquina con la Quinta Avenida, aún no había respondido a la pregunta. A unlado tenía el parque, verde bajo el sol de la mañana, con sombras afiladas y fugaces; alotro lado estaba el edificio Frick, blanco y sobrio, como abandonado a los muertos.Pensó por un momento en el cuadro de Vermeer Muchacha sonriente con un soldado,tratando de recordar la expresión de la cara de la chica, la posición exacta de sus manosen torno a la taza, la espalda roja del hombre sin rostro. Vislumbró mentalmente elmapa azul de la pared y la luz del sol entrando por la ventana, tan parecida a la que lerodeaba ahora. Iba andando. Estaba cruzando la calle y avanzando hacia el este. EnMadison Avenue torció a la derecha y caminó una manzana hacia el sur, luego torció ala izquierda y vio dónde estaba. “Parece que he llegado”, se dijo. Se detuvo delante deledificio. De repente ya no parecía que tuviese importancia. Se sentía notablementetranquilo, como si todo le hubiese ocurrido ya. Mientras abría la puerta del portal se dio

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el último consejo. “Si todo esto está sucediendo realmente, debo mantener los ojosabiertos”, se dijo.

Fue una mujer quien abrió la puerta del piso. Por alguna razón, Quinn no habíaesperado esto y le dejó desconcertado. Las cosas iban demasiado deprisa. Aún no habíatenido tiempo de asumir la presencia de la mujer, de describírsela a sí mismo y formarsus impresiones, y ella ya le estaba hablando, obligándole a responder. Por lo tanto, yaen aquellos primeros momentos había perdido terreno. Estaba empezando a dejarseatrás a sí mismo. Más tarde, cuando tuvo tiempo de reflexionar sobre estos sucesos,conseguiría reconstruir su encuentro con la mujer. Pero eso fue obra de la memoria, y élsabía que las cosas recordadas tenían tendencia a subvertir lo recordado. Comoconsecuencia, nunca pudo estar seguro de lo ocurrido.

La mujer tenía treinta años, quizá treinta y cinco; estatura media como mucho;las caderas un poco anchas, o bien voluptuosas, dependiendo del punto de vista; cabellooscuro, ojos oscuros, y una expresión en esos ojos que era a la vez reservada yvagamente seductora. Llevaba un vestido negro y un lápiz de labios muy rojo.

-¿El señor Auster?Una sonrisa insegura; una inclinación de cabeza interrogadora.-Exactamente -dijo Quinn-. Paul Auster.-Yo soy Virginia Stillman -dijo la mujer-. La esposa de Peter. Le está esperando

desde las ocho.-La cita era a las diez -dijo Quinn, echando una mirada a su reloj. Eran las diez

en punto.-Está frenético -explicó la mujer-. Nunca le había visto así. No podía esperar.Ella abrió más la puerta para que Quinn pasara. Mientras cruzaba el umbral y

entraba en el piso sintió que se quedaba en blanco, como si su cerebro se hubieracerrado repentinamente. Había deseado fijarse en los detalles de lo que estaba viendo,pero la tarea le resultaba imposible en aquel momento. Veía el piso como envuelto enuna especie de neblina. Se dio cuenta de que era grande, quizá cinco o seis habitaciones,y estaba lujosamente amueblado, con numerosos objetos artísticos, ceniceros de plata ycuadros con marcos muy trabajados en las paredes. Pero eso era todo. Nada más queuna impresión general, a pesar de que estaba allí, mirando aquellas cosas con suspropios ojos.

Se encontró sentado en un sofá, solo en el salón. Recordó ahora que la señoraStillman le había dicho que esperase allí mientras ella iba a buscar a su marido. Nosabía cuánto tiempo hacía de eso. Seguramente no más de un minuto o dos. Pero por laforma en que la luz entraba por las ventanas parecía casi mediodía. No se le ocurrió, sinembargo, consultar el reloj. El olor del perfume de Virginia Stillman flotaba a sualrededor y comenzó a imaginar qué aspecto tendría sin ropa. Luego se preguntó quépensaría Max Work si estuviera allí. Decidió encender un cigarrillo. Expulsó el humo yle complació observar cómo salía de su boca en ráfa*gas, se dispersaba y adquiría unanueva definición cuando la luz incidía sobre él.

Oyó que alguien entraba en la habitación a su espalda. Quinn se levantó del sofáy se volvió, esperando ver a la señora Stillman. En su lugar había un hombre joven,vestido enteramente de blanco, con el pelo rubio claro de un niño. Extrañamente, enaquel primer momento Quinn pensó en su propio hijo muerto. Luego, tan rápidamentecomo había aparecido, el pensamiento se desvaneció.

Peter Stillman entró en la habitación y se sentó en una butaca de terciopelo rojoenfrente de Quinn. No dijo una palabra mientras se dirigía a su asiento ni registró lapresencia de Quinn. El acto de moverse de un sitio a otro parecía requerir toda suatención, como si no pensar en lo que estaba haciendo fuera a reducirle a la

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inmovilidad. Quinn nunca había visto a nadie moverse así y comprendióinmediatamente que aquélla era la persona con la que había hablado por teléfono. Elcuerpo actuaba casi exactamente igual que la voz: de un modo maquinal, espasmódico,alternando gestos lentos y rápidos, rígido y a la vez expresivo, como si la operaciónescapara a su control, como si no correspondiera totalmente a la voluntad que habíadetrás. A Quinn le pareció que el cuerpo de Stillman no había sido usado durante muchotiempo y había tenido que volver a aprender todas sus funciones, de forma que la loco-moción se había convertido en un proceso consciente, cada movimiento dividido en lossubmovimientos que lo componían, con el resultado de que toda agilidad yespontaneidad se habían perdido. Era como ver a una marioneta tratando de andar sinhilos.

Todo en Peter Stillman era blanco. Camisa blanca, con el cuello abierto;pantalones blancos, zapatos blancos, calcetines blancos. Contra la palidez de su piel ysu pelo paji*zo y fino, el efecto era casi transparente, como si uno pudiera ver las venasazules detrás de la piel de su cara. Este azul era casi el mismo que el de sus ojos: unazul lechoso que parecía disolverse en una mezcla de cielo y nubes. Quinn no podíaimaginarse dirigiéndole una palabra a aquella persona. Era como si la presencia deStillman fuese una orden de silencio.

Stillman se acomodó lentamente en su asiento y al fin dirigió su atención haciaQuinn. Cuando sus ojos se encontraron, Quinn sintió repentinamente que Stillman sehabía vuelto invisible. Podía verle sentado en la butaca frente a él, pero al mismotiempo tenía la sensación de que no estaba allí. Se le ocurrió que quizá Stillman fueseciego. Pero no, eso no parecía posible. El hombre le estaba mirando, incluso estudián-dole, y aunque a su cara no asomaba el reconocimiento, había en ella algo más que unamirada vacía. Quinn no sabía qué hacer. Se quedó allí sentado y mudo, devolviéndole lamirada a Stillman. Pasó mucho tiempo.

-Nada de preguntas, por favor -dijo el joven al fin-. Sí. No. Gracias. -Hizo unapausa-. Soy Peter Stillman. Digo esto libremente. Sí. Ese no es mi verdadero nombre.No. Por supuesto, mi mente no es todo lo que debiera ser. Pero nada se puede hacerrespecto a eso. No. Respecto a eso. No, no. Ya no.

”Usted está ahí sentado y piensa: ¿Quién es esa persona que me habla? ¿Qué sonesas palabras que salen de su boca? Yo se lo diré. O no se lo diré. Sí y no. Mi mente noes todo lo que debiera ser. Digo esto por mi propia voluntad. Pero lo intentaré. Sí y no.Intentaré decírselo, aunque mi mente hace que sea difícil. Gracias.

”Mi nombre es Peter Stillman. Quizá haya oído hablar de mí, pero es másprobable que no. Da igual. Ése no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre no lorecuerdo. Disculpe. No es que importe. Es decir, ya no.

”Esto es lo que se llama hablar. Creo que ése es el término. Cuando las palabrassalen, vuelan por el aire, viven un momento y mueren. Extraño, ¿no? Yo no tengoopinión. No y otra vez no. Sin embargo, hay palabras que necesitará tener. Hay muchas.Muchos millones, creo. Quizá sólo tres o cuatro. Disculpe. Pero lo estoy haciendo bienhoy. Mucho mejor que de costumbre. Si puedo darle las palabras que necesita tener,será una gran victoria. Gracias. Gracias un millón de veces.

”Hace mucho tiempo estaban mamá y papá. No recuerdo nada de eso. Ellosdicen: Mamá murió. Quiénes son ellos no puedo decírselo. Disculpe. Pero eso es lo quedicen ellos.

”Así que no hay mamá. Ja, ja. Ésa es mi risa ahora, un guirigay que sale de mitripa. Ja, ja, ja. Papá grande decía. Es igual. Para mí. Es decir, para él. El papá grande delos grandes músculos y el bum, bum, bum. Nada de preguntas ahora, por favor.

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”Yo digo lo que dicen ellos porque yo no sé nada. Yo sólo soy el pobre PeterStillman, el niño que no puede recordar. Llorón. Remolón. Bobalicón. Disculpe. Ellosdicen, ellos dicen. Pero ¿qué dice el pobrecito Peter? Nada, nada. Ya nada.

”Había esto. Oscuridad. Mucha oscuridad. Estaba tan oscuro como muy oscuro.Ellos dicen: Ésa era la habitación. Como si yo pudiera hablar de eso. De la oscuridad,quiero decir. Gracias.

”Oscuridad, oscuridad. Dicen que durante nueve años. Ni siquiera una ventana.Pobre Peter Stillman. Y el bum, bum, bum. Los montones de caca. Los lagos de pis. Losdesmayos. Disculpe. Atontado y desnudo. Disculpe. Ya no.

”Así que hay oscuridad. Se lo digo a usted. Había comida en la oscuridad, sí,comida machacada en la oscura habitación silenciada. Él comía con las manos.Disculpe. Quiero decir que Peter comía con las manos. Y si yo soy Peter, tanto mejor.Es decir, tanto peor. Disculpe. Yo soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre.Gracias.

”Pobre Peter Stillman. Era un niño pequeño. Apenas unas cuantas palabraspropias. Y luego ni una palabra, y luego nadie, y luego no, no, no. Ya no.

”Perdóneme, señor Auster. Veo que se está poniendo triste. Nada de preguntas,por favor. Mi nombre es Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Mi verdaderonombre es señor Triste. ¿Cuál es su nombre, señor Auster? Quizá usted es el verdaderoseñor Triste y yo no soy nadie.

”Bua bua. Disculpe. Ésa es mi manera de llorar y berrear. Bua bua, snif snif.¿Qué hacía Peter en aquella habitación? Nadie lo sabe. Algunos dicen que nada. Encuanto a mí, creo que Peter no podía pensar. ¿Parpadeaba? ¿Bebía? ¿Apestaba? Ja, ja,ja. Disculpe. A veces soy muy divertido.

”Ris ns clic desmorocho baju. Chas chas camarrás. Ruido pasmado, traca traca,mastimana. Sí, si, sí. Disculpe. Soy el único que entiende estas palabras.

”Más tarde, más tarde, más tarde. Eso dicen. Duró demasiado tiempo para quePeter esté bien de la cabeza. Nunca más. No, no, no. Dicen que alguien me encontró.No, no recuerdo lo que sucedió cuando abrieron la puerta y entró la luz. No, no, no. Yono puedo decir nada de eso. Ya no.

”Durante mucho tiempo llevé gafas oscuras. Tenía doce años. O eso dicen. Vivíen un hospital. Poco a poco me enseñaron a ser Peter Stillman. Decían: Tú eres PeterStillman. Gracias, decía yo. Ya, ya, ya. Gracias y gracias. Decía yo.

”Peter era un bebé. Tenían que enseñarle todo. A andar, ¿sabe? A comer. Ahacer caca y pis en el retrete. Eso no fue malo. Incluso cuando les mordía, ellos nohacían el bum, bum, bum. Más tarde incluso dejé de rasgarme la ropa.

”Peter era un buen chico. Pero era difícil enseñarle palabras. Su boca nofuncionaba bien. Y por supuesto no estaba bien de la cabeza. Ba ba ba, decía. Y da dada. Y va va va. Disculpe. Llevo años y años. Ahora le dicen a Peter: Ya puedes irte, nopodemos hacer nada más por ti. Peter Stillman, eres un ser humano, decían. Es buenocreer lo que dicen los médicos. Gracias. Muchísimas gracias.

”Soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre esPeter Conejo. En invierno me llamo señor Blanco, en verano me llamo señor Verde.Piense lo que quiera de esto. Lo digo por mi propia voluntad. Ris ns clic des-morochobaju. Es bonito, ¿verdad? Invento palabras como éstas continuamente. No puedoremediarlo. Salen de mi boca por sí mismas. No se pueden traducir.

”Preguntar y preguntar. No es bueno. Pero se lo diré. No quiero que esté triste,señor Auster. Tiene usted una cara muy amable. Me recuerda a alguien. No sé a quién.Y sus ojos me miran. Sí, sí. Los veo. Eso está muy bien. Gracias.

12

”Por eso se lo cuento. Nada de preguntas, por favor. Usted se está preguntandopor todo lo demás. Es decir, el padre. El terrible padre que le hizo todas esas cosas alpequeño Peter. Tranquilícese. Le llevaron a un sitio oscuro. Le encerraron y le dejaronallí. Ja, ja, ja. Disculpe. A veces soy muy gracioso.

”Trece años, dijeron. Quizá es mucho tiempo. Pero yo no sé nada del tiempo. Yosoy nuevo cada día. Nazco cuando me despierto por la mañana, envejezco durante el díay muero por la noche cuando me duermo. No es culpa mía. Hoy lo estoy haciendo muybien. Lo estoy haciendo mucho mejor que nunca.

”Durante trece años el padre ha estado lejos. Él también se llama Peter Stillman.Extraño, ¿no? Que dos personas puedan tener el mismo nombre. Es su verdaderonombre. Pero no creo que él sea yo. Los dos somos Peter Stillman. Pero Peter Stillmanno es mi verdadero nombre. Así que quizá no sea Peter Stillman, después de todo.

”Trece años, digo. O dicen. Da igual no saber nada del tiempo. Pero lo que medicen es esto: Mañana es el fin de los trece años. Eso es malo. Aunque dicen que no, esmalo. Se supone que no me acuerdo. Pero de vez en cuando me acuerdo, a pesar de loque digo.

”Él vendrá. Es decir, el padre vendrá. Y tratará de matarme. Gracias. Pero yo noquiero eso. No, no. Ya no. Peter ahora vive. Sí. No todo está bien en su cabeza, perovive. Y eso es algo, ¿no? Puede apostar su último dólar. Ja, ja, ja.

”Ahora soy principalmente poeta. Todos los días me siento en mi cuarto yescribo un poema. Invento todas las palabras yo, igual que cuando vivía en la oscuridad.Empiezo a recordar cosas de esa manera, a fingir que estoy otra vez en la oscuridad.Soy el único que sabe lo que significan las palabras. No pueden traducirse. Esos poemasme harán famoso. Son únicos. Si, sí, sí. Unos poemas preciosos. Tan preciosos que elmundo entero llorará.

”Más tarde quizá haga otra cosa. Cuando termine de ser poeta. Antes o despuésme quedaré sin palabras, ¿comprende? Todo el mundo tiene solamente cierto número depalabras dentro. Y, entonces, ¿dónde estaré? Creo que después me gustaría serbombero. Y después médico. Da igual. Lo último que seré es funambulista. Cuando seamuy viejo y al fin haya aprendido a andar como las demás personas. Entonces bailaré enla cuerda floja y la gente se quedará asombrada. Incluso los niños pequeños. Eso es loque me gustaría. Bailar en la cuerda floja hasta que me muera.

”Pero no importa. Es igual. Para mí. Como puede ver, soy un hombre rico. Notengo que preocuparme. No, no. De eso no. Puede apostar su último dólar. El padre erarico y el pequeño Peter recibió todo su dinero cuando le encerraron en la oscuridad. Ja,ja, ja. Disculpe que me ría. A veces soy muy gracioso.

”Soy el último Stillman. Era una familia importante, o eso dicen. Del viejoBoston, por si ha oído hablar de ellos. Yo soy el último. No hay otros. Soy el final detodos, el último hombre. Tanto mejor, creo. No es una pena que todo acabe ya. Esbueno que todos estén muertos.

”El padre quizá no era realmente malo. Por lo menos eso digo ahora. Tenía lacabeza grande. Tan grande como muy grande, lo cual quiere decir que había demasiadositio en ella. Demasiados pensamientos en aquella gran cabeza. Pero pobre Peter,¿verdad? En un terrible aprieto realmente. Peter que no podía ver ni decir, que no podíapensar ni hacer. Peter que no podía. No. Nada.

”No sé nada de esto. Tampoco lo entiendo. Mi esposa es quien me cuenta estascosas. Ella dice que es importante para mí saber, aunque no entienda. Pero ni siquieraentiendo eso. Para saber, hay que entender. ¿No es así? Pero yo no sé nada. Quizá soyPeter Stillman. Quizá no. Mi verdadero nombre es Peter Nadie. Gracias. ¿Y qué piensade eso?

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”Así que le estoy contando lo del padre. Es una buena historia, aunque no laentiendo. Puedo contársela porque sé las palabras. Y eso es algo, ¿no? Saber laspalabras, quiero decir. ¡A veces estoy tan orgulloso de mí mismo! Disculpe. Eso es loque dice mi esposa. Dice que el padre hablaba de Dios. Esa palabra me hace gracia.Cuando la pones al revés, se lee perro.2 Y un perro no se parece mucho a Dios, ¿verdad?Guf guf. Guau guau. Ésas son palabras de perro. A mí me parecen preciosas. Bonitas yauténticas. Como las palabras que yo invento.

”Bueno. Iba diciendo. El padre hablaba de Dios. Quería saber si Dios teníalenguaje. No me pregunte qué significa esto. Sólo se lo cuento porque sé las palabras. Elpadre pensaba que un niño podría hablar si no veía a nadie. Pero ¿dónde había un niño?Ah. Ahora empieza usted a comprender. No tenía que comprarlo. Por supuesto, Petersabía algunas palabras de persona. Eso no se podía remediar. Pero el padre pensó quequizá Peter las olvidaría. Al cabo de algún tiempo. Por eso había tanto bum, bum, bum.Cada vez que Peter decía una palabra, su padre lanzaba un bum. Al fin Peter aprendió ano decir nada. Sí sí sí. Gracias.

”Peter se guardaba las palabras dentro. Todos aquellos días, meses y años. Allíen la oscuridad, el pequeño Peter completamente solo, y las palabras hacían ruido en sucabeza y le hacían compañía. Por eso su boca no funciona bien. Pobre Peter. Bua bua.Ésas son sus lágrimas. El niño que no puede crecer.

”Ahora Peter puede hablar como las personas. Pero todavía tiene las otraspalabras en su cabeza. Son el lenguaje de Dios, y nadie más puede decirlas. No sepueden traducir. Por eso Peter vive tan cerca de Dios. Por eso es un poeta famoso.

”Todo es muy bueno para mí ahora. Puedo hacer lo que me gusta. En cualquiermomento, en cualquier lugar. Incluso tengo una esposa. Ya lo ve. La he mencionadoantes. Quizá incluso la ha conocido usted. Es guapa, ¿no? Se llama Virginia. Ése no essu verdadero nombre. Pero es igual. Para mí.

”Siempre que se lo pido, mi esposa me trae una chica. Son putas. Meto migusano dentro de ellas y gimen. Ha habido muchas. Ja, ja. Suben aquí y me las follo. Esbueno follar. Virginia les da dinero y todo el mundo contento. Puede apostar su últimodólar. Ja, ja.

”Pobre Virginia. A ella no le gusta follar. Es decir, conmigo. Quizá folla conotro. ¿Quién sabe? Yo no sé nada de esto. Es igual. Pero quizá si es usted amable conVirginia ella le dejará follarla. Eso me alegraría. Por usted. Gracias.

”Bueno. Hay muchísimas cosas. Estoy tratando de decírselas. Sé que no todoestá bien en mi cabeza. Y es verdad, sí, y lo digo por mi propia voluntad, que a veceschillo y chillo. Sin ningún motivo. Como si tuviera que haber un motivo. Pero yo no veoninguno. Ni nadie. No. Y luego hay veces que no digo nada. Durante días y días. Nada,nada, nada. Se me olvida cómo hacer que las palabras salgan de mi boca. Entonces meresulta difícil moverme. Sí sí. Incluso ver. Entonces es cuando me convierto en el señorTriste.

”Todavía me gusta estar en la oscuridad. Por lo menos a veces. Me hace bien,creo. En la oscuridad hablo el lenguaje de Dios y nadie me oye. No se enfade, por favor.No puedo remediarlo.

”Lo mejor de todo es el aire. Sí. Y poco a poco he aprendido a vivir dentro de él.El aire y la luz, sí, también la luz, la luz que ilumina todas las cosas y las pone ahí paraque mis ojos las vean. Está el aire y la luz y eso es lo mejor de todo. Disculpe. El aire yla luz. Sí. Cuando hace buen tiempo me gusta sentarme al lado de la ventana abierta. Aveces me asomo y miro las cosas que hay abajo. La calle y toda la gente, los perros y 2 God, “Dios”. Dog, perro. (N. de la T.)

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los coches, los ladrillos del edificio de enfrente. Y luego hay veces que cierro los ojos yme quedo allí sentado, con la brisa dándome en la cara, y la luz dentro del aire, tododelante de mis párpados, y el mundo es todo rojo, de un rojo muy bonito, dentro de misojos, con el sol brillando sobre mí y sobre mis ojos.

”Es verdad que raras veces salgo. Es difícil para mí, y no siempre soy de fiar. Aveces chillo. No se enfade conmigo, por favor. No puedo remediarlo. Virginia dice quedebo aprender a comportarme en público. Pero a veces no puedo contenerme y losgritos se me escapan.

”Pero me encanta ir al parque. Allí hay árboles, y el aire y la luz. Hay algo buenoen todo eso, ¿verdad? Sí. Poco a poco voy estando mejor dentro de mí. Lo noto. Inclusoel doctor Wyshnegradsky lo dice. Sé que todavía soy el niño marioneta. Eso no tieneremedio. No, no. Ya no. Pero a veces creo que al fin creceré y me volveré real.

”Por ahora, sigo siendo Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Nopuedo saber quién seré mañana. Cada día es nuevo y cada día vuelvo a nacer. Veo laesperanza por todas partes, incluso en la oscuridad, y cuando muera quizá me conviertaen Dios.

”Hay muchas más palabras que decir. Pero creo que no las diré. No. Hoy no. Miboca está cansada ahora y creo que ha llegado la hora de que me vaya. Por supuesto, yono sé nada del tiempo. Pero es igual. Para mí. Muchas gracias. Sé que usted me salvarála vida, señor Auster. Cuento con usted. La vida sólo puede durar cierto tiempo,¿comprende? Todo lo demás está en la habitación, con la oscuridad, con el lenguaje deDios, con los gritos. Aquí soy del aire, una cosa hermosa para que la luz brille sobreella. Quizá recordará usted eso. Soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre.Muchas gracias.

3

El discurso había terminado. Quinn no sabía cuánto había durado. Porque sóloentonces, después de que las palabras cesaran, se dio cuenta de que estaban sentados enla oscuridad. Al parecer había transcurrido todo un día. En algún momento durante elmonólogo de Stillman el sol se había puesto en la habitación, pero Quinn no había sidoconsciente de ello. Entonces notó la oscuridad y el silencio, y la cabeza le zumbaba acausa de ellos. Pasaron varios minutos. Quinn pensó que ahora era él quien tenía quedecir algo, pero no estaba seguro. Oía a Peter Stillman respirar pesadamente en su sitioal otro lado de la habitación. Aparte de eso, no había ningún sonido. Quinn no lograbadecidir qué debía hacer. Pensó en varias posibilidades, pero a continuación las desechóuna por una. Se quedó allí sentado, esperando a que sucediera algo.

El sonido de unas piernas enfundadas en medias cruzando la habitación rompiófinalmente el silencio. Se oyó el sonido metálico del interruptor de una lámpara y depronto la habitación se llenó de luz. Los ojos de Quinn se volvieron automáticamentehacia su fuente, y allí, de pie al lado de una lámpara de mesa a la izquierda de la butacade Peter, vio a Virginia Stillman. El joven seguía mirando fijamente al frente, como siestuviera dormido con los ojos abiertos. La señora Stillman se inclinó, rodeó loshombros de Peter con un brazo y le habló suavemente al oído.

-Ya es la hora, Peter -dijo-. La señora Saavedra te está esperando.Peter la miró y le sonrió.-Estoy lleno de esperanza -dijo.Virginia Stillman le besó tiernamente en la mejilla.-Despídete del señor Auster -dijo.

15

Peter se levantó. O más bien empezó la triste y lenta maniobra de alzar su cuerpode la butaca y ponerse de pie. A cada movimiento se caía, se derrumbaba, todo elloacompañado de repentinos ataques de inmovilidad, gruñidos y palabras cuyosignificado Quinn no podía descifrar.

Finalmente Peter logró erguirse. Permaneció delante de su butaca con expresiónde triunfo y miró a Quinn a los ojos. Luego sonrió ampliamente y sin ningunaincomodidad.

-Adiós -dijo.-Adiós, Peter -dijo Quinn.Peter hizo un pequeño movimiento espástico con la mano como despedida y

luego se volvió lentamente y cruzó la habitación. Se tambaleaba al andar, ladeándoseprimero a la derecha y luego a la izquierda, sus piernas se doblaban y bloqueabanalternativamente. Al otro extremo de la habitación, de pie en un umbral iluminado,había una mujer de mediana edad vestida con un uniforme blanco de enfermera. Quinnsupuso que seria la señora Saavedra. Siguió a Peter Stillman con los ojos hasta que eljoven desapareció por la puerta.

Virginia Stillman se sentó frente a Quinn, en la misma butaca que su maridoocupaba un momento antes.

-Podría haberle ahorrado todo eso -dijo-, pero pensé que sería mejor que lo vieracon sus propios ojos.

-Entiendo -dijo Quinn.-No, no creo que lo entienda -dijo la mujer amargamente-. No creo que nadie

pueda entenderlo.Quinn sonrió juiciosamente y se dijo que debía lanzarse.-Lo que yo entienda o no entienda -dijo- probablemente no hace al caso. Usted

me ha contratado para hacer un trabajo y cuanto antes empiece, mejor. Por lo que hepodido deducir, el caso es urgente. No pretendo comprender a Peter ni lo que usted hayasufrido. Lo importante es que estoy dispuesto a ayudarles. Creo que debería aceptar esoen lo que vale.

Se estaba animando. Algo le decía que había dado con el tono adecuado, y leinundó una repentina sensación de placer, como si acabara de conseguir cruzar unafrontera interior dentro de sí mismo.

-Tiene usted razón -dijo Virginia Stillman-. Por supuesto.La mujer hizo una pausa, respiró hondo y se calló de nuevo, como si estuviera

ensayando mentalmente lo que estaba a punto de decir. Quinn observó que sus manosaferraban con fuerza los brazos de la butaca.

-Me doy cuenta -continuó ella- de que la mayor parte de lo que Peter dice esmuy confuso, especialmente la primera vez que uno lo oye. Yo estaba en la habitacióncontigua escuchando lo que le decía. No debe usted suponer que Peter siempre dice laverdad. Por otra parte, sería un error creer que miente.

-Quiere usted decir que debería creer algunas de las cosas que me ha dicho y nocreer otras.

-Eso es exactamente lo que quiero decir.-Sus costumbres sexuales, o ausencia de ellas, no me conciernen, señora

Stillman -dijo Quinn-. Aunque lo que Peter ha dicho sea verdad, a mí no me importa. Enmi trabajo se suele encontrar un poco de todo y si uno no aprende a dejar de juzgar,nunca llegaría a ninguna parte. Estoy acostumbrado a oír los secretos de la gente ytambién estoy acostumbrado a tener la boca cerrada. Si un hecho no tiene relacióndirecta con el caso, no me sirve para nada.

La señora Stillman se ruborizó.

16

-Sólo quería que supiera usted que Peter no ha dicho la verdad.Quinn se encogió de hombros, sacó un cigarrillo y lo encendió.-Sea como sea -dijo-, no tiene importancia. Lo que me interesa son otras cosas

que Peter ha dicho. Supongo que son verdad, y si lo son, me gustaría oír lo que ustedtenga que decir.

-Sí, son verdad. -Virginia Stillman soltó los brazos de la butaca y se puso lamano derecha debajo de la barbilla. Pensativa. Como si estuviera buscando una actitudde inconmovible honestidad-. Peter tiene una forma infantil de contarlo. Pero lo que hadicho es verdad.

-Cuénteme algo del padre. Cualquier cosa que usted crea relevante.-El padre de Peter era un Stillman de Boston. Estoy segura de que habrá oído

usted hablar de ésa familia. Varios de ellos fueron gobernadores en el siglo XIX.Algunos obispos episcopalianos, embajadores, un rector de Harvard. Al mismo tiempola familia hizo muchísimo dinero con textiles, navieras y Dios sabe qué más. Losdetalles no tienen importancia. Basta con que usted se haga una idea de losantecedentes.

”El padre de Peter fue a Harvard, como todos los miembros de su familia.Estudió filosofía y religión y según dicen era un alumno brillante. Escribió su tesissobre las interpretaciones teológicas del Nuevo Mundo en los siglos XVI y XVII yluego aceptó un puesto en el departamento de religión de Columbia. Poco después deeso se casó con la madre de Peter. No sé mucho sobre ella. Por las fotografías que hevisto era muy guapa. Pero delicada, un poco como Peter, con esos ojos azul claro y lapiel muy blanca. Cuando Peter nació unos años más tarde, la familia vivía en un pisogrande en Riverside Drive. La carrera académica de Stillman prosperaba. Reescribió sutesis y la convirtió en un libro que fue muy bien recibido y a los treinta y cuatro otreinta y cinco años era catedrático. Luego murió la madre de Peter. Todo lo relacionadocon esa muerte no está claro. Stillman afirmó que había muerto mientras dormía, perolas pruebas parecían apuntar a un suicidio. Algo relacionado con una sobredosis depíldoras, pero por supuesto no se pudo probar nada. Se habló incluso de que él la habíamatado. Pero eran sólo rumores y no pasó nada. Todo el asunto se silenció.

”Peter tenía sólo dos años entonces y era un niño perfectamente normal. Despuésde la muerte de su esposa, Stillman, al parecer, tuvo poca relación con él. Contrató auna enfermera y durante los siguientes seis meses más o menos ella se encargó porcompleto del cuidado de Peter. Luego, de repente, Stillman la despidió. No recuerdo sunombre, creo que era una tal señorita Barber, pero ella testificó en el juicio. Parece queStillman llegó un día a casa y le dijo que iba a ocuparse personalmente de la educaciónde Peter. Presentó su dimisión en Columbia y les dijo que dejaba la universidad paradedicarse en exclusiva a su hijo. El dinero, por supuesto, no era un obstáculo, y nadiepudo hacer nada al respecto.

”Después, más o menos desapareció. Se quedó en el mismo piso pero no salíacasi nunca. Nadie sabe realmente lo que sucedió. Creo que probablemente empezó acreer en alguna de las rebuscadas ideas religiosas sobre las cuales había escrito. Eso letrastornó, se volvió absolutamente loco. No hay ninguna otra forma de describirlo.Encerró a Peter en una habitación del piso, tapó las ventanas y le mantuvo allí durantenueve años. Intente imaginarlo, señor Auster. Nueve años. Toda una infancia pasada enla oscuridad, aislado del mundo, sin ningún contacto humano excepto alguna que otrapaliza. Vivo con los resultados de aquel experimento y puedo asegurarle que el daño fuemonstruoso. Lo que ha visto usted hoy era a Peter en uno de sus mejores momentos.Han sido precisos trece años para que llegase a esto, y por nada del mundo consentiréque nadie vuelva a hacerle daño.

17

La señora Stillman se detuvo para coger aliento. Quinn intuyó que ella estaba alborde de un ataque de nervios y que una palabra más podría hacerle traspasar ese límite.Ahora tenía que hablar él, de lo contrario la conversación se le escaparía de las manos.

-¿Cómo descubrieron a Peter finalmente? -preguntó.Parte de la tensión abandonó a la mujer. Exhaló audiblemente y miró a Quinn a

los ojos.-Hubo un incendio -contestó.-¿Un incendio accidental o un incendio provocado?-Nadie lo sabe.-¿Qué opina usted?-Yo creo que Stillman estaba en su despacho. Allí era donde guardaba los

apuntes de su experimento y creo que finalmente se dio cuenta de que su trabajo habíasido un fracaso. No digo que se arrepintiera de nada de lo que había hecho. Pero inclusoconsiderado en sus propios términos, comprendió que había fracasado. Creo que esanoche llegó a un punto de máximo disgusto consigo mismo y decidió quemar suspapeles. Pero el fuego se extendió y quemó gran parte del piso. Afortunadamente, lahabitación de Peter estaba al otro extremo de un largo pasillo y los bomberos llegaronhasta él a tiempo.

-¿Y luego?-Tardaron varios meses en aclararlo todo. Los papeles de Stillman habían

quedado destruidos, lo cual significaba que no había pruebas concretas. Por otra parte,estaba el estado de Peter, la habitación en la que había estado encerrado, aquellashorribles tablas que tapaban las ventanas, y finalmente la policía reconstruyó el caso.Stillman fue llevado a juicio.

-¿Qué sucedió en el juicio?-Juzgaron que Stillman estaba loco y le recluyeron.-¿Y Peter?-Él también ingresó en un hospital. Permaneció allí hasta hace sólo dos años.-¿Es allí donde le conoció usted?-Sí. En el hospital.-¿Cómo?-Yo era su logopeda. Trabajé con Peter todos los días durante cinco años.-No es mi intención cotillear. Pero ¿como llevó eso al matrimonio?-Es complicado.-¿Le importa hablarme de ello?-En realidad no. Pero no creo que lo entienda.-Sólo hay una manera de averiguarlo.-Bueno, lo expresaré sencillamente. Era la mejor manera de sacar a Peter del

hospital y darle una oportunidad de llevar una vida más normal.-¿No podría haber conseguido su custodia legal?-El procedimiento era muy complicado. Y, además, Peter ya no era menor de

edad.-¿No supuso un enorme sacrificio por su parte?-En realidad no. Yo había estado casada antes... Desastrosamente. Ya no es algo

que desee para mí. Con Peter, por lo menos mi vida tiene un propósito.-¿Es verdad que van a soltar a Stillman?-Mañana. Llegará a la estación Grand Central por la tarde.-Y usted cree que tal vez venga a buscar a Peter. ¿Es sólo un presentimiento o

tiene alguna prueba?

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-Un poco de las dos cosas. Hace dos años iban a darle el alta. Pero le escribióuna carta a Peter y yo se la enseñé a las autoridades. Decidieron que, después de todo,no estaba en condiciones de recibir el alta.

-¿Qué clase de carta era?-La carta de un loco. Llamaba a Peter diablo y le decía que algún día le ajustaría

las cuentas.-¿Tiene usted esa carta?-No. Se la di a la policía hace dos años.-¿Una copia?-Lo siento. ¿Cree usted que es importante?-Podría serlo.-Puedo intentar conseguirle una copia si lo desea.-Deduzco que no hubo más cartas después de ésa.-Ninguna. Y ahora piensan que Stillman está preparado para ser puesto en

libertad. Ése es el punto de vista oficial, por lo menos, y yo no puedo hacer nada paraimpedirlo. Lo que creo, sin embargo, es que Stillman simplemente ha aprendido lalección. Se ha dado cuenta de que las cartas y las amenazas sólo servirían paramantenerle encerrado.

-Así que usted sigue preocupada.-Así es.-Pero no tiene ninguna idea precisa de cuáles podrían ser los planes de Stillman.-Exactamente.-¿Qué quiere usted que haga yo?-Quiero que le vigile cuidadosamente. Quiero que averigüe qué se propone.

Quiero que le mantenga alejado de Peter.-En otras palabras, un trabajo de sabueso distinguido.-Supongo que sí.-Creo que debe usted entender que yo no puedo impedirle a Stillman que venga

a este edificio. Lo que sí puedo hacer es advertírselo a usted. Y también asegurarme devenir con él.

-Entiendo. Con tal que tengamos alguna protección...-Bien. ¿Con qué frecuencia quiere usted que le informe?-Me gustaría que me informase todos los días. Digamos una llamada telefónica

por la noche, alrededor de las diez o las once.-Ningún problema.-¿Algo más?-Algunas preguntas más. Por ejemplo, tengo curiosidad por saber cómo averiguó

usted que Stillman llegará a la estación Grand Central mañana por la tarde.-Me he encargado de saberlo, señor Auster. Hay demasiado en juego como para

que yo deje las cosas al azar. Y si alguien no sigue a Stillman desde el momento en quellegue, podría fácilmente desaparecer sin dejar rastro. No quiero que ocurra eso.

-¿En qué tren llega?-El de las seis cuarenta y uno, procedente de Poughkeepsie.-Supongo que tiene usted una fotografía de Stillman...-Sí, por supuesto.-También está la cuestión de Peter. Me gustaría saber por qué le contó usted

todo esto. ¿No habría sido mejor callárselo?-Eso quise hacer. Pero casualmente Peter estaba escuchando por el otro teléfono

cuando recibí la noticia de que soltaban a su padre. No pude evitarlo. Peter puedeponerse muy terco y he aprendido que lo mejor es no mentirle.

19

-Una última pregunta. ¿Quién le habló de mí?-El marido de la señora Saavedra, Michael. Ha sido policía e investigó un poco.

Averiguó que usted era el mejor hombre de la ciudad para esta clase de trabajo.-Me siento halagado.-Por lo que he visto de usted hasta ahora, señor Auster, estoy segura de que

hemos encontrado al hombre adecuado.Quinn interpretó esto como una indicación de que debía levantarse. Fue un

alivio estirar las piernas al fin. Las cosas habían ido bien, mucho mejor de lo queesperaba, pero ahora le dolía la cabeza y su cuerpo se resentía de un agotamiento que nohabía sentido desde hacía años. Si lo prolongaba más, estaba seguro de que acabaríadelatándose.

-Mis honorarios son cien dólares al día más gastos -dijo-. Si pudiera usted darmealgo por adelantado, eso constituiría una prueba de que estoy trabajando para usted, locual nos aseguraría una privilegiada relación investigador-cliente. Lo cual significa quetodo lo que pase entre usted y yo será estrictamente confidencial.

Virginia Stillman sonrió, como por alguna broma secreta. O quizá simplementerespondía al posible doble sentido de su última frase. Como con tantas de las cosas quele sucederían a lo largo de los siguientes días y semanas, Quinn no podía estar seguro denada.

-¿Qué cantidad desea? -le preguntó ella.-Da igual. Eso lo dejo a su criterio.-¿Quinientos?-Eso será más que suficiente.-Bien. Iré a buscar mi talonario. -Virginia Stillman se puso de pie y le sonrió de

nuevo-. Le traeré también una fotografía del padre de Peter. Creo que sé exactamentedónde está.

Quinn le dio las gracias y dijo que esperaría. La miró cuando salía de lahabitación y una vez más se encontró imaginando qué aspecto tendría sin nada de ropa.¿Estaba ella insinuándosele, se preguntó, o era sólo su propia mente tratando desabotearle una vez más? Decidió posponer sus meditaciones y retomar el tema mástarde.Virginia Stillman volvió a entrar en la habitación y dijo:

-Aquí tiene el cheque. Espero haberlo hecho correctamente.Sí, sí, pensó Quinn mientras examinaba el cheque, todo va de primera. Estaba

complacido de su propia astucia. El cheque, naturalmente, estaba extendido a nombrede Paul Auster, lo cual significaba que a Quinn no podrían acusarle de fingir ser undetective privado sin tener licencia. Le tranquilizó saber que de alguna manera se habíapuesto a salvo. El hecho de no poder cobrar el cheque no le preocupaba. Comprendióentonces que nada de aquello lo estaba haciendo por dinero. Metió el cheque en elbolsillo interior de su chaqueta.

-Siento que no haya una fotografía más reciente -estaba diciendo VirginiaStillman-. Esta es de hace más de veinte años. Pero me temo que no puedo hacer más.

Quinn miró la foto de la cara de Stillman esperando una repentina inspiración,una súbita corriente subterránea de conocimiento que le ayudase a comprender alhombre. Pero la foto no le dijo nada. No era más que la foto de un hombre. La estudióun momento y llegó a la conclusión de que podría ser cualquiera.

-La examinaré más atentamente cuando llegue a casa -dijo, guardándosela en elmismo bolsillo que el cheque-. Contando con el paso del tiempo, estoy seguro de quepodré reconocerle mañana en la estación.

20

-Eso espero -dijo Virginia Stillman-. Es sumamente importante, y cuento conusted.

-No se preocupe -dijo Quinn-. Hasta ahora nunca le he fallado a nadie.Ella le acompañó a la puerta. Durante varios segundos permanecieron allí en

silencio, no sabiendo si había algo más que añadir o había llegado el momento dedespedirse. En ese mínimo intervalo, repentinamente Virginia Stillman le echó losbrazos al cuello, buscó sus labios y le besó apasionadamente, metiéndole la lengua hastael fondo en la boca. Le pilló tan desprevenido que Quinn casi no lo disfrutó.

Cuando al fin pudo respirar de nuevo, la señora Stillman le mantuvo cogido conlos brazos extendidos.

-Eso ha sido para demostrarle que Peter no decía la verdad. Es muy importanteque me crea.

-La creo -dijo Quinn-. Y aunque no la creyese, no importaría mucho.-Sólo quería que supiera de lo que soy capaz.-Creo que tengo una idea.Ella le cogió la mano derecha entre las suyas y se la besó.-Gracias, señor Auster. Realmente creo que usted es la respuesta.Él le prometió que la llamaría la noche siguiente y luego se encontró cruzando la

puerta, bajando en el ascensor y saliendo del edificio. Era más de medianoche cuandosalió a la calle.

4

Quinn había oído hablar anteriormente de casos como el de Peter Stillman. Enlos tiempos de su otra vida, poco después de que naciera su propio hijo, había hecho lareseña de un libro sobre el niño salvaje de Aveyron y por entonces había investigadoalgo el tema. Por lo que podía recordar, el primer relato de un experimento semejanteaparecía en los escritos de Herodoto: el faraón egipcio Psamtik aisló a dos niños en elsiglo VII antes de Cristo y ordenó al criado que estaba a cargo de ellos que nuncapronunciara una palabra en su presencia. Según Herodoto, un cronista notoriamentepoco fiable, los niños aprendieron a hablar; la primera palabra que dijeron fue la palabracon que los frigios designaban al pan. En la Edad Media el santo emperador romanoFederico II repitió el experimento, confiando en descubrir, mediante la utilización demétodos similares, el verdadero “lenguaje natural” del hombre. Pero los niños murieronantes de haber dicho una palabra. Finalmente, en lo que sin duda era un fraude, aprincipios del siglo XVI el rey de Escocia, Jacobo IV, afirmó que unos niños escocesesaislados de la misma manera acabaron hablando “muy buen hebreo”.

No obstante, los chiflados y los ideólogos no fueron los únicos interesados en eltema. Incluso un hombre tan cuerdo y escéptico como Montaigne consideró la cuestióncuidadosamente y en su ensayo más importante, la Apología de Raymond Sebond,escribió: “Creo que un niño que hubiese sido criado en completa soledad, lejos de todaasociación (lo cual sería un duro experimento), tendría alguna clase de lenguaje paraexpresar sus ideas. Y no es creíble que la Naturaleza nos haya negado este recurso queha concedido a muchos otros animales... Pero todavía está por saberse qué lenguajehablaría este niño; y lo que se ha conjeturado acerca del asunto no tiene muchaapariencia de verdad.”

Además de tales experimentos, estaban también los casos de aislamientosaccidentales -niños perdidos en el bosque, marineros abandonados en islas desiertas,niños criados por lobos-, así como los casos de padres crueles y sádicos que encerraban

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a sus hijos, los encadenaban a la cama, los golpeaban dentro de un armario, lostorturaban sin otra razón que las convulsiones de su propia locura, y Quinn había leídotoda la extensa literatura dedicada a estas historias. Estaba la del marinero escocésAlexander Selkirk (considerado por algunos el modelo de Robinson Crusoe) que habíavivido durante cuatro años en una isla frente a la costa de Chile y que, según el capitándel barco que le rescató en 1708, “había olvidado su idioma por falta de uso, hasta talpunto que apenas podíamos entenderle”. Menos de veinte años antes, Peter de Hanover,un niño salvaje de unos catorce años, que había sido descubierto mudo y desnudo en unbosque cerca de la ciudad alemana de Hamelin, fue llevado a la corte inglesa bajo laespecial protección de Jorge I. Tanto Swift como Defoe tuvieron la oportunidad de verley la experiencia inspiró el panfleto de Defoe Mera naturaleza bosquejada, publicado en1726. Peter nunca aprendió a hablar, sin embargo, y varios meses después fue enviadoal campo, donde vivió hasta los setenta años, sin mostrar ningún interés por el sexo, eldinero u otros asuntos mundanos. También estaba el caso de Victor, el niño salvaje deAveyron, que fue encontrado en 1800. Bajo los pacientes y meticulosos cuidados deldoctor Itard, Victor aprendió los rudimentos del habla, pero nunca progresó más allá delnivel de un niño pequeño. Aún más conocido que Victor fue Kaspar Hauser, queapareció una tarde de 1828 en Nuremberg, vestido con un estrafalario traje y casiincapaz de emitir un sonido inteligible. Podía escribir su nombre, pero en todos losdemás aspectos se comportaba como un niño pequeño. Adoptado por la ciudad yconfiado a los cuidados de un maestro local, se pasaba los días sentado en el suelojugando con caballos de juguete y solamente comía pan y agua. No obstante, Kasparevolucionó. Se convirtió en un excelente jinete, se volvió obsesivamente limpio, teníapasión por los colores rojo y blanco y, según el decir general, demostraba unaextraordinaria memoria, especialmente para los nombres y las caras. Sin embargo,prefería permanecer en lugares interiores, rehuía la luz intensa y, como Peter deHanover, nunca mostró el menor interés por el sexo o el dinero. Cuando recobrógradualmente la memoria, pudo recordar que había pasado muchos años en el suelo deuna habitación oscura, alimentado por un hombre que no le hablaba nunca ni se dejabaver. Poco después de estas revelaciones, Kaspar fue asesinado con una daga por unhombre desconocido en un parque público.

Hacía años que Quinn no se permitía pensar en estas historias. El tema de losniños le resultaba demasiado doloroso, especialmente niños que hubieran sufrido, quehubieran sido maltratados, que hubieran muerto antes de poder crecer. Si Stillman era elhombre de la daga que había vuelto para vengarse del muchacho cuya vida habíadestrozado, Quinn quería estar allí para impedírselo. Sabía que no podía devolverle lavida a su hijo, pero al menos podía evitar que otro muriese. De pronto se le ofrecía laposibilidad de hacer eso, y en aquel momento, mientras se hallaba de pie en la calle, laidea de lo que le esperaba se alzó ante él como un sueño terrible. Pensó en el pequeñoataúd que contenía el cuerpo de su hijo y en que había visto cómo lo bajaban a la tumbael día del entierro. Eso sí que era aislamiento, se dijo. Eso sí que era silencio. No leayudaba, quizá, que su hijo también se llamara Peter.

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En la esquina de la calle Setenta y dos con Madison Avenue paró un taxi.Mientras el coche traqueteaba por el parque hacia el West Side, Quinn miró por laventanilla y se preguntó si aquéllos eran los mismos árboles que Peter Stillman veíacuando salía al aire y la luz. Se preguntó si Peter veía las mismas cosas que él o si el

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mundo era un lugar diferente para él. Y si un árbol no era un árbol, se preguntó, qué eraen realidad.

Después de que el taxi le dejara delante de su casa, Quinn se dio cuenta de quetenía hambre. No había comido desde que desayunó por la mañana temprano. Eraextraño, pensó, lo rápidamente que había pasado el tiempo en casa de los Stillman. Sisus cálculos eran correctos, había estado allí más de catorce horas. Interiormente, sinembargo, parecía que su estancia había durado tres o cuatro horas como máximo. Seencogió de hombros ante la incongruencia y se dijo: “Tengo que aprender a mirar elreloj más a menudo.”

Volvió atrás por la Ciento siete, torció a la izquierda al llegar a Broadway yechó a andar hacia el centro, buscando un sitio adecuado para comer. Aquella noche nole apetecía un bar -comer en la oscuridad, el agobio de la charla alcohólica-, aunquenormalmente se habría alegrado de encontrar uno. Al cruzar la calle Ciento doce vioque la Heights Luncheonette estaba aún abierta y decidió entrar. Era un local muyiluminado pero triste, con un gran expositor de revistas de chicas en una pared, unazona de artículos de papelería, otra zona de periódicos, varias mesas para los clientes yun largo mostrador de formica con taburetes giratorios. Un puertorriqueño alto con ungorro de cartón blanco de cocinero estaba detrás del mostrador. Su trabajo era hacer lacomida, que consistía principalmente en hamburguesas tachonadas de cartílago,sandwiches con tomate blando y lechuga mustia, batidos, pasteles de crema y bollos. Asu derecha, acomodado detrás de la caja registradora, estaba el jefe, un hombrecitomedio calvo con el pelo rizado y un número de campo de concentración tatuado en elantebrazo, mangoneando su dominio de cigarrillos, pipas y puros. Permanecía allíimpasible, leyendo la edición nocturna del Daily News de la mañana siguiente.

El lugar estaba casi desierto a aquella hora. En la mesa del fondo estaban dosviejos vestidos con ropa raída, uno muy gordo y el otro muy delgado, estudiandoatentamente los formularios de las carreras. Sobre la mesa, entre ambos, había dos tazasde café vacías. En la parte de delante, frente al expositor de revistas, estaba un jovenestudiante con una revista abierta entre las manos, mirando fijamente la fotografía deuna mujer desnuda. Quinn se sentó ante el mostrador y pidió una hamburguesa y uncafé. Mientras se ponía en marcha, el cocinero le habló por encima del hombro.

-¿Ha visto usted el partido esta noche?-Me lo he perdido. ¿Ha ocurrido algo bueno?-¿Usted qué cree?Quinn llevaba varios años manteniendo la misma conversación con aquel

hombre, cuyo nombre no conocía. Una vez, estando él en la cafetería, habían hablado debéisbol y ahora cada vez que Quinn entraba continuaban la conversación. En inviernotrataba de traspasos, predicciones y recuerdos. Durante la temporada, siempre hablabandel último partido. Ambos eran seguidores de los Mets y la desesperanza de esa pasiónhabía creado un vínculo entre ellos. El cocinero meneó la cabeza.

-En las dos primeras entradas Kingman es el único que consigue golpear -dijo-.Bum, bum. Dos buenos pelotazos, que van camino de la luna. Jones está lanzando bienpor una vez y las cosas no van demasiado mal. Están dos a uno al final de la novena.Pittsburgh pone dos hombres en la segunda y la tercera, uno eliminado, así que los Metsvan al banquillo a buscar a Allen. Él pasa a la primera base al siguiente bateador parallenarlas. Los Mets acercan a sus jugadores de perímetro para reforzar las bases, o quizápuedan conseguir el doble juego si mandan el tiro por el medio. Peña viene y golpeacorto contra el suelo hacia la primera y la jodida bola pasa por entre las piernas deKingman. Dos hombres marcan, y se acabó, adiós a Nueva York.

-Dave Kingman es un mierda -dijo Quinn, mordiendo su hamburguesa.

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-Pero no hay que perder de vista a Foster -dijo el cocinero.-Foster está acabado. Un individuo con cara de amargado.-Quinn masticó su comida con cuidado, buscando con la lengua trocitos de

hueso-. Deberían devolverlo a Cincinnati por correo urgente.-Sí -dijo el cocinero-. Pero serán duros de pelar. Mejor que el año pasado, por lo

menos.-No sé -dijo Quinn, tomando otro bocado-. Sobre el papel parecen buenos, pero

¿qué tienen realmente? Stearns está siempre lesionado. Tienen a jugadores de la ligamenor en la segunda base y en campo corto y Brooks no puede concentrarse en el juego.Mookie es bueno, pero está verde y ni siquiera pueden decidir a quién poner de exteriorderecha. Aún tienen a Rusty, claro, pero ya está demasiado gordo para correr. En cuantoa lanzadores, olvídelo. Usted y yo podríamos ir a ver a Shea mañana y nos contrataríacomo las dos máximas figuras.

-Puede que yo le contratara a usted como entrenador -dijo el cocinero-. Ustedpodría darles la patada a esos gilipollas.

-Puede apostar su último dólar a que sí -dijo Quinn.Cuando terminó de comer, Quinn se acercó a los estantes de papelería. Acababa

de llegar una remesa de cuadernos nuevos y la pila era impresionante, un hermosodespliegue de azules, verdes, rojos y amarillos. Cogió uno y vio que las páginas teníanel rayado estrecho que él prefería. Quinn escribía siempre con pluma, sólo utilizaba lamáquina de escribir para la versión definitiva, y siempre estaba buscando buenoscuadernos de espiral. Ahora que se había embarcado en el caso Stillman, le parecía quese imponía un nuevo cuaderno. Sería útil tener un sitio distinto donde anotar suspensamientos, observaciones y preguntas. De esa manera, quizá las cosas no se le iríande las manos.

Examinó la pila tratando de decidir cuál coger. Por razones que nuncaestuvieron claras para él, de repente sintió un irresistible deseo por un determinadocuaderno rojo que estaba al fondo de la pila. Lo sacó y lo examinó, pasando cuida-dosamente las hojas con el pulgar. Era incapaz de explicarse por qué lo encontraba tanatractivo. Era un cuaderno normal de veinte por veintiocho con cien hojas. Pero algo enél parecía llamarle, como si su único destino en el mundo fuera contener las palabrasque salieran de su pluma. Casi azorado por la intensidad de sus sentimientos, Quinn semetió el cuaderno rojo bajo el brazo, se acercó a la caja y lo compró.

De vuelta en su apartamento un cuarto de hora más tarde, Quinn sacó lafotografía de Stillman y el cheque del bolsillo de su chaqueta y los pusocuidadosamente sobre la mesa. Retiró los desechos de la superficie -cerillas quemadas,colillas, remolinos de ceniza, cartuchos de tinta gastados, unas cuantas monedas,billetes rotos, garabatos, un pañuelo sucio- y puso el cuaderno rojo en el centro. Luegocorrió las cortinas, se quitó toda la ropa y se sentó a la mesa. Nunca había hechoaquello, pero por alguna razón le parecía apropiado estar desnudo en aquel momento.Se quedó allí sentado durante veinte o treinta segundos, tratando de no moverse,tratando de no hacer nada más que respirar. Luego abrió el cuaderno rojo. Cogió lapluma y escribió sus iniciales, DQ (Daniel Quinn), en la primera página. Era la primeravez desde hacía más de cinco años que escribía su propio nombre en uno de suscuadernos. Se detuvo a considerar esto durante un momento pero luego lo desechó porirrelevante. Volvió la página. Durante unos momentos estudió su blancura, pregun-tándose si no era un idiota. Luego posó la pluma en la primera línea e hizo la primeraanotación en el cuaderno rojo.

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La cara de Stillman. O la cara de Stillman hace veinte años. Imposiblesaber si la cara de mañana recordará a ésta. Es seguro, sin embargo, que ésta noes la cara de un loco. ¿No es ésta una afirmación legítima? A mis ojos, por lomenos, parece bondadosa, cuando no francamente agradable. Hay incluso unainsinuación de ternura en torno a la boca. Más que probable que los ojos seanazules, con tendencia a lagrimear. El pelo escaso ya entonces, por lo tanto quizádesaparecido ya, y lo que quede será gris o incluso blanco. Resulta extrañamentefamiliar: el tipo meditativo, sin duda muy nervioso, alguien que quizátartamudee, que luche consigo mismo para contener el torrente de palabras quesalen de su boca.

El pequeño Peter. ¿Es necesario que lo imagine o puedo aceptarlo por unacto de fe? La oscuridad. Pensar en mi mismo en esa habitación, chillando. Meresisto. Creo que ni siquiera deseo entenderlo. ¿Con qué fin? Esto no es unahistoria, al fin y al cabo. Es un hecho, algo que ha ocurrido en este mundo, y sesupone que yo tengo que hacer un trabajo, una cosita de nada, y he dicho que sí.Si todo va bien, debería ser bastante sencillo. No me han contratado paracomprender, simplemente para actuar. Esto es algo nuevo. Debo tenerlo encuenta a toda costa.

Y, sin embargo, ¿qué es lo que dice Dupin en Poe? “Una identificacióndel intelecto del razonador con el de su oponente.” Pero aquí se aplicaría aStillman padre. Lo cual probablemente es aún peor.

En cuanto a Virginia, estoy en un mar de dudas. No sólo por el beso, quepodría explicarse por diversas razones; no por lo que Peter dijo de ella, que notiene importancia. ¿Su matrimonio? Quizá. La completa incongruencia delmismo. ¿Podría ser que estuviera metida en esto por dinero? ¿Que de algunamanera estuviera trabajando en colaboración con Stillman? Eso lo cambiaríatodo. Pero, al mismo tiempo, no tiene sentido. ¿Por qué me habría contratado?¿Para tener un testigo de sus aparentemente buenas intenciones? Quizá. Pero esoparece demasiado complicado. Y, sin embargo, ¿por qué siento que ella no es defiar?

Otra vez la cara de Stillman. He pensado durante estos últimos minutosque la he visto antes. Quizá hace años en el barrio, antes de que le detuvieran.

Recordar la sensación que produce llevar la ropa de otra persona.Empezar por ahí, creo. Suponiendo que tenga que hacerlo. En los viejostiempos, hace dieciocho o veinte años, cuando yo no tenía dinero y los amigosme daban cosas. Por ejemplo, el viejo abrigo de J en la universidad. Y la extrañasensación que tenía de meterme en su piel. Ese es probablemente un buencomienzo.

Y luego, lo más importante de todo: recordar quién soy. Recordar quiénse supone que soy. No creo que esto sea un juego. Por otra parte, nada está claro.Por ejemplo: ¿Quién eres tú? Y si crees que lo sabes, ¿por qué insistes en mentiral respecto? No tengo ninguna respuesta. Lo único que puedo decir es esto:Escúchame. Mi nombre es Paul Auster. Ese no es mi verdadero nombre.

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Quinn pasó la mañana siguiente en la biblioteca de Columbia con el libro deStillman. Llegó temprano, fue el primero en entrar cuando las puertas se abrieron, y elsilencio de los vestíbulos de mármol le reconfortó, como si le hubieran permitido entraren una cripta de olvido. Después de enseñarle fugazmente su tarjeta de antiguo alumnoal soñoliento empleado que estaba detrás de la mesa, sacó el libro de las estanterías,regresó al tercer piso y se instaló en un sillón de cuero verde en una de las salas parafumadores. La luminosa mañana de mayo acechaba fuera como una tentación, unallamada a deambular sin rumbo al aire libre, pero Quinn la venció. Le dio la vuelta alsillón, se sentó de espaldas a la ventana y abrió el libro.

El jardín y la torre: primeras visiones del Nuevo Mundo. Estaba dividido en dospartes aproximadamente de la misma extensión: “El mito del paraíso” y “El mito deBabel”. La primera se concentraba en los descubrimientos de los exploradores,comenzando por Colón y siguiendo hasta Raleigh. El argumento de Stillman era que losprimeros hombres que visitaron América creyeron que habían encontradoaccidentalmente el paraíso, un segundo Jardín del Edén. En el relato de su tercer viaje,por ejemplo, Colón escribe: “Porque creo que se encuentra aquí el Paraíso terrenal, alcual nadie puede entrar excepto con el permiso de Dios.” En cuanto a las gentes deaquella tierra, Peter Martyr escribiría ya en 1505: “Parecen vivir en ese mundo doradodel cual hablaban tanto los escritores antiguos, en el que los hombres vivían consencillez e inocencia, sin imposición de leyes, sin disputas, jueces ni calumnias,contentos tan sólo con satisfacer a la naturaleza.” O como escribía el siempre presenteMontaigne más de medio siglo después: “En mi opinión, lo que realmente vemos enestos pueblos no sólo sobrepasa todas las imágenes que los poetas dibujaron de la Edadde Oro, y todas las invenciones que representaban el entonces feliz estado de lahumanidad, sino también el concepto y el deseo de la filosofía misma.” Desde elprincipio, según Stillman, el descubrimiento del Nuevo Mundo fue el impulso queinsufló vida al pensamiento utópico, la chispa que dio esperanzas a la perfectibilidad dela vida humana, desde el libro de Tomás Moro de 1516 hasta la profecía de Gerónimode Mendieta, unos años más tarde, de que América se convertiría en un estadoteocrático ideal, una verdadera Ciudad de Dios.

Existía, sin embargo, el punto de vista contrario. Si algunos consideraban quelos indios vivían en una inocencia anterior al pecado original, había otros que losjuzgaban bestias salvajes, diablos con forma de hombres. El descubrimiento de caní-bales en el Caribe no contribuyó a atenuar esta opinión. Los españoles la utilizaroncomo justificación para explotar a los nativos despiadadamente para sus propios finesmercantiles. Porque si uno no considera humano al hombre que tiene delante, secomporta con él con menos escrúpulos. Hasta 1537, con la bula papal de Pablo III, losindios no fueron declarados verdaderos hombres dueños de un alma. El debate, noobstante, continuó durante varios cientos de años, culminando por una parte en el “buensalvaje” de Locke y Rousseau -que puso los cimientos teóricos de la democracia en unaAmérica independiente- y, por la otra, en la campaña de exterminio de los indios, en laimperecedera creencia de que el único indio bueno era el indio muerto.

La segunda parte del libro empieza con un nuevo examen de la caída.Apoyándose fuertemente en Milton y su relato de El paraíso perdido -comorepresentante de la postura puritana ortodoxa-, Stillman afirmaba que sólo después de lacaída comenzó la vida humana tal y como la conocemos. Porque si en el Jardín noexistía el mal, tampoco existía el bien. Como lo expresa el propio Milton en la

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Areopagitica, “fue de la piel de una manzana saboreada de donde saltaron al mundo elbien y el mal, como dos gemelos inseparables”. La glosa de Stillman de esta frase eraextremadamente significativa. Alerta siempre a la posibilidad de juegos de palabras,demostraba que la palabra “saborear” era en realidad una referencia a la palabra latina“sapere”, que significaba a la vez “saborear” y “saber” y por lo tanto contenía unareferencia subliminal al árbol de la ciencia: el origen de la manzana cuyo sabor trajo almundo el conocimiento, es decir, el bien y el mal. Stillman se extendía también en laparadoja de la palabra “gemelos”, que sugiere a la vez “unión” y “desunión”,encarnando así dos significados iguales y opuestos, los cuales a su vez encarnan unavisión del lenguaje que Stillman consideraba presente en toda la obra de Milton. En Elparaíso perdido, por ejemplo, cada palabra clave tiene dos significados: uno antes de lacaída y otro después de la caída. Para ilustrar su tesis, Stillman aisló varias de estas pa-labras -siniestro, serpentino, delicioso- y mostró que su uso anterior a la caída estabalibre de connotaciones morales, mientras que su uso posterior a la caída era oscuro,ambiguo, informado por el conocimiento del mal. La única tarea de Adán en el Edénhabía sido inventar el lenguaje, ponerle nombre a cada criatura y cada cosa. En aquelestado de inocencia, su lengua había ido derecha al corazón del mundo. Sus palabras nohabían sido simplemente añadidas a las cosas que veía, sino que revelaban su esencia,literalmente les daban vida. Una cosa y su nombre eran intercambiables. Después de lacaída, esto ya no era cierto. Los nombres se separaron de las cosas; las palabrasdegeneraron en una colección de signos arbitrarios; el lenguaje quedó apartado de Dios.La historia del Edén, por lo tanto, no sólo narra la caída del hombre, sino la caída dellenguaje.

Más adelante en el libro del Génesis hay otra historia sobre el lenguaje. SegúnStillman, el episodio de la torre de Babel era una recapitulación exacta de lo sucedidoen el Edén, sólo que ampliada y generalizada en su significado para toda la humanidad.La historia adquiere especial sentido cuando se considera su posición dentro del libro:capítulo XI del Génesis, versículos 1 al 9. Éste es el último incidente de la prehistoriaen la Biblia. Después de eso, el Antiguo Testamento es exclusivamente una crónica delos hebreos. En otras palabras, la torre de Babel representa la última imagen antes delverdadero comienzo del mundo.

Los comentarios de Stillman continuaban a lo largo de un montón de páginas.Empezaba con un estudio histórico de las diversas tradiciones exegéticas relativas a lahistoria, seguía con las numerosas lecturas erróneas que se habían hecho de ella, yterminaba con un largo catálogo de leyendas de la Aggada (un compendio deinterpretaciones rabínicas no relacionadas con cuestiones legales). Estaba generalmenteaceptado, escribía Stillman, que la torre había sido construida en el año 1996 después dela creación, apenas trescientos cuarenta años después del Diluvio, “para que noquedásemos desperdigados por toda la faz de la tierra”. El castigo de Dios vino comorespuesta a este deseo, que contradecía un mandato aparecido anteriormente en elGénesis: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y dominadla.” Al destruir la torre, porlo tanto, Dios condenaba al hombre a obedecer este precepto. Otra lectura, no obstante,veía la torre como un desafío a Dios. Nemrod, el primer gobernante de todo el mundo,fue designado como arquitecto de la torre: Babel iba a ser un templo que simbolizase launiversalidad de su poder. Esta era la visión prometeica de la historia y se apoyaba enlas frases “cuya parte superior pueda llegar al cielo” y “hagamos un nombre”. Laconstrucción de la torre se convirtió en la obsesiva y arrolladora pasión de la hu-manidad, más importante finalmente que la vida misma. Los ladrillos se volvieron másvaliosos que las personas. Las mujeres que trabajaban en ella ni siquiera se paraban paradar a luz a sus hijos; sujetaban al recién nacido en el delantal y continuaban trabajando.

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Al parecer, había tres grupos diferentes ocupados en la construcción: los que deseabanmorar en el cielo, los que deseaban hacerle la guerra a Dios y los que deseaban adorar alos ídolos. Al mismo tiempo, estaban unidos en sus esfuerzos -“Y toda la tierra teníauna sola lengua y una sola habla”- y el poder latente de una humanidad unida enojó aDios. “Y el Señor dijo: Mirad, el pueblo es todo uno y tienen todos una sola lengua; yesto empiezan a hacer: y ahora nada podrá impedirles que hagan lo que imaginan.” Estediscurso es un eco consciente de las palabras que Dios pronunció al expulsar a Adán yEva del Paraíso: “Mirad, el hombre se ha convertido en uno de nosotros, conoce el bieny el mal; y ahora, para que no alargue la mano y tome también del árbol de la vida ycoma y viva para siempre... Por lo tanto el Señor Dios les mandó fuera del Jardín delEdén...” Otra lectura sostiene que la historia pretendía ser únicamente una forma deexplicar la diversidad de los pueblos y las lenguas. Porque si todos los hombresdescendían de Noé y sus hijos, ¿cómo era posible dar razón de las enormes diferenciasentre culturas? Otra lectura similar argumentaba que la historia era una explicación dela existencia del paganismo y la idolatría, ya que hasta esta historia se presenta a todoslos hombres como monoteístas en sus creencias. En cuanto a la torre misma, la leyendaafirma que un tercio de la estructura se hundió en la tierra, un tercio fue destruido por elfuego y otro tercio quedó en pie. Dios la atacó de dos maneras distintas para convenceral hombre de que la destrucción era un castigo divino y no el resultado del azar. Sinembargo, la parte que quedó en pie era tan alta que una palmera vista desde arriba noparecía mayor que un saltamontes. También se decía que una persona podía andardurante tres días a la sombra de la torre sin abandonarla nunca. Por último -y Stillmanse extendía mucho sobre esto- se creía que quien miraba las ruinas de la torre olvidabatodo lo que sabía.

Quinn no era capaz de ver qué tenía que ver todo aquello con el Nuevo Mundo.Pero entonces empezaba un capítulo nuevo y de repente Stillman se ponía a comentar lavida de Henry Dark, un clérigo de Boston que había nacido en Londres en 1649 (el díade la ejecución de Carlos I), fue a América en 1675 y murió en un incendio enCambridge, Massachusetts, en 1691.

Según Stillman, cuando era joven, Henry Dark había sido secretario particularde John Milton, desde 1669 hasta la muerte del poeta cinco años más tarde. Esto era unanovedad para Quinn, porque le parecía recordar haber leído en alguna parte que cuandoMilton se quedó ciego le dictaba su obra a una de sus hijas. Se enteró de que Dark eraun fervoroso puritano, estudiante de teología y devoto seguidor de la obra de Milton.Conoció a su héroe una tarde en una pequeña reunión y éste le invitó a hacerle unavisita la semana siguiente. Eso llevó a nuevas visitas, hasta que finalmente Miltonempezó a encomendarle a Dark diversas tareas: tomar dictados, guiarle por las calles deLondres, leerle las obras de los antiguos. En una carta que Dark le escribió en 1672 a suhermana a Boston mencionaba largas conversaciones con Milton sobre los puntos másdelicados de la exégesis bíblica. Luego Milton murió y Dark quedó desconsolado. Seismeses más tarde, pensando que Inglaterra era un desierto, una tierra que no le ofrecíanada, decidió emigrar a América. Llegó a Boston en el verano de 1675.

Poco se sabía de sus primeros años en el Nuevo Mundo. Stillman especulabaque tal vez había viajado hacia el Oeste, adentrándose en territorios inexplorados, perono pudo encontrar pruebas concretas que respaldaran su hipótesis. Por otra parte, ciertasreferencias a los escritos de Dark indican un conocimiento profundo de las costumbresde los indios, lo cual lleva a Stillman a teorizar que quizá Dark vivió con una de lastribus durante algún tiempo. Sea como fuere, no hay ninguna mención pública de Darkhasta 1682, cuando su nombre se inscribe en el registro de matrimonios de Boston porhaber tomado como esposa a una tal Lucy Fitts. Dos años más tarde aparece

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encabezando la lista de una pequeña congregación puritana en las afueras de la ciudad.La pareja tuvo varios hijos, pero todos ellos murieron en la primera infancia. Noobstante, un hijo de nombre John, nacido en 1686, sobrevivió. Pero se sabe que el niñopereció en 1691 al caer accidentalmente desde una ventana del segundo piso. Justo unmes más tarde toda la casa ardió y tanto Dark como su esposa murieron en el incendio.

Henry Dark habría pasado a la oscuridad de los primeros tiempos de la vidaamericana de no ser por una cosa: la publicación en 1690 de un panfleto titulado Lanueva Babel. Según Stillman, esta obrita de sesenta y cuatro páginas era el relato másvisionario del nuevo continente escrito hasta entonces. Si Dark no hubiera muerto tanpoco tiempo después de su aparición, su efecto sin duda habría sido mayor. Porque, alparecer, la mayor parte de los ejemplares del panfleto fueron destruidos en el incendioque mató a Dark. Stillman había podido descubrir sólo uno, y ello por casualidad, en eldesván de la casa de su familia en Cambridge. Tras años de diligente búsqueda, habíallegado a la conclusión de que aquél era el único ejemplar que existía aún.

La nueva Babel, escrito en vigorosa prosa miltoniana, proponía la construccióndel paraíso en América. Al contrario que otros autores sobre el tema, Dark no suponíaque el paraíso fuera un lugar que pudiera descubrirse. No había mapas que pudieranllevar al hombre hasta allí, ni instrumentos de navegación que pudieran guiar al hombrehasta sus costas. Más bien, su existencia estaba inmanente dentro del hombre mismo: laidea de un más allá que él pudiera crear algún día en el aquí y ahora. Porque la utopíano estaba en ninguna parte, ni siquiera, como explicaba Dark, en su “verbo”. Y elhombre lograría crear ese lugar soñado únicamente construyéndolo con sus propiasmanos.

Dark basaba sus conclusiones en la lectura de la historia de Babel como unaobra profética. Inspirándose fuertemente en la interpretación de Milton de la caída,seguía a su maestro en el hecho de atribuir una desmedida importancia al papel dellenguaje. Pero llevaba las ideas del poeta un paso más lejos. Si la caída del hombreentrañaba también la caída del lenguaje, ¿no era lógico suponer que sería posibledeshacer la caída, invertir sus efectos, deshaciendo la caída del lenguaje, esforzándosepor recrear el lenguaje que se hablaba en el Edén? Si el hombre podía aprender eselenguaje original de la inocencia, ¿no se seguía de ello que recobraría un estado deinocencia dentro de sí? Bastaba con mirar el ejemplo de Cristo, argumentaba Dark, paracomprender que eso era así. Porque ¿acaso no era Cristo un hombre, una criatura decarne y hueso? ¿Y no hablaba Cristo ese lenguaje anterior al pecado original? En Elparaíso recobrado de Milton, Satanás habla con “engaño de doble sentido”, mientrasque, en el caso de Cristo, sus “acciones con sus palabras concuerdan, sus palabras / a sugran corazón dan la expresión debida, su corazón / contiene de bondad, sabiduría,justicia, la forma perfecta”. ¿Y no había Dios “enviado ahora a su Oráculo viviente / almundo para enseñar su última voluntad, / y envía su Espíritu de la Verdad a morar en loporvenir / en los corazones píos, un Oráculo interior / indispensable para que yoconozca toda Verdad”? Y, gracias a Cristo, ¿no tuvo la caída un feliz resultado, no fueuna felix culpa, como afirma la doctrina? Por lo tanto, argüía Dark, ciertamente seríaposible que el hombre hablase el lenguaje original de la inocencia y recobrase, completae intacta, la verdad dentro de sí.

Volviendo a la historia de Babel, Dark elaboraba luego su plan y anunciaba suvisión de las cosas por venir. Citando el segundo versículo del Génesis 11 -”Y sucedióque mientras viajaban desde el este encontraron una llanura en la tierra de Sennaar ymoraron allí”-, Dark afirmaba que este pasaje demostraba el movimiento hacia el Oestede la vida y la civilización humanas. Porque la ciudad de Babel -o Babilonia- estabasituada en Mesopotamia, muy al este de la tierra de los hebreos. Si Babel se encontraba

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al Oeste de algo, era del Edén, el solar originario de la humanidad. El deber del hombrede esparcirse por toda la tierra -obedeciendo el mandato de Dios de “creced... y llenad latierra”- inevitablemente seguiría un curso occidental. ¿Y qué tierra más occidental entoda la cristiandad, se preguntaba Dark, que América? El movimiento de los colonosingleses hacia el Nuevo Mundo, por lo tanto, podría interpretarse como el cumplimientodel antiguo mandamiento. América era el último paso en ese proceso. Una vez que elcontinente se hubiera llenado, habría llegado el momento para un cambio en la fortunade la humanidad. El impedimento de la construcción de Babel -que el hombre debíallenar la tierra- habría quedado eliminado. En ese momento sería posible de nuevo quetoda la tierra tuviera una sola lengua y una sola habla. Y si eso sucedía, el paraíso noestaría lejos.

Al igual que Babel había sido construida trescientos cuarenta años después delDiluvio, el mandamiento se cumpliría, predecía Dark, exactamente trescientos cuarentaaños después de la llegada del Mayflower a Plymouth. Porque ciertamente serían lospuritanos, el recién elegido pueblo de Dios, quienes tendrían en sus manos el destino dela humanidad. Al contrario que los hebreos, que le habían fallado a Dios al negarse aaceptar a su hijo, aquellos ingleses trasplantados escribirían el último capítulo de lahistoria antes de que el cielo y la tierra se uniesen al fin. Como Noé en su arca, habíanviajado por el vasto océano para llevar a cabo su sagrada misión.

Trescientos cuarenta años, según los cálculos de Dark, significaba que en 1960la primera parte de la tarea de los colonos habría concluido. En ese momento, se habríanpuesto los cimientos para la verdadera obra que habría de seguir: la construcción de lanueva Babel. Él ya veía, escribía Dark, signos esperanzadores en la ciudad de Boston,porque allí, como en ninguna otra parte del mundo, el principal material de construcciónera el ladrillo, que, como se especifica en el versículo 3 del Génesis 11, era el materialde construcción de Babel. En el año 1960, afirmaba confiado, la nueva Babelcomenzaría a subir, su misma forma aspirando a alcanzar los cielos, un símbolo de laresurrección del espíritu humano. La historia se escribiría en sentido inverso. Lo quehabía caído se levantaría. Lo que se había roto volvería a estar entero. Una vez termi-nada, la torre sería lo bastante grande como para albergar a todos los habitantes delNuevo Mundo. Habría una habitación para cada persona y una vez que entraran en esahabitación olvidarían todo lo que sabían. Al cabo de cuarenta días y cuarenta nochessaldrían convertidos en hombres nuevos, hablando el lenguaje de Dios, dispuestos ahabitar el segundo y eterno paraíso.

Así acababa la sinopsis que hacía Stillman del panfleto de Henry Dark, fechadoel veinte de diciembre de 1690, el septuagésimo aniversario del desembarco delMayflower.

Quinn dio un pequeño suspiro y cerró el libro. La sala de lecturas estaba vacía.Se inclinó hacia adelante, puso la cabeza entre las manos y cerró los ojos.

-Mil novecientos sesenta -dijo en voz alta.Trató de evocar una imagen de Henry Dark, pero no lo consiguió. En su mente

sólo veía un incendio, una hoguera de libros ardiendo. Luego, perdiendo el hilo de suspensamientos, se acordó repentinamente de que 1960 era el año en que Stillman encerróa su hijo.

Abrió el cuaderno rojo y lo colocó sobre su regazo. Justo cuando estaba a puntode escribir en él, sin embargo, decidió que ya había tenido suficiente. Cerró el cuadernorojo, se levantó del sillón y devolvió el libro de Stillman en el mostrador de la entrada.Encendiendo un cigarrillo al pie de la escalera, abandonó la biblioteca y se perdió en latarde de mayo.

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7

Llegó a la estación Grand Central con mucha anticipación. La llegada del tren deStillman estaba prevista a las 6.41, pero Quinn quería tener tiempo para estudiar lageografía del lugar, para asegurarse de que Stillman no podría escapársele. Cuando saliódel metro y entró en el gran vestíbulo vio en el reloj de la estación que eran las cuatro.La estación ya había empezado a llenarse del gentío de la hora punta. Abriéndose paso através de los cuerpos que venían en dirección contraria, Quinn recorrió las puertasnumeradas, buscando escaleras ocultas, salidas no señalizadas, recovecos oscuros.Llegó a la conclusión de que un hombre decidido a desaparecer podría hacerlo sinmucha dificultad. Tendría que confiar en que Stillman no hubiera sido advertido de queél estaría allí. Si así fuera, y Stillman consiguiera eludirle, significaría que VirginiaStillman era la responsable. No había nadie más. Le consolaba saber que tenía un planalternativo por si las cosas salían mal. Si Stillman no se presentaba, Quinn iríadirectamente a la calle Sesenta y se enfrentaría a Virginia Stillman con lo que sabía.

Mientras deambulaba por la estación, se recordó quién se suponía que era. Habíaempezado a notar que el efecto de ser Paul Auster no era del todo desagradable. Aunqueseguía teniendo el mismo cuerpo, la misma mente, los mismos pensamientos, se sentíacomo si de alguna manera le hubieran sacado de sí mismo, como si ya no tuviera quesoportar el peso de su propia conciencia. Gracias a un sencillo truco de la inteligencia,un hábil cambio de nombre, se sentía incomparablemente más ligero y más libre. Almismo tiempo, sabía que todo era una ilusión. Pero había cierto consuelo en eso. No sehabía perdido realmente; sólo estaba fingiendo, y podía volver a ser Quinn cuandoquisiera. El hecho de que ahora hubiese un propósito en ser Paul Auster -un propósitoque cada vez era más importante para él- le servia como una especie de justificaciónmoral para la farsa y le absolvía de tener que defender su mentira. Porque creerseAuster se había convertido en su mente en sinónimo de hacer el bien en el mundo.

Vagó por la estación como si estuviera dentro del cuerpo de Paul Auster,esperando a que apareciese Stillman. Levantó la cabeza para mirar la cúpula del granvestíbulo y estudió el fresco de las constelaciones. Había bombillas representando lasestrellas y dibujos de las figuras celestes. Quinn nunca había podido comprender larelación entre las constelaciones y sus nombres. Cuando era niño había pasado muchashoras bajo el cielo nocturno tratando de hacer concordar los grupos de minúsculas lucescon las formas de osos, toros, arqueros y aguadores. Pero nunca lo conseguía y se sentíaestúpido, como si hubiera un punto ciego en el centro de su cerebro. Se preguntó si aljoven Auster se le habría dado mejor aquello.

Al otro lado, ocupando la mayor parte de la pared oriental de la estación, estabala fotografía de Kodak, con sus brillantes y fantásticos colores. La escena del mesmostraba una calle de un pueblo pesquero de Nueva Inglaterra, quizá Nantucket. Unahermosa luz primaveral brillaba sobre el empedrado, en las jardineras de las ventanashabía flores de muchos colores y a lo lejos, al final de la calle, estaba el mar, con susolas blancas y su agua muy azul. Quinn se acordó de haber visitado Nantucket con suesposa hacía muchos años, en el primer mes de embarazo, cuando el hijo no era másque una diminuta almendra en su vientre. Le resultó doloroso pensar en aquello y tratóde borrar las imágenes que se estaban formando en su cabeza. “Miralo a través de losojos de Auster”, se dijo, “y no pienses en nada más.” Volvió de nuevo su atención a lafotografía y se sintió aliviado al descubrir que sus pensamientos se desviaban al tema delas ballenas, las expediciones que habían partido de Nantucket en el siglo pasado,Melville y las primeras páginas de Moby Dick. Desde allí su mente pasó a los relatos

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que había leído sobre los últimos años de Melville, el viejo taciturno que trabajaba en laaduana de Nueva York, sin lectores, olvidado de todos. Luego, repentinamente, congran claridad y precisión, vio la ventana de Bartleby y la lisa pared de ladrillo ante él.

Alguien le dio un golpecito en el brazo y cuando Quinn se volvió paraenfrentarse al asalto vio a un hombre bajo y silencioso que le tendía un bolígrafo verdey rojo. Sujeta al bolígrafo había una banderita de papel blanco. Por un lado decía: “Estebuen artículo es cortesía de un SORDOMUDO. Pague la voluntad. Gracias por su ayuda.”Por el otro lado de la banderita había una tabla del alfabeto manual -ENSEÑE A HABLAR ASUS AMIGOS- que mostraba la posición de la mano para cada una de las veintiséis letras.Quinn se metió la mano en el bolsillo y le dio un dólar al hombre. El sordomudo asintióuna vez muy brevemente y luego siguió su camino, dejando a Quinn con el bolígrafo enla mano.

Eran ya más de las cinco. Quinn decidió que sería menos vulnerable en otro sitioy se dirigió a la sala de espera. Generalmente era un lugar tétrico, lleno de polvo y degente que no tenía adónde ir, pero ahora, en plena hora punta, había sido tomado porhombres y mujeres con maletines, libros y periódicos. Quinn tuvo dificultad paraencontrar un asiento. Después de buscar durante dos o tres minutos finalmente encontróun sitio en uno de los bancos y se metió entre un hombre vestido con un traje azul y unamujer joven y gordita. El hombre estaba leyendo la sección de deportes del Times yQuinn echó una ojeada para leer la crónica de la derrota de los Mets la noche anterior.Había llegado al tercer o cuarto párrafo cuando el hombre se volvió lentamente hacia él,le lanzó una mirada asesina y apartó el periódico bruscamente.

Después de eso ocurrió una cosa extraña. Quinn volvió su atención a la jovensentada a su derecha para ver si había algo de lectura en esa dirección. Dedujo quetendría unos veinte anos. Tenía varios granitos en la mejilla izquierda, oscurecidos poruna mancha rosada de maquillaje, y mascaba sonoramente una bola de chicle. Sinembargo, estaba leyendo un libro de bolsillo con una chillona portada y Quinn seinclinó ligeramente a su derecha para echarle una ojeada al título. Contra todas susexpectativas era un libro escrito por él: Abrazo suicida, de William Wilson, la primeranovela de Max Work. Quinn había imaginado a menudo esta situación: el repentino einesperado placer de encontrar a uno de sus lectores. Incluso había imaginado laconversación que seguiría: él, afablemente tímido primero mientras el desconocidoalababa el libro, luego, con gran renuencia y modestia, aceptaría firmar un autógrafo enla página del título, “puesto que insiste”. Pero ahora que la escena estaba teniendo lugarse sentía muy decepcionado, incluso enfadado. No le gustaba la chica que estaba sen-tada a su lado y le ofendía que ella leyera superficialmente las páginas que tantoesfuerzo le habían costado. Su impulso fue arrancarle el libro de las manos y salircorriendo de la estación.

La miró a la cara de nuevo, tratando de oír las palabras que resonaban en sucabeza, observando cómo sus ojos iban y venían rápidamente por la página.Probablemente la miró con demasiada atención porque un momento después ella sevolvió a él con expresión irritada y le dijo:

-¿Tiene usted algún problema, señor? Quinn sonrió débilmente.-No -dijo-. Sólo me preguntaba si le gustaba el libro.La chica se encogió de hombros.-Los he leído mejores y los he leído peores.Quinn deseó cortar la conversación en ese mismo momento pero algo en él

persistió. Antes de que hubiera podido levantarse y marcharse, las palabras habíansalido de su boca.

-¿Lo encuentra emocionante?

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La chica volvió a encogerse de hombros y masticó su chicle ruidosamente.-Más bien. Hay una parte en la que el detective se pierde que da bastante miedo.-¿Es listo el detective?-Sí, es listo. Pero habla demasiado.-¿Le gustaría que hubiera más acción?-Creo que sí.-Y si no le gusta, ¿por qué sigue usted leyéndolo?-No sé. -La chica se encogió de hombros una vez más-. Para pasar el rato,

supongo. Además, no tiene importancia. Es sólo un libro.Estaba a punto de decirle quién era, pero luego se dio cuenta de que no serviría

de nada. No había esperanzas para aquella chica. Durante cinco años había guardado elsecreto de la identidad de William Wilson y no iba a revelarlo ahora, y menos a unadesconocida imbécil. De todas formas, era doloroso, y luchó desesperadamente paratragarse su orgullo. Antes que darle un puñetazo en la cara a la chica, se levantóbruscamente de su asiento y se alejó.

A las seis y media se apostó delante de la puerta venticuatro. El tren llegaría a lahora prevista, y desde su ventajosa posición en el centro de la puerta Quinn juzgó quetenía muchas posibilidades de ver a Stillman. Sacó la foto de su bolsillo y la estudió unavez más, prestando especial atención a los ojos. Recordaba haber leído en alguna parteque los ojos eran el único rasgo de la cara que no cambiaba nunca. Desde la infancia ala vejez permanecían igual, y un hombre con cabeza para verlo podía teóricamentemirar a los ojos de un muchacho en una fotografía y reconocer a la misma persona yavieja. Quinn tenía sus dudas, pero no podía apoyarse en nada más, era su único puentecon el presente. Una vez más, sin embargo, la cara de Stillman no le dijo nada.

El tren entró en la estación y Quinn notó que el ruido le atravesaba el cuerpo: unestrépito fortuito y turbulento que parecía unirse a sus pulsaciones, bombeando lasangre en roncos chorros. Su cabeza se llenó luego con la voz de Peter Stillman, comouna ráfa*ga de palabras sin sentido que chocaban ruidosamente contra las paredes de sucráneo. Se dijo a si mismo que debía calmarse. Pero eso no le sirvió de mucho. A pesarde todo lo que había imaginado de si mismo, estaba excitado.

El tren iba abarrotado y cuando los pasajeros empezaron a llenar la rampa ycaminar hacia él, se convirtieron rápidamente en una multitud. Quinn se golpeónerviosamente el muslo derecho con el cuaderno rojo, se puso de puntillas y miróatentamente a la muchedumbre. Pronto la gente empezó a pasar como una tromba a sualrededor. Había hombres y mujeres, niños y viejos, adolescentes y bebés, ricos ypobres, hombres negros y mujeres blancas, hombres blancos y mujeres negras,orientales y árabes, hombres vestidos de marrón, de gris, de azul y de verde, mujeres derojo, blanco, amarillo y rosa, niños con zapatillas deportivas, niños con zapatos, niñoscon botas vaqueras, personas gordas y personas delgadas, personas altas y personasbajas, cada uno diferente de todos los demás, cada uno irreductiblemente él mismo.Quinn les observó a todos, anclado en su sitio, como si todo su ser estuviera exiliado ensus ojos. Cada vez que un anciano se aproximaba, él se preparaba para que fueseStillman. Se acercaban y se alejaban demasiado deprisa para que él pudiera entregarse ala decepción, pero en cada cara vieja parecía encontrar una señal de cómo sería elverdadero Stillman, y sus expectativas cambiaban rápidamente con cada cara nueva,como si la acumulación de hombres viejos anunciara la inminente llegada del propioStillman. Durante un instante Quinn pensó: “De modo que así es el trabajo de undetective.” Pero aparte de eso no pensó nada. Miraba. Inmóvil entre la multitud que semovía, miraba.

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Cuando aproximadamente la mitad de los pasajeros habían pasado ya, Quinn vioa Stillman por primera vez. El parecido con la fotografía era inconfundible. No, no sehabía quedado calvo, como Quinn había pensado. Tenía el pelo blanco y sin peinar, conalgunos mechones tiesos aquí y allá. Era alto, delgado, sin duda mayor de sesenta años,algo encorvado. Inadecuadamente para la época del año, llevaba un abrigo largo marrónmuy estropeado, y arrastraba ligeramente los pies al andar. La expresión de su caraparecía plácida, a medio camino entre el aturdimiento y la reflexión. No miraba lo quele rodeaba, no parecía interesarle. Llevaba una sola maleta, de cuero, con una correaalrededor, en otro tiempo bonita pero ahora baqueteada. Una o dos veces mientras subíala rampa dejó la maleta en el suelo y descansó un momento. Parecía moverse conesfuerzo, un poco desconcertado por la multitud, dudando si andar al paso de los demáso dejar que le adelantaran.

Quinn retrocedió un poco, situándose en una posición que le permitiera unrápido movimiento a la derecha o a la izquierda, dependiendo de lo que sucediera. Almismo tiempo quería estar lo bastante lejos como para que Stillman no notara que leseguían.

Cuando Stillman llegó a la puerta de entrada a la estación dejó la maleta en elsuelo una vez más y se detuvo. En ese momento Quinn se permitió echar una ojeada a laderecha de Stillman, examinando al resto de los pasajeros para estar doblemente segurode que no había cometido ninguna equivocación. Lo que sucedió entonces no teníaexplicación. Directamente detrás de Stillman, asomando sólo unos centímetros pordetrás de su hombro derecho, otro hombre se paró, sacó un encendedor del bolsillo yencendió un cigarrillo. Su cara era exacta a la de Stillman. Durante un segundo Quinnpensó que era un espejismo, una especie de aura arrojada por las corrienteselectromagnéticas del cuerpo de Stillman. Pero no, aquel otro Stillman se movía,respiraba, parpadeaba; sus actos eran claramente independientes del primer Stillman. Elsegundo Stillman tenía un aspecto próspero. Vestía un traje azul caro; zapatosbrillantes; llevaba el pelo blanco bien peinado; y sus ojos tenían la mirada astuta de unhombre de mundo. Él también llevaba una sola maleta, negra, elegante, aproximada-mente del mismo tamaño que la del otro Stillman.

Quinn se quedó paralizado. Ahora no podía hacer nada que no fuese unaequivocación. Cualquiera que fuera su elección -y tenía que elegir- sería arbitraria, unasumisión al azar. La incertidumbre le perseguiría hasta el final. En ese momento los dosStillman se pusieron en marcha de nuevo. El primero torció a la derecha, el segundo a laizquierda. Quinn anheló tener un cuerpo de ameba, deseó dividirse por la mitad y correren dos direcciones a la vez. “Haz algo”, se dijo, “haz algo ahora mismo, idiota.”

Sin ninguna razón, fue hacia la izquierda, en pos del segundo Stillman. Despuésde nueve o diez pasos se detuvo. Algo le decía que llegaría a lamentar lo que estabahaciendo. Estaba actuando por rencor, impulsado a castigar al segundo Stillman porconfundirle. Dio medio vuelta y vio al primer Stillman alejarse lentamente en direccióncontraria. Seguramente aquél era su hombre. Aquel ser zarrapastroso, tan decrépito ydesconectado de su entorno, seguramente aquél era el loco Stillman. Quinn respiróhondo, exhaló con el pecho tembloroso e inhaló de nuevo. No había forma de saberlo:ni aquello ni nada. Siguió al primer Stillman, aflojando el paso para adaptarlo al delanciano, y fue tras él hasta el metro.

Eran casi las siete y la multitud empezaba a hacerse menos densa. AunqueStillman parecía estar ofuscado, sabía adónde iba. El catedrático fue derecho a lasescaleras del metro, pagó su billete en la taquilla y esperó tranquilamente en el andén aque llegara el tren que iba a Times Square. Quinn empezó a perder el miedo a que se

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fijara en él. Nunca había visto a nadie tan absorto en sus pensamientos. Dudaba de queStillman le viera aunque se pusiera directamente delante de él.

Viajaron al West Side en el tren de enlace, recorrieron los húmedos corredoresde la estación de la calle Cuarenta y dos y bajaron otro tramo de escaleras hasta elmetro. Siete u ocho minutos más tarde cogieron la línea de Broadway, fueron hacia elcentro durante dos largas estaciones y se apearon en la calle Noventa y seis. Subierondespacio las últimas escaleras, haciendo varias pausas para que Stillman soltara sumaleta y recobrara el aliento, salieron a la superficie en la esquina y entraron en la tardecolor índigo. Stillman no vaciló. Sin detenerse para orientarse, empezó a caminar porBroadway por el lado este de la calle. Durante varios minutos Quinn jugó con lairracional convicción de que Stillman se dirigía a su propia casa en la calle Ciento siete.Pero antes de que pudiera entregarse a un pánico total, Stillman se paró en la esquina dela calle Noventa y nueve, esperó a que el semáforo se pusiera verde y cruzó al otro ladode Broadway. A la mitad de la manzana había un pequeño hotel de mala muerte parapobres diablos, el Hotel Harmony. Quinn había pasado por delante de él muchas veces yestaba acostumbrado a los borrachos y vagabundos que merodeaban por allí. Lesorprendió ver que Stillman abría la puerta y entraba en el vestíbulo. Por alguna razónhabía supuesto que el viejo encontraría un alojamiento más cómodo. Pero cuando Quinnse detuvo delante de la puerta de cristal y vio al catedrático acercarse al mostrador,escribir lo que sin duda era su nombre en el registro, recoger su maleta y desaparecer enel ascensor, comprendió que allí era donde Stillman pensaba quedarse.

Quinn esperó fuera durante las dos horas siguientes, paseando arriba y abajo dela manzana, pensando que quizá Stillman saldría a cenar a una de las cafeterías de lazona. Pero el anciano no apareció y finalmente Quinn llegó a la conclusión de que debíahaberse acostado. Llamó a Virginia Stillman desde la cabina telefónica de la esquina, ledio un informe completo de lo sucedido y luego se dirigió a la calle Ciento siete.

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A la mañana siguiente, y durante muchas mañanas más, Quinn se apostó en unbanco en el centro de la isleta que había en la esquina de Broadway con la Noventa ynueve. Llegaba temprano, nunca después de las siete, y se sentaba allí con un vaso decafé, un panecillo con mantequilla y un periódico abierto en el regazo, mirando hacia lapuerta de cristal del hotel. A las ocho salía Stillman, siempre con su largo abrigomarrón, llevando una bolsa de fieltro grande y anticuada. Durante dos semanas estarutina no varió. El anciano deambulaba por las calles del barrio, avanzando despacio,poquito a poco, haciendo una pausa, poniéndose en marcha de nuevo, parándose otravez, como si cada paso tuviera que sopesarse y medirse antes de que ocupara su lugarentre la suma total de pasos. A Quinn le resultaba difícil moverse de aquella manera.Estaba acostumbrado a andar deprisa y todas aquellas paradas y arrastrar de piescomenzaban a resultar un esfuerzo, como si el ritmo de su cuerpo se viera perturbado.Era la liebre a la caza de la tortuga, y tenía que recordarse una y otra vez que debíafrenarse.

Lo que Stillman hacía en aquellos paseos continuaba siendo una especie demisterio para Quinn. Naturalmente, veía con sus propios ojos lo que sucedía, y loanotaba. todo cuidadosamente en su cuaderno rojo. Pero el sentido de aquellos actoscontinuaba escapándosele. Stillman nunca parecía ir a ningún sitio determinado ytampoco parecía saber dónde estaba. Y sin embargo, como obedeciendo a un propósitoconsciente, nunca salía de una zona estrechamente circunscrita, limitada al norte por la

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calle Ciento diez, al sur por la Setenta y dos, al oeste por Riverside Park y al este porAmsterdam Avenue. Por muy casuales que parecieran sus recorridos -y su itinerario eradiferente cada día-, Stillman nunca cruzaba estas fronteras. Tal precisión desconcertabaa Quinn, porque en todos los demás aspectos Stillman parecía ir a la deriva.

Mientras caminaba, Stillman no levantaba la vista. Mantenía los ojos siemprefijos en la acera, como si estuviera buscando algo. De hecho, de vez en cuando seagachaba, recogía algún objeto del suelo y lo examinaba atentamente, dándole vueltas yvueltas en la mano. A Quinn le hacía pensar en un arqueólogo inspeccionando unfragmento de una ruina prehistórica. En ocasiones, después de estudiar así un objeto,Stillman lo tiraba a la acera. Pero generalmente abría su bolsa y guardaba en ella elobjeto cuidadosamente. Luego, metiendo la mano en uno de los bolsillos de su abrigo,sacaba un cuaderno rojo -parecido al de Quinn pero más pequeño- y escribía en él congran concentración durante un minuto o dos. Al terminar esta operación, volvía a meterel cuaderno en su bolsillo, recogía la bolsa y seguía su camino.

Según Quinn podía ver, los objetos que Stillman recogía carecían de valor.Parecían ser solamente cosas rotas, desechadas, trastos viejos. A lo largo de los díasQuinn anotó un paraguas plegable despojado de la tela, la cabeza de una muñeca degoma, un guante negro, el casquillo de una bombilla rota, varios ejemplares de papelimpreso (revistas empapadas, periódicos hechos pedazos), una fotografía rasgada,piezas de maquinaria y diversos desechos que no pudo identificar. El hecho de queStillman se tomara tan en serio esta recogida de basura intrigaba a Quinn, pero no podíahacer otra cosa que observar, anotar en el cuaderno rojo lo que veía y quedarseestúpidamente en la superficie de las cosas. Al mismo tiempo le complacía saber quetambién Stillman tenía un cuaderno rojo, como si eso creara un vínculo secreto entreellos. Quinn sospechaba que el cuaderno rojo de Stillman contenía respuestas a laspreguntas que se habían ido acumulando en su cabeza, y empezó a planear diversasestratagemas para robárselo al viejo. Pero aún no había llegado el momento de dar esepaso.

Aparte de recoger objetos en la calle, Stillman no parecía hacer nada. De vez encuando se detenía en alguna parte para comer. En alguna ocasión tropezaba con alguieny murmuraba una disculpa. Una vez un coche estuvo a punto de atropellarle cuandocruzaba la calle. Stillman no hablaba con nadie, no entraba en ninguna tienda, nosonreía. No parecía ni alegre ni triste. Dos veces, cuando su botín de desechos se habíahecho desacostumbradamente grande, regresó al hotel en mitad del día y volvió a salirunos minutos más tarde con la bolsa vacía. La mayoría de los días pasaba por lo menosvarias horas en Riverside Park, paseando metódicamente por los caminos asfaltados oabriéndose paso por entre los arbustos con un palo. Su búsqueda de objetos no cesabaentre el follaje. Piedras, hojas y ramitas acababan en su bolsa. Una vez, observó Quinn,incluso se agachó para coger un cagallón seco de perro, lo olfateó cuidadosamente y selo guardó. También era el parque el lugar donde Stillman descansaba. Por la tarde, amenudo después de su almuerzo, se sentaba en un banco y miraba fijamente a la otraorilla del Hudson. En una ocasión, un día especialmente caluroso, Quinn le vio tumbadoen la hierba, dormido. Cuando oscurecía, Stillman cenaba en la cafetería Apollo, en laesquina de la Noventa y siete con Broadway, y luego regresaba a su hotel. Ni una solavez intentó contactar con su hijo. Esto se lo confirmó Virginia Stillman, a quien Quinnllamaba todas las noches cuando volvía a casa.

Lo esencial era seguir en el asunto. Poco a poco Quinn empezó a sentirseapartado de sus primitivas intenciones y se preguntó si no se había embarcado en unproyecto sin sentido. Por supuesto, era posible que Stillman estuviera simplementeesperando su oportunidad, arrullando al mundo hasta dormirlo antes de atacar. Pero eso

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significaba suponer que era consciente de que le vigilaban, y a Quinn le parecíaimprobable que así fuera. Había hecho bien su trabajo hasta entonces, manteniéndose auna discreta distancia del viejo, mezclándose con los transeúntes, evitando llamar laatención sobre sí mismo pero sin tomar medidas llamativas para ocultarse. Por otraparte, era posible que Stillman supiera desde el principio que le vigilaban -incluso quelo supiera de antemano- y por lo tanto no se hubiera tomado la molestia de descubrirquién era el vigilante concreto. Si tenía la certeza de que le seguían, ¿qué importaba?Un vigilante, una vez descubierto, siempre podía ser sustituido por otro.

Esta visión de la situación consoló a Quinn y decidió creer en ella, aunque esacreencia no tenía ningún fundamento. Sólo había dos posibilidades: Stillman sabía loque él estaba haciendo o no lo sabía. Y si no lo sabía, Quinn no estaba consiguiendonada, estaba perdiendo el tiempo. Cuánto mejor creer que todos sus pasos teníanrealmente un propósito. Si esta interpretación exigía el conocimiento por parte deStillman, entonces Quinn aceptaría este conocimiento como artículo de fe, al menos porel momento.

Quedaba el problema de en qué ocupar sus pensamientos mientras seguía alanciano. Quinn estaba acostumbrado a vagabundear. Sus excursiones por la ciudad lehabían enseñado a entender que lo interior y lo exterior estaban conectados. Utilizandola locomoción sin rumbo como técnica de inversión, en sus mejores días podía llevar lode fuera dentro y así usurpar la soberanía de la interioridad. Inundándose de cosasexternas, ahogándose hasta salir de sí mismo, había conseguido ejercer un pequeñogrado de control sobre sus ataques de desesperación. Vagar, por lo tanto, era unaespecie de anulación de la mente. Pero seguir a Stillman no era vagar. Stillman podíavagar, podía ir de un sitio a otro tambaleándose como un ciego, pero este privilegio se lenegaba a Quinn. Porque estaba obligado a concentrarse en lo que hacía, aunqueprácticamente no fuera nada. Una y otra vez sus pensamientos empezaban a ir a laderiva y pronto sus pies seguían su ejemplo. Esto significaba que corría constantementeel peligro de apretar el paso y chocar contra Stillman desde atrás. Para evitar estepercance concibió varios métodos diferentes de desaceleración. El primero era decirseque ya no era Daniel Quinn. Ahora era Paul Auster, y con cada paso que daba trataba deencajar más cómodamente en las estrecheces de esa transformación. Auster no era másque un nombre para él, una cáscara sin contenido. Ser Auster significaba ser un hombresin ningún interior, un hombre sin ningún pensamiento. Y si no había pensamientosdisponibles, si su propia vida interior se había vuelto inaccesible, entonces no teníaningún lugar donde retirarse. Siendo Auster no podía evocar recuerdos ni temores,sueños o alegrías, porque todas estas cosas, puesto que pertenecían a Auster, eran unvacío para él. En consecuencia tenía que permanecer únicamente en su propiasuperficie, mirando hacia afuera en busca de sustento. Mantener los ojos fijos enStillman, por lo tanto, no era simplemente una distracción del curso de suspensamientos, era el único pensamiento que se permitía tener.

Durante un día o dos esta táctica tuvo relativo éxito, pero finalmente inclusoAuster empezó a languidecer a causa de la monotonía. Quinn se dio cuenta de quenecesitaba algo más para mantenerse ocupado, alguna tarea que le acompañara mientrasse dedicaba a su trabajo. Al final fue el cuaderno rojo el que le ofreció la salvación. Enlugar de simplemente anotar algunos comentarios casuales, como había hecho losprimeros días, decidió registrar cada detalle que pudiera observar acerca de Stillman.Utilizando el bolígrafo que le había comprado al sordomudo, se entregó a la tarea condiligencia. No sólo tomaba nota de los gestos de Stillman, describía cada objeto queseleccionaba o descartaba para su bolsa y llevaba un preciso horario de todos lossucesos, sino que además registraba con meticuloso cuidado un itinerario exacto de los

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vagubundeos de Stillman, apuntando cada calle que seguía, cada giro que daba y cadapausa que hacía. Además de mantenerle ocupado, el cuaderno rojo reducía el paso deQuinn. Ya no había peligro de que adelantara a Stillman. El problema, más bien, era noperderle, asegurarse de que no desapareciera. Porque andar y escribir no eranactividades fácilmente compatibles. Si durante los cinco últimos años Quinn habíapasado sus días haciendo una cosa u otra, ahora intentaba hacer las dos al mismotiempo. Al principio se equivocaba mucho. Era especialmente difícil escribir sin mirar ala página y a menudo descubría que había escrito dos y hasta tres líneas una encima de.la otra, produciendo un confuso e ilegible palimpsesto. Mirar a la página, sin embargo,significaba pararse y eso aumentaría las posibilidades de perder a Stillman. Al cabo dealgún tiempo llegó a la conclusión de que era básicamente una cuestión de posición.Experimentó con el cuaderno delante de él en un ángulo de cuarenta y cinco grados,pero se encontró con que su muñeca izquierda se cansaba pronto. Después trató demantener el cuaderno directamente delante de su cara, los ojos mirando por encima deél como un Kilroy3 que hubiese cobrado vida, pero eso resultaba poco práctico. Luegotrató de apoyar el cuaderno en el brazo derecho varios centímetros por encima del codoy sostener la parte de atrás del mismo con la palma izquierda. Pero esto le provocabacalambres en la mano derecha y hacía imposible escribir en la mitad inferior de lapágina. Finalmente decidió apoyar el cuaderno en la cadera izquierda, más o menoscomo sostiene un pintor su paleta. Esto constituyó una mejora. El llevarlo ya no suponíaun esfuerzo y la mano derecha podía sostener el bolígrafo sin que otras obligaciones laestorbaran. Aunque este método también tenía sus inconvenientes, parecía ser el sistemamás cómodo a la larga. Porque Quinn podía ahora dividir su atención casi a partesiguales entre Stillman y su escritura, levantando la vista hacia uno o bajándola hacia laotra, viendo la cosa y escribiéndola con el mismo gesto rápido. Con el bolígrafo delsordomudo en la mano derecha y el cuaderno rojo descansando en la cadera izquierda,Quinn continuó siguiendo a Stillman durante nueve días más.

Sus conversaciones nocturnas con Virginia Stillman eran breves. Aunque elrecuerdo del beso estaba aún vivo en la mente de Quinn, no hubo más sucesosrománticos. Al principio Quinn imaginó que ocurriría algo. Después de tan prometedorcomienzo le parecía seguro que acabaría encontrándose a la señora Stillman entre susbrazos. Pero su cliente se había retirado rápidamente detrás de la máscara de losnegocios y ni una sola vez se había referido a aquel aislado momento de pasión. QuizáQuinn se había engañado en sus esperanzas, confundiéndose momentáneamente asímismo con Max Work, un hombre que nunca dejaba escapar tales oportunidades. Oquizá era sencillamente que Quinn estaba empezando a sentir su soledad másintensamente. Hacía mucho tiempo que no tenía un cuerpo cálido a su lado. Porque laverdad era que había empezado a desear a Virginia Stillman en el mismo momento enque la vio, mucho antes de que el beso tuviera lugar. Que ella no le alentara actualmenteno le impedía continuar imaginándola desnuda. Imágenes lascivas pasaban por sucabeza todas las noches, y aunque las posibilidades de que se convirtieran en realidadparecían remotas, continuaban siendo una agradable distracción. Tiempo después,mucho después de que fuese demasiado tarde, se dio cuenta de que en su fuero internohabía estado alimentando la quijotesca esperanza de resolver el caso tan brillantemente,de salvar a Peter Stillman del peligro tan rápida e irrevocablemente, que se ganaría eldeseo de la señora Stillman durante todo el tiempo que quisiera. Eso, por supuesto, fue

3 Soldado inventado por el ejército americano durante la Segunda Guerra Mundial que solía dejar lainscripción “Kilroy estuvo aquí” en cualquier lugar por donde pasaba. (N. de la T.)

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una equivocación. Pero de todas las equivocaciones que Quinn cometió desde elprincipio hasta el final, no fue ni mucho menos la peor.

Habían pasado trece días desde que comenzó el caso. Quinn regresó a casaaquella noche de mal humor. Estaba desanimado, dispuesto a abandonar el barco. Apesar de los juegos que había estado jugando consigo mismo, a pesar de las historiasque había inventado para seguir adelante, el caso no parecía tener solidez. Stillman eraun viejo loco que se había olvidado de su hijo. Podría seguirle hasta el fin de lostiempos y no pasaría nada. Quinn cogió el teléfono y marcó el número de los Stillman.

-Estoy a punto de dejarlo -le dijo a Virginia Stillman-. Por todo lo que he visto,no hay ninguna amenaza para Peter.

-Eso es exactamente lo que él quiere que pensemos -contestó la mujer-. No tieneusted ni idea de lo listo que es. Y lo paciente.

-Puede que él sea paciente, pero yo no. Creo que está usted malgastando sudinero. Y yo estoy malgastando mi tiempo.

-¿Está usted seguro de que no le ha visto? Eso lo cambiaría todo.-No apostaría mi vida, pero sí, estoy seguro.-Entonces, ¿qué me está usted diciendo?-Le estoy diciendo que no tiene usted por qué preocuparse. Al menos por ahora.

Si sucede algo más adelante, llámeme. Iré corriendo a la primera señal de dificultades.Después de una pausa, Virginia Stillman dijo:Puede que tenga usted razón. -Luego, tras otra pausa-: Pero sólo para

tranquilizarme un poco más, me pregunto si podríamos llegar a un arreglo.-Eso depende de lo que tenga usted pensado.-Sólo esto. Déme unos días más. Para estar absolutamente seguros.-Con una condición -dijo Quinn-. Tiene usted que dejar que lo haga a mi

manera. No más cortapisas. Tiene que darme libertad para hablar con él, parainterrogarle, para llegar hasta el fondo del asunto de una vez por todas.

-¿No sería arriesgado?-No se preocupe. No voy a descubrir nuestro juego. Él ni siquiera adivinará

quién soy ni qué me propongo.-¿Cómo se las arreglará?-Ése es mi problema. Tengo muchas cartas en la manga. Usted confíe en mi.-De acuerdo. Acepto. Supongo que no hay nada que perder.-Está bien. Le daré unos días más y luego ya veremos qué pasa.-¿Señor Auster?-¿Sí?-Le estoy muy agradecida. Peter ha estado muy bien estas últimas dos semanas,

y sé que es gracias a usted. Habla de usted continuamente. Es usted como... no sé... unhéroe para él.

-¿Y qué piensa la señora Stillman?-Más o menos lo mismo.-Me alegra oírlo. Puede que algún día ella me permita estarle agradecido.-Cualquier cosa es posible, señor Auster. Recuérdelo.-Lo haré. Sería un idiota si no lo hiciera.

Quinn se tomó una cena ligera de huevos revueltos con tostadas, se bebió unabotella de cerveza y se instaló en su escritorio con el cuaderno rojo. Llevaba ya muchosdías escribiendo en él, llenando página tras página con su errática y garabateada letra,pero todavía no había tenido valor para leer lo que había escrito. Ahora que el finalparecía estar a la vista, pensó que podía atreverse a echar una ojeada.

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La mayor parte era difícil de leer, especialmente las primeras hojas. Y cuandoconseguía descifrar las palabras no le parecía que el esfuerzo valiese la pena. “Recogelápiz en mitad de manzana. Examina, vacila, guarda en bolsa... Compra bocadillo... Sesienta en banco en parque y lee cuaderno rojo.” Estas frases le parecían absolutamenteinútiles.

Todo era cuestión de método. Si el objetivo era comprender a Stillman, llegar aconocerle lo bastante bien como para poder prever lo que haría a continuación, Quinnhabía fracasado. Había comenzado con una serie limitada de datos: el origen familiar deStillman y su profesión, la reclusión de su hijo, su propio arresto y hospitalización, unlibro de extravagante erudición escrito cuando supuestamente aún estaba cuerdo, ysobre todo la certeza de Virginia Stillman de que ahora intentaría hacer daño a su hijo.Pero los hechos del pasado no parecían tener ninguna relación con los hechos delpresente. Quinn estaba profundamente desilusionado. Siempre había imaginado que laclave para hacer un buen trabajo como detective era una atenta observación de losdetalles. Cuanto más preciso fuera el escrutinio, mejores serían los resultados. Laconsecuencia era que el comportamiento humano podía comprenderse, que debajo de lainfinita fachada de los gestos, los tics y los silencios, había una coherencia, un orden,una motivación. Pero después de esforzarse en asimilar todos aquellos efectossuperficiales, Quinn no se sentía más próximo a Stillman que cuando empezó a seguirle.Había vivido la vida de Stillman, caminado a su paso, visto lo que él veía, y la únicacosa que percibía ahora era la impenetrabilidad del hombre. En lugar de acortar ladistancia que había entre él y Stillman, había visto cómo el viejo se alejabapaulatinamente de él, aunque continuara estando delante de sus ojos.

Sin ser consciente de tener una razón concreta para ello, Quinn buscó una páginaen blanco del cuaderno rojo y bosquejó un pequeño mapa de la zona por la que se movíaStillman.

Luego, repasando cuidadosamente sus notas, empezó a trazar con su bolígrafolos desplazamientos que Stillman había hecho en un solo día, el primer día en que élhabía llevado un registro completo de los vagabundeos del anciano. El resultado fue elsiguiente:

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A Quinn le chocó la forma en que Stillman había bordeado el territorio, sinaventurarse ni una sola vez hacia el centro. El diagrama se parecía un poco a un mapade un estado imaginario del Medio Oeste. Exceptuando las once manzanas de Broadwayal principio y la serie de volutas que representaban el tortuoso recorrido de Stillman enRiverside Park, el dibujo también recordaba un rectángulo. Por otra parte, dada laestructura en cuadrado de las calles de Nueva York, también podía haber sido un cero ola letra “O”.

Quinn pasó al día siguiente y decidió ver qué sucedía. Los resultados no fueronen absoluto los mismos.

Este dibujo le hizo pensar en un pájaro, un ave de presa quizá, con las alasextendidas, cerniéndose en el aire. Un momento más tarde esta lectura le pareciódemasiado rebuscada. El pájaro se desvaneció y en su fugar vio únicamente dos formasabstractas unidas por el diminuto puente que Stillman había formado al ir hacia el oestepor la calle Ochenta y tres. Quinn se detuvo un momento para reflexionar sobre lo queestaba haciendo. ¿Estaba garabateando bobadas? ¿Estaba desperdiciando la tardeestúpidamente o estaba intentando descubrir algo? Se dio cuenta de que cualquiera de

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las dos respuestas era inaceptable. Si estaba simplemente matando el tiempo, ¿por quéhabía elegido una forma tan trabajosa de hacerlo? ¿Estaba tan confuso que ya no teníael valor de pensar? Por otra parte, si no estaba únicamente entreteniéndose, ¿quépretendía realmente? Le pareció que estaba buscando una señal. Estaba escudriñando elcaos de los movimientos de Stillman en busca de un destello de intencionalidad. Esoimplicaba una sola cosa: que continuaba sin creer en la arbitrariedad de los actos deStillman. Quería que tuvieran un sentido, por muy oscuro que fuese. Esto, en sí mismo,era inaceptable. Porque significaba que Quinn se estaba permitiendo negar los hechos,cosa que, como bien sabía, era lo peor que podía hacer un detective.

No obstante, decidió continuar. No era tarde, aún no eran las once, y la verdadera que no tenía nada que perder. Los resultados del tercer mapa no tenían ningúnparecido con los otros dos.

Ya no parecía haber duda de lo que estaba ocurriendo. Si descontaba los rasgosondulantes del parque, Quinn estaba seguro de que se trataba de la letra “E”.Suponiendo que el primer diagrama representara realmente la letra “O”, parecía le-gítimo deducir que las alas de pájaro del segundo formaban la letra “W”. Por supuesto,las letras O-W-E formaban una palabra,4 pero Quinn no estaba dispuesto a sacarninguna conclusión. No había empezado su inventario hasta el quinto día de los paseosde Stillman, y cualquiera sabía la identidad de las primeras cuatro letras. Lamentó nohaber empezado antes, ahora que sabía que el misterio de esos cuatro días era irrecu-perable. Pero podía compensar lo perdido lanzándose hacia adelante. Llegando hasta elfinal, tal vez podría intuir el principio.

El diagrama del día siguiente daba una forma que recordaba a la letra “R”.Como ocurría con las otras, estaba complicada por numerosas irregularidades,aproximaciones y adornos en el parque. Aferrándose a una apariencia de objetividad,Quinn trató de mirarlo como si no hubiese esperado una letra del alfabeto. Tenía quereconocer que nada era seguro: muy bien podría carecer de significado. Quizá estababuscando imágenes en las nubes, como hacía de niño. Y, sin embargo, la coincidenciaera demasiado llamativa. Si un solo mapa hubiese recordado a una letra, quizá incluso

4 “Deber”, “adeudar”. (N. de 1a T.)

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dos, podría haberlo desechado como un capricho del azar. Pero cuatro seguidos erademasiada casualidad.

El día siguiente le dio una asimétrica “O”, una rosquilla aplastada por un ladocon tres o cuatro líneas serradas saliendo por el otro. Luego vino una limpia “F”, con losacostumbrados remolinos rococó a un lado. Después apareció una “B” que tenía elaspecto de dos cajas descuidadamente puestas una sobre la otra con virutas de embalajeasomando por los bordes. Después vino una vacilante “A” que de alguna manerarecordaba a una escalera de mano, con peldaños a cada lado. Y finalmente llegó unasegunda “B”, precariamente inclinada sobre un perverso punto, único, como unapirámide invertida.

Quinn copió las letras en orden: OWEROFBAB. Después de juguetear con ellasdurante un cuarto de hora, cambiándolas de posición, separándolas, reordenando lassecuencias, volvió al orden original y las escribió de la siguiente manera: OWER OF BAB.La solución parecía tan grotesca que casi se desanimó. Haciendo todas las debidasconcesiones al hecho de que le faltaban los primeros cuatro días y de que Stillman nohabía terminado todavía, la respuesta parecía ineludible: THE TOWER OF BABEL.5

Los pensamientos de Quinn volaron momentáneamente a las últimas páginas deArthur Gordon Pvm y al descubrimiento de los extraños jeroglíficos de la pared interiorde la sima, letras inscritas en la propia tierra, como si trataran de decir algo que ya nopodía ser comprendido. Pero, pensándolo mejor, aquello no parecía apropiado. PorqueStillman no había dejado su mensaje en ninguna parte. Cierto, había creado las letrascon el movimiento de sus pasos, pero no las había escrito. Era como dibujar una imagenen el aire con el dedo. La imagen se desvanece mientras la estás trazando. No hayningún resultado, ninguna huella de lo que has hecho.

Y, sin embargo, las imágenes existían; no en las calles donde él las habíadibujado, sino en el cuaderno rojo de Quinn. Se preguntó si Stillman se sentaba cadanoche en su habitación y trazaba su itinerario del día siguiente o si improvisaba sobre lamarcha. Era imposible saberlo. Se preguntó también a qué propósito servia aquellaescritura en la mente de Stillman. ¿Era simplemente una especie de nota para sí mismoo quería ser un mensaje para otros? Por lo menos, concluyó Quinn, significaba queStillman no había olvidado a Henry Dark.

Quinn no quería dejarse dominar por el pánico. En un esfuerzo por contenerse,trató de imaginar las cosas bajo la peor luz posible. Si veía lo peor, quizá no fuese tanmalo como pensaba. Lo analizó como sigue. Primero: Stillman estaba tramandorealmente algo contra Peter. Respuesta: ésa había sido la premisa en cualquier caso.Segundo: Stillman sabía que le seguirían, sabía que sus movimientos serían registrados,sabía que su mensaje sería descifrado. Respuesta: eso no cambiaba el hecho esencial:que era preciso proteger a Peter. Tercero: Stillman era mucho más peligroso de lo que élhabía imaginado previamente. Respuesta: eso no significaba que lograra salirse con lasuya.

Esto le ayudó algo. Pero las letras continuaban horrorizándole. Todo el asuntoera tan solapado, tan diabólico por sus circunloquios, que no quería aceptarlo. Luegovinieron las dudas, como obedeciendo una orden, y llenaron su cabeza de rítmicas vocesburlonas. Lo había imaginado todo. Las letras no eran letras en absoluto. Las había vistosólo porque quería verlas. Y aunque los diagramas formasen letras, era pura chiripa.Stillman no tenía nada que ver con ello. Todo era una casualidad, un fraude que habíaperpetrado contra sí mismo. Decidió irse a la cama. Durmió a intervalos, se despertó yescribió en el cuaderno rojo durante media hora, se volvió a la cama. Su último 5 La torre de Babel. (N. de la T.)

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pensamiento antes de dormirse fue que probablemente tenía dos días más, ya queStillman no había completado aún su mensaje. Faltaban las últimas dos letras, la “E” yla “L”. La mente de Quinn se dispersó. Llegó a un país de fragmentos, un lugar de cosassin palabras y palabras sin cosas. Luego, luchando con el sueño por última vez, se dijoque El era la antigua palabra hebrea para Dios.

En su sueño, que más tarde olvidó, se encontró en el vertedero de su infancia,rebuscando en una montaña de basura.

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El primer encuentro con Stillman tuvo lugar en Riverside Park. Fue a primerahora de la tarde de un sábado de bicicletas, paseadores de perros, y niños. Stillmanestaba sentado solo en un banco, mirando fijamente a nada en concreto, el pequeñocuaderno rojo en el regazo. Había luz por todas partes, una luz inmensa que parecíairradiar de cada cosa que el ojo percibía, y por encima, en las ramas de los árboles,continuaba soplando la brisa, que sacudía las hojas con un apasionado susurro, un subiry bajar tan constante como el oleaje.

Quinn había planeado sus movimientos cuidadosamente. Fingiendo no habersefijado en Stillman, se sentó en el banco a su lado, cruzó los brazos sobre el pecho y mirófijamente en la misma dirección que el viejo. Ninguno de los dos habló. Según suscálculos posteriores, Quinn estimó que aquello se prolongó durante quince o veinteminutos, luego, sin previo aviso, volvió la cabeza hacia el viejo y le miró directamente,fijando con obstinación los ojos en el arrugado perfil. Quinn concentró toda su fuerza enlos ojos, como si pudiera hacer un agujero en el cráneo de Stillman por quemadura. Estamirada duró cinco minutos.

Finalmente Stillman se volvió hacia él. Con una voz de tenor sorprendentementesuave, dijo:

-Lo siento, pero no me será posible hablar con usted.-Yo no he dicho nada -dijo Quinn.-Es verdad -contestó Stillman-. Pero debe usted comprender que no tengo

costumbre de hablar con desconocidos.-Repito -dijo Quinn- que no he dicho nada.-Sí, ya le he oído la primera vez. Pero ¿no le interesa saber por qué?-Me temo que no.-Bien expresado. Veo que es usted un hombre con sentido común.Quinn se encogió de hombros negándose a responder. Ahora todo su ser

emanaba indiferencia.Stillman sonrió alegremente, se inclinó hacia Quinn y dijo en tono conspiratorio:-Creo que vamos a llevarnos bien.-Eso está por ver -dijo Quinn tras una larga pausa.Stillman se rió -un breve y estruendoso “ja”- y luego continnó:-No es que me desagraden los desconocidos per se. Es sólo que prefiero no

hablar con alguien que no se ha presentado. Para empezar necesito tener un nombre.-Pero una vez que una persona da su nombre ya no es un desconocido.-Exactamente. Por eso no hablo nunca con desconocidos. Quinn estaba

preparado para aquello y sabía cómo responder. No iba a dejarse coger. Puesto quetécnicamente era Paul Auster, ése era el nombre que tenía que proteger. Cualquier otro,incluso el verdadero, sería una invención, una máscara que le ocultaría y le mantendríaa salvo.

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-En ese caso -dijo-, encantado de complacerle. Mi nombre es Quinn.-Ah -dijo Stillman reflexivamente, asintiendo-. Quinn.-Si, Quinn. Q-U-I-N-N.-Comprendo. Si, sí, comprendo. Quinn. Hmmm. Si. Muy interesante. Quinn.

Una palabra muy sonora. Rima con cojín, ¿no?-Eso es. Cojín.-Y también con fin, si no me equivoco.-No se equívoca.-Y también con sin y con Pekín. ¿No es así?- Exactamente.-Hmmm. Muy interesante. Veo muchas posibilidades en esta palabra, este

Quinn, esta... quintaesencia... del equívoco. Latín, por ejemplo. Y tilín. Y plin. Ymaletín. Hmmm. Rima con sinfín. Por no hablar de confín. Hmmm. Muy interesante. Yfestín. Y violín. Y patín. Y botín. Y sillín. Y parlanchín. Y espadachín. Hmmm. Sí, muyinteresante. Me gusta su nombre enormemente, señor Quinn. Vuela en muchasdirecciones a la vez.

-Sí, yo también lo he pensado muchas veces.-La mayoría de la gente no presta atención a esas cosas. Creen que las palabras

son como piedras, como grandes objetos inamovibles sin vida, como mónadas quenunca cambian.

-Las piedras cambian. El viento y el agua pueden desgastarías. Puedenerosionarse. Pueden machacarse. Pueden convertirse en pedazos, en grava, en polvo.

-Exactamente. Enseguida he sabido que era usted un hombre con sentido común,señor Quinn. Si usted supiera cuántas personas me han interpretado mal. Mi trabajo hasufrido a causa de ello. Ha sufrido terriblemente.

-¿Su trabajo?-Sí, mi trabajo. Mis proyectos, mis investigaciones, mis experimentos.-Ah.-Sí. Pero, a pesar de todos los reveses, nunca me he dejado intimidar realmente.

En la actualidad, por ejemplo, estoy ocupado en una de las cosas más importantes quehe hecho nunca. Si todo sale bien, creo que tendré la llave de una serie deimportantísimos descubrimientos.

-¿La llave?-Sí, la llave. Una cosa que abre puertas cerradas.-Ah.-Por supuesto, por el momento sólo estoy recogiendo datos, reuniendo pruebas,

por así decirlo. Luego tendré que coordinar mis hallazgos. Es un trabajo sumamentedifícil. No podría usted creer lo duro que es, sobre todo para un hombre de mi edad.

-Me lo imagino.-Eso es. Hay tanto que hacer y tan poco tiempo para hacerlo. Todas las mañanas

me levanto de madrugada. Tengo que estar a la intemperie haga el tiempo que haga,constantemente en movimiento, siempre andando, yendo de un sitio a otro. Me agota, selo aseguro.

-Pero vale la pena.-Cualquier cosa a cambio de encontrar la verdad. Ningún sacrificio es excesivo.-Ciertamente.-Verá, nadie ha comprendido lo que he comprendido yo. Soy el primero. Soy el

único. Esa responsabilidad supone una gran carga para mí.-El mundo sobre sus hombros.-Sí, por así decirlo. El mundo o lo que queda de él.

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-No me había dado cuenta de que la situación fuese tan mala.-Lo es. Puede que aún peor.-Ah.-Verá, el mundo está fragmentado, señor. Y mi tarea es volver a unir los

pedazos.-Menuda tarea se ha echado usted encima.-Me doy cuenta de ello. Pero únicamente estoy buscando el principio. Eso está

al alcance de un solo hombre. Si logro poner los cimientos, otras manos podrán hacer eltrabajo de restauración. Lo importante es la premisa, el primer paso teórico.Desgraciadamente, no hay nadie más que pueda hacer eso.

-¿Ha hecho usted muchos progresos?-He dado pasos enormes. De hecho, ahora siento que estoy al borde de un

descubrimiento decisivo.-Me tranquiliza oír eso.-Es un pensamiento consolador, sí. Y todo gracias a mi inteligencia, a la

deslumbrante claridad de mi mente.-No lo dudo.-Verá, he comprendido la necesidad de limitarme. De trabajar dentro de un

terreno lo bastante pequeño como para garantizar que todos los resultados seanconcluyentes.

-La premisa de la premisa, por así decirlo.-Eso es, exactamente. El principio del principio, el método de la operación.

Verá, el mundo está fragmentado, señor. No sólo hemos perdido nuestro sentido definalidad, también hemos perdido el lenguaje con el que poder expresarlo. Éstas soncuestiones espirituales, sin duda, pero tienen su correlación en el mundo material. Mibrillante jugada ha sido limitarme a las cosas físicas, a lo inmediato y tangible. Mismotivos son elevados, pero mi trabajo se desarrolla ahora en el reino de lo cotidiano.Por eso me malinterpretan a menudo. Pero no importa. He aprendido a no darimportancia a esas cosas.

-Una respuesta admirable.-La única respuesta. La única digna de un hombre de mi talla. Verá, estoy en el

proceso de inventar un nuevo lenguaje. Teniendo que hacer un trabajo como ése, nopuedo preocuparme por la estupidez de los demás. En cualquier caso, todo es parte de laenfermedad que estoy tratando de curar.

-¿Nuevo lenguaje?-Sí. Un lenguaje que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras

palabras ya no se corresponden con el mundo. Cuando las cosas estaban enteras nossentíamos seguros de que nuestras palabras podían expresarlas. Pero poco a poco estascosas se han partido, se han hecho pedazos, han caído en el caos. Y sin embargonuestras palabras siguen siendo las mismas. No se han adaptado a la nueva realidad. Deahí que cada vez que intentamos hablar de lo que vemos, hablemos falsamente,distorsionando la cosa misma que tratamos de representar. Esto ha hecho que todo seaconfusión y desorden. Pero las palabras, como usted comprende, son susceptibles decambio. El problema es cómo demostrarlo. Por eso trabajo ahora con los medios mássimples, tan simples que hasta un niño pueda comprender lo que digo. Considere unapalabra que remite a una cosa: “paraguas”, por ejemplo. Cuando digo la palabra“paraguas”, usted ve el objeto en su mente. Ve una especie de bastón con radiosmetálicos plegables en la parte superior que forman una armadura para una telaimpermeable, la cual, una vez abierta, le protegerá de la lluvia. Este último detalle esimportante. Un paraguas no sólo es una cosa, es una cosa que cumple una función, en

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otras palabras, expresa la voluntad del hombre. Cuando uno se para a pensar en ello,todos los objetos son semejantes al paraguas, en el sentido de que cumplen una función.Ahora, mi pregunta es la siguiente: ¿qué sucede cuando una cosa ya no cumple sufunción? ¿Sigue siendo la misma cosa o se ha convertido en otra? Cuando arrancas latela del paraguas, ¿el paraguas sigue siendo un paraguas? Abres los radios, te los ponessobre la cabeza, caminas bajo la lluvia, y te empapas. ¿Es posible continuar llamando aese objeto un paraguas? En general, la gente lo hace. Como máximo, dirán que el para-guas está roto. Para mí eso es un serio error, la fuente de todos nuestros problemas.Puesto que ya no cumple su función, el paraguas ha dejado de ser un paraguas. Puedeque se parezca a un paraguas, puede que haya sido un paraguas, pero ahora se haconvertido en otra cosa. La palabra, sin embargo, sigue siendo la misma. Por lo tanto,ya no puede expresar la cosa. Es imprecisa; es falsa; oculta aquello que debería revelar.Y si ni siquiera podemos nombrar un objeto corriente que tenemos entre las manos,¿cómo podemos esperar hablar de las cosas que verdaderamente nos conciernen? Amenos que podamos comenzar a incorporar la noción de cambio a las palabras queusamos, continuaremos estando perdidos.

-¿Y su trabajo?-Mi trabajo es muy sencillo. He venido a Nueva York porque es el más desolado

de los lugares, el más abyecto. La decrepitud está en todas partes, el desorden esuniversal. Basta con abrir los ojos para verlo. La gente rota, las cosas rotas, lospensamientos rotos. Toda la ciudad es un montón de basura. Se adapta admirablementea mi propósito. Encuentro en las calles una fuente incesante de material, un almacéninagotable de cosas destrozadas. Salgo todos los días con mi bolsa y recojo objetos queme parecen dignos de investigación. Tengo ya cientos de muestras, desde lodesportillado a lo machacado, desde lo abollado a lo aplastado, desde lo pulverizado alo putrefacto.

-¿Y qué hace usted con esas cosas?-Les pongo nombre.-¿Nombre?-Invento palabras nuevas que correspondan a las cosas.-Ah. Ya entiendo. Pero ¿cómo lo decide? ¿Cómo sabe si ha encontrado la

palabra adecuada?-Nunca me equivoco. Es una función de mi genio.-¿Podría usted darme un ejemplo?-¿De una de mis palabras?-Sí.-Lo siento, pero eso es imposible. Es mi secreto. Compréndalo. Una vez que se

publique mi libro, usted y el resto del mundo lo sabrán. Pero por ahora tengo quecallármelo.

-Información reservada.-Eso es. Estrictamente confidencial.-Lo siento.-No se decepcione demasiado. Ya no tardaré mucho en ordenar mis hallazgos.

Entonces empezarán a ocurrir grandes cosas. Será el acontecimiento más importante enla historia de la humanidad.

El segundo encuentro tuvo lugar poco después de las nueve de la mañanasiguiente. Era domingo y Stillman había salido del hotel una hora más tarde que decostumbre. Recorrió dos manzanas para ir al sitio donde desayunaba habitualmente, elMayflower Café, y se sentó en un compartimento de esquina al fondo del local. Quinn,

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cada vez más atrevido, entró en la cafetería detrás del anciano y se sentó en el mismocompartimento, directamente frente a él. Durante un minuto o dos Stillman no parecióadvertir su presencia. Luego, levantando la vista de la carta, estudió la cara de Quinn deun modo abstracto. Al parecer no le reconoció del día anterior.

-¿Le conozco a usted? -preguntó.-No creo -dijo Quinn-. Me llamo Henry Dark.-Ah. -Stillman asintió-. Un hombre que empieza por lo esencial. Eso me agrada.-No soy partidario de andarme por las ramas -dijo Quinn.-¿Las ramas? ¿A qué ramas se refiere?-A las zarzas ardientes, por supuesto.-Ah, sí. Las zarzas ardientes. Por supuesto. -Stillman miró a Quinn a la cara, un

poco más atentamente ahora, pero también con cierta confusión-. Lo siento -dijo-, perono recuerdo su nombre. Sé que me lo ha dicho hace poco, pero se me ha ido.

-Henry Dark -dijo Quinn.-Eso es. Sí, ahora lo recuerdo. Henry Dark. -Stillman hizo una larga pausa y

luego meneó la cabeza-. Desgraciadamente, eso no es posible, señor.-¿Por qué no?-Porque no hay ningún Henry Dark.-Bueno, quizá yo sea otro Henry Dark. Uno distinto del que no existe.-Hmmm. Sí, entiendo lo que quiere decir. Es verdad que a veces dos personas

tienen el mismo nombre. Es muy posible que su nombre sea Henry Dark. Pero no esusted el Henry Dark.

-¿Es un amigo suyo?Stillman se rió, como si hubiera oído un buen chiste.-No exactamente -dijo-. Verá, nunca ha existido una persona llamada Henry

Dark. Me lo inventé yo. Es una invención.-No -dijo Quinn, con fingida incredulidad.-Sí. Es un personaje de un libro que yo escribí una vez. Un personaje de ficción.-Me resulta dificil de creer.-Eso le pasó a todo el mundo. Los engañé a todos.-Asombroso. ¿Y por qué lo hizo?-Le necesitaba, ¿comprende? En aquella época yo tenía ciertas ideas que eran

demasiado peligrosas y polémicas. Así que fingí que venían de otro. Era una forma deprotegerme.

-¿Y por qué eligió el nombre de Henry Dark?-Es un buen nombre, ¿no cree? A mí me gusta mucho. Lleno de misterio y al

mismo tiempo muy apropiado. Le iba bien a mi propósito. Y, además, tiene unsignificado secreto.

-¿La alusión a la oscuridad?6

-No, no. Nada tan evidente. Eran las iniciales, HD. Eso era muy importante.-¿Por qué?-¿No quiere adivinarlo?-Creo que no.-Oh, inténtelo. Haga tres intentos. Si no acierta, entonces se lo diré.Quinn hizo una pausa, haciendo todo lo posible por adivinarlo.-HD -dijo-. ¿Por Henry David? Como en Henry David Thoreau.-Ni por aproximación.-¿Qué me dice HD pura y simplemente? Por la poetisa Hilda Doolittle.

6 Dark significa “oscuro”. (N de la T.)

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-Peor que el primero.-De acuerdo, un intento más. HD. H… y D... Un momento... ¿Qué me dice de...?

Un momento... Ah... Sí, ya lo tengo. H por el filósofo lloroso, Herácl*to... y D por elfilósofo riente, Demócrito. Herácl*to y Demócrito... Los dos polos de la dialéctica.

-Una respuesta muy inteligente.-¿He acertado?-No, por supuesto que no. Pero de todas formas es una respuesta muy

inteligente.-No dirá que no lo he intentado.-No. Por eso voy a recompensarle con la respuesta correcta. Porque lo ha

intentado. ¿Está usted listo?-Estoy listo.-Las iniciales HD del nombre Henry Dark se refieren a Humpty Dumpty.-¿Quién?-Humpty Dumpty. Ya sabe a quién me refiero. El huevo.-¿Como en “Humpty Dumpty estaba sentado en un muro”?-Exactamente.-No entiendo.-Humpty Dumpty: la más pura representación de la condición humana. Escuche

atentamente, señor. ¿Qué es un huevo? Es lo que todavía no ha nacido. Una paradoja,¿no es cierto? Porque ¿cómo puede Humpty Dumpty estar vivo si no ha nacido? Y, sinembargo, está vivo, no se confunda. Lo sabemos porque puede hablar. Más aún, es unfilósofo del lenguaje. “Cuando yo uso una palabra, dijo Humpty Dumpty en un tonobastante despectivo, significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más nimenos. La cuestión es, dijo Alicia, si puede hacer que las palabras signifiquen tantascosas diferentes. La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién es el amo, eso es todo.”

-Lewis Carroll.-A través del espejo, capítulo seis.-Interesante.-Es más que interesante, señor. Es crucial, escuche atentamente y quizá aprenda

algo. En su pequeño discurso a Alicia, Humpty Dumpty bosqueja el futuro de lasesperanzas humanas y da la pista para nuestra salvación: convertirnos en los amos de laspalabras que decimos, hacer que el lenguaje responda a nuestras necesidades; HumptyDumpty fue un profeta, un hombre que dijo verdades para las que el mundo no estabapreparado.

-¿Un hombre?-Disculpe. Un desliz verbal. Quiero decir un huevo. Pero el desliz es instructivo

y me ayuda a demostrar mi tesis. Porque todos los hombres son huevos, en cierto modo.Existimos, pero aún no hemos alcanzado la forma que es nuestro destino. Somos puropotencial, un ejemplo de lo por venir. Porque el hombre es un ser caído, lo sabemos porel Génesis. Humpty Dumpty también es un ser caído. Se cae del muro y nadie puedevolver a juntar los pedazos; ni el rey, ni sus caballos, ni sus hombres. Pero eso es lo quetodos debemos esforzarnos en conseguir. Es nuestro deber como seres humanos: volvera juntar los pedazos del huevo. Porque cada uno de nosotros, señor, es Humpty Dumpty.Y ayudarle a él es ayudarnos a nosotros mismos.

-Un argumento convincente.-Es imposible encontrarle un fallo.-Ninguna grieta en el huevo.-Exactamente.-Y, al mismo tiempo, el origen de Henry Dark.

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-Sí. Pero hay algo más. Otro huevo, de hecho.-¿Hay más de uno?-Cielo santo, si. Hay millones. Pero en el que estoy pensando es especialmente

famoso. Probablemente es el huevo más célebre de todos.-Estoy empezando a perderme.-Estoy hablando del huevo de Colón.-Ah, sí. Por supuesto.-¿Conoce la historia?-Todo el mundo la conoce.-Es encantadora, ¿no? Enfrentado al problema de cómo conseguir que un huevo

se mantuviera derecho, sencillamente dio un ligero golpecito en su base, cascando lacáscara justo lo suficiente para crear un punto plano que sostuviera al huevo cuando élretirase la mano.

-Y dio resultado.-Por supuesto. Colón era un genio. Buscaba el paraíso y descubrió el Nuevo

Mundo. Todavía no es demasiado tarde para que se convierta en el paraíso.-Efectivamente.-Reconozco que las cosas no han salido demasiado bien hasta ahora. Pero aún

hay esperanza. Los americanos nunca han perdido su deseo de descubrir nuevosmundos. ¿Recuerda usted lo que sucedió en 1969?

-Recuerdo muchas cosas. ¿A qué se refiere?-Los hombres caminaron por la luna. Piense en eso, mi querido señor. ¡Los

hombres caminaron por la luna!-Sí, lo recuerdo. Según el presidente, fue el acontecimiento más importante

desde la creación.-Tenía razón. Es la única cosa inteligente que dijo ese hombre. ¿Y qué aspecto

supone usted que tiene la luna?-No tengo ni idea.-Vamos, vamos, piense.-Oh, sí. Ya veo lo que quiere decir.-Concedido. La semejanza no es perfecta. Pero es verdad que en ciertas fases,

especialmente en una noche clara, la luna se parece mucho a un huevo.-Sí. Mucho.En ese momento apareció una camarera con el desayuno de Stillman y lo puso

en la mesa delante de él. El viejo miró la comida con voracidad. Levantandoeducadamente un cuchillo con la mano derecha, rompió la cáscara de su huevo pasadopor agua y dijo:

-Como puede ver, señor, no dejo ninguna piedra por levantar.

El tercer encuentro tuvo lugar ese mismo día. La tarde estaba muy avanzada: laluz como una gasa sobre los ladrillos y las hojas, las sombras alargándose. Una vez más,Stillman se retiró al Riverside Park, esta vez a un extremo, deteniéndose a descansar enuna roca llena de protuberancias a la altura de la calle Ochenta y cuatro conocida comoMount Tom. En ese mismo lugar, en los veranos de 1843 y 1844, Edgar Allan Poe habíapasado muchas y largas horas mirando al Hudson. Quinn lo sabia porque se habíaencargado de saber esas cosas. Él también se había sentado allí a menudo.

Ya apenas temía hacer lo que tenía que hacer. Dio dos o tres vueltas a la roca,pero no consiguió atraer la atención de Stillman. Luego se sentó al lado del anciano y lesaludó. Increíblemente, Stillman no le reconoció. Era la tercera vez que Quinn sepresentaba y cada vez era como si fuese otra persona. No podía estar seguro de si

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aquello era una buena o una mala señal. Si Stillman estaba fingiendo, era un actor comono había otro en el mundo. Porque cada vez que Quinn aparecía, lo hacía por sorpresa.Y sin embargo Stillman ni siquiera parpadeaba. Por otra parte, si Stillman realmente nole reconocía, ¿qué significaba eso? ¿Era posible que alguien fuese tan insensible a loque veía?

El viejo le preguntó quién era.-Me llamo Peter Stillman -dijo Quinn.-Ese es mi nombre -contestó Stillman-. Yo soy Peter Stillman.-Yo soy el otro Peter Stillman -dijo Quinn.-Oh. Quiere usted decir mi hijo. Sí, es posible. Se parece mucho a él. Por

supuesto, Peter es rubio y usted es oscuro. No Henry Dark, sino oscuro de pelo. Pero lagente cambia, ¿no? Ahora somos una cosa y luego otra.

-Exactamente.-He pensado en ti a menudo, Peter. Muchas veces me he dicho para mis

adentros: ¿Cómo le irá a Peter?-Estoy mucho mejor ya, gracias.-Me alegra oírlo. Alguien me -dijo una vez que habías muerto. Me puse muy

triste.-No, me he recuperado por completo.-Ya lo veo. Estás como una rosa. Y además hablas muy bien.-Ahora todas las palabras están disponibles para mí. Incluso aquellas que a la

mayoría de la gente les resultan difíciles. Yo puedo decirlas todas.-Estoy orgulloso de ti, Peter.-Todo te lo debo a ti.-Los niños son una bendición. Siempre lo he dicho. Una bendición

incomparable.-Estoy seguro.-En cuanto a mí, tengo días buenos y días malos. Cuando vienen los días malos,

pienso en los que fueron buenos. La memoria es una gran bendición, Peter. Lo mejordespués de la muerte.

-Sin ninguna duda.-Por supuesto, también tenemos que vivir en el presente. Por ejemplo, yo estoy

actualmente en Nueva York. Mañana podría estar en cualquier otro sitio. Viajo mucho,¿sabes? Hoy aquí, mañana quién sabe dónde. Es parte de mi trabajo.

-Debe ser estimulante.-Sí, estoy muy estimulado. Mi mente nunca descansa.-Me alegra saberlo.-Los años pesan mucho, es verdad. Pero tenemos tanto que agradecer. El paso

del tiempo nos envejece, pero también nos da el día y la noche. Y cuando morimos,siempre hay alguien que ocupa nuestro lugar.

-Todos envejecemos.-Cuando seas viejo, quizá tengas un hijo que te consuele.-Me gustaría.-Entonces serías tan afortunado como yo. Recuerda, Peter, los niños son una

gran bendición.-No lo olvidaré.-Y recuerda también que no debes poner todos tus huevos en la misma cesta. A

la inversa, no debes contar los huevos antes de que estén puestos.-No. Intento aceptar las cosas como vienen.

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-Por último, no digas nunca algo que sepas en el fondo de tu corazón que no esverdad.

-No lo haré.-Mentir es una mala cosa. Hace que lamentes haber nacido. Y no haber nacido

es una maldición. Estás condenado a vivir fuera del tiempo. Y cuando vives fuera deltiempo no hay día y noche. Ni siquiera tienes la oportunidad de morirte.

-Comprendo.-Una mentira nunca puede deshacerse. Ni siquiera la verdad es suficiente. Yo

soy padre y sé estas cosas. Recuerda lo que le sucedió al padre de nuestro país. Taló elcerezo y luego le dijo a su padre: “No puedo decir una mentira.” Poco después tiró lamoneda al otro lado del río. Estas dos historias son sucesos cruciales en la historiaamericana. George Washington taló el árbol y luego tiró el dinero. ¿Lo entiendes? Nosestaba diciendo una verdad esencial. Es decir, que el dinero no crece en los árboles.Esto es lo que hace grande a nuestro país, Peter. Ahora la imagen de GeorgeWashington está en todos los billetes de dólar. En todo esto hay una importante lecciónque aprender.

-Estoy de acuerdo.-Por supuesto, es una lástima que el árbol fuese cortado. Ese árbol era el Árbol

de la Vida y nos habría hecho inmunes a la muerte. Ahora le damos la bienvenida a lamuerte con los brazos abiertos, especialmente cuando somos viejos. Pero el padre denuestro país sabía cuál era su deber. No podía hacer otra cosa. Ese es el significado dela frase: “La vida es un cuenco de cerezas.” Si el árbol hubiera quedado en pie, ha-bríamos tenido vida eterna.

-Sí, entiendo lo que quieres decir.-Tengo muchas ideas como ésa en la cabeza. Mi mente no descansa nunca. Tú

siempre fuiste un chico listo, Peter, y me alegro de que comprendas.-Te sigo perfectamente.-Un padre siempre debe enseñar a su hijo las lecciones que ha aprendido. De esa

manera el conocimiento pasa de generación en generación y nos volvemos sabios.-No olvidaré lo que me has dicho.-Ahora podré morir feliz, Peter.-Me alegro.-Pero no debes olvidar nada.-No lo olvidaré, padre. Te lo prometo.

A la mañana siguiente Quinn estaba delante del hotel a la hora de costumbre.Finalmente el tiempo había cambiado. Después de dos semanas de cielosresplandecientes, ese día lloviznaba sobre Nueva York y las calles se llenaban de lossonidos de los neumáticos mojados al pasar. Quinn estuvo sentado en el banco duranteuna hora, protegiéndose con un paraguas negro y pensando que Stillman aparecería encualquier momento. Se tomó despacio su bollo y su café, leyó la crónica del partido quelos Mets habían perdido el domingo, y el viejo seguía sin dar señales de vida. Paciencia,se dijo, y la emprendió con el resto del periódico. Pasaron cuarenta minutos. Llegó a lasección de economía y estaba a punto de leer un análisis sobre una fusión de empresascuando la lluvia arreció repentinamente. De mala gana se levantó del banco y se refugióen un portal en la acera de enfrente del hotel. Permaneció allí de pie con los zapatosmojados durante hora y media. Se preguntó si Stillman estaría enfermo. Trató deimaginarle tumbado en su cama, sudando a causa de la fiebre. Quizá el viejo habíamuerto durante la noche y todavía no habían descubierto su cadáver. Esas cosas pasan,se dijo.

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Aquél tenía que haber sido el día crucial y Quinn había hecho complicados ymeticulosos planes. Ahora sus cálculos no servían para nada. Le perturbaba no habertenido en cuenta esta contingencia.

Sin embargo, titubeaba. Se quedó allí bajo su paraguas, observando cómo lalluvia resbalaba por la tela y caía en pequeñas gotas. A las once había empezado aformular una decisión. Media hora más tarde cruzó la calle, caminó cuarenta pasos porla acera y entró en el hotel de Stillman. El lugar apestaba a repelente de cucarachas y acolillas. Algunos de los huéspedes, que no tenían adónde ir bajo la lluvia, estabansentados en el vestíbulo, despatarrados en las sillas de plástico naranja. El lugar parecíaun infierno de pensamientos rancios.

Detrás del mostrador de recepción había un negro grande sentado con lasmangas arremangadas. Tenía un codo sobre el mostrador y la cabeza apoyada en lamano abierta. Con la otra mano pasaba las páginas de un tabloide, casi sin detenerse aleer las palabras. Parecía tan aburrido como si hubiera estado allí toda su vida.

-Quisiera dejar un mensaje para uno de sus huéspedes -dijo Quinn.El hombre levantó la cabeza despacio, como si deseara que Quinn

desapareciese.-Quisiera dejar un mensaje para uno de sus huéspedes -repitió Quinn.-Aquí no tenemos huéspedes -dijo el hombre-. Les llamamos residentes.-Para uno de sus residentes, entonces. Me gustaría dejarle un mensaje.-¿Y de quién se trata exactamente, hermano?-Stillman. Peter Stillman.El hombre fingió pensar por un momento y luego negó con la cabeza.-No. No recuerdo a nadie con ese nombre.-¿No tienen ustedes un registro?-Sí, tenemos un libro. Pero está en la caja fuerte.-¿La caja fuerte? ¿De qué está usted hablando?-Estoy hablando del libro, hermano. Al jefe le gusta guardarlo en la caja fuerte.-Supongo que no sabe usted la combinación.-Lo siento. El jefe es el único que la sabe.Quinn suspiró, metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de cinco dólares.

Lo puso sobre el mostrador de golpe y mantuvo la mano sobre él.-Supongo que no tendrá usted una copia del libro, ¿verdad? -pregunto.-Puede -dijo el hombre-, tendré que mirar en mi despacho.El hombre levantó el periódico, abierto sobre el mostrador. Debajo estaba el

registro.-Qué suerte -dijo Quinn, levantando la mano del dinero.-Sí, supongo que hoy es mi día -contestó el hombre, haciendo resbalar el billete

sobre la superficie del mostrador, cogiéndolo rápidamente cuando llegó al borde ymetiéndoselo en el bolsillo-. ¿Cómo ha dicho que se llamaba su amigo?

-Stillman. Un viejo con el pelo blanco.-¿El caballero del abrigo?-Eso es.-Le llamamos el profesor.-Ese es. ¿Tiene usted el número de la habitación? Se registró hará unas dos

semanas.El empleado abrió el registro, volvió las páginas y pasó el dedo a lo largo de una

columna de nombres y números.-Stillman -dijo-. Habitación trescientos tres. Ya no está aquí.-¿Cómo?

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-Se ha marchado.-¿Qué está usted diciendo?-Escuche, hermano, le estoy diciendo lo que pone aquí. Stillman se marchó

anoche. Se fue.-Eso es lo más absurdo que he oído nunca.-Me da igual lo que sea. Está aquí escrito.-¿Dejó alguna dirección?-¿Está usted de coña?-¿A qué hora se marchó?-Tendrá usted que preguntárselo a Louie, el tío que está de noche. Entra a las

ocho.-¿Puedo ver la habitación?-Lo siento. La he alquilado yo mismo esta mañana. El tipo está allí durmiendo.-¿Qué aspecto tenía?-Hace usted demasiadas preguntas por cinco pavos.-Olvídelo -dijo Quinn, agitando la mano con desesperación-. No importa.

Volvió andando a su apartamento bajo un aguacero y llegó empapado a pesar delparaguas. Vaya con las funciones, se dijo. Vaya con el significado de las palabras. Tiróel paraguas al suelo del cuarto de estar, enojado. Luego se quitó la chaqueta y la arrojócontra la pared. El agua salpicó en todas direcciones.

Llamó a Virginia Stillman, demasiado avergonzado para pensar en hacer otracosa. En el mismo momento en que ella contestó, él estuvo a punto de colgar elteléfono.

-Le he perdido -dijo.-¿Está seguro?-Dejó su habitación anoche. No sé dónde está.-Estoy asustada, Paul.-¿Les ha llamado?-No lo sé. Creo que sí, pero no estoy segura.-¿Qué quiere decir eso?-Peter ha contestado el teléfono esta mañana mientras yo estaba bañándome. No

quiere decirme quién era. Se ha metido en su habitación, ha cerrado las persianas y seniega a hablar.

-Pero ya ha hecho eso otras veces.-Sí. Por eso no estoy segura. Pero hacía mucho tiempo que no ocurría.-Da mala espina.-Por eso estoy asustada.-No se preocupe. Tengo unas cuantas ideas. Me pondré a trabajar ahora mismo.-¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?-Yo la llamaré cada dos horas, esté donde esté.-¿Me lo promete?-Sí, se lo prometo.-Tengo tanto miedo, no puedo soportarlo.-Es culpa mía. He cometido un estúpido error, lo siento.-No, yo no le culpo. Nadie puede vigilar a una persona venticuatro horas al día.

Es imposible. Tendría usted que estar dentro de su pellejo.-Ése es el problema. Creí que lo estaba.-Todavía no es demasiado tarde ,¿verdad?-No. Todavía tenemos mucho tiempo. No quiero que se preocupe.

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-Intentaré no preocuparme.-Bien. La llamaré.-¿Cada dos horas?-Cada dos horas.

Había llevado la conversación muy bien. A pesar de todo, había conseguidocalmar a Virginia Stillman. Le resultaba difícil de creer, pero ella parecía seguirconfiando en él. Aunque eso no le serviría de nada. Porque lo cierto era que le habíamentido. No tenía varias ideas. No tenía ni siquiera una.

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Stillman había desaparecido. El viejo era ahora parte de la ciudad. Era una mota,un signo de puntuación, un ladrillo en un interminable muro de ladrillos. Quinn podríapasear por las calles todos los días durante el resto de su vida y no encontrarle nunca.Todo había quedado reducido al azar, una pesadilla de números y probabilidades. Nohabía ninguna pista, ningún indicio, ningún paso que dar.

Quinn retrocedió mentalmente al comienzo del caso. Su trabajo consistía enproteger a Peter, no en seguir a Stillman. Eso había sido simplemente un método, unaforma de tratar de predecir lo que sucedería. La teoría era que observando a Stillman seenteraría de cuáles eran sus intenciones respecto a Peter. Había seguido al ancianodurante dos semanas. ¿A qué conclusiones podía llegar? A no muchas. Elcomportamiento de Stillman había sido demasiado confuso para dar ninguna indicación.

Había, por supuesto, ciertas medidas extremas que podían tomarse. Podríasugerirle a Virginia Stillman que pidiera un número de teléfono que no apareciese en laguía. Eso eliminaría las perturbadoras llamadas, por lo menos temporalmente. Si esofallaba, ella y Peter podrían mudarse. Podrían dejar el barrio, quizá incluso la ciudad.En el peor de los casos, podrían adoptar una nueva identidad, vivir bajo un nombrefalso.

Este último pensamiento le recordó algo importante. Se dio cuenta de que hastaentonces nunca se había planteado seriamente las circunstancias de su contratación. Lascosas habían sucedido demasiado rápidamente, y él había dado por sentado quesustituiría a Paul Auster. Una vez dado el salto de adoptar ese nombre, había dejado depensar en el propio Auster. Si ese hombre era tan buen detective como pensaban losStillman, quizá podría ayudarle con el caso. Quinn se lo confesaría todo, Auster leperdonaría, y juntos trabajarían para salvar a Peter Stillman.

Buscó en las páginas amarillas la Agencia de Detectives Auster. No aparecía enla lista. En las páginas blancas, sin embargo, encontró el nombre. Había un Paul Austeren Manhattan, vivía en Riverside Drive, no lejos de la casa de Quinn. No había ningunamención a una agencia de detectives, pero eso no necesariamente significaba algo.Podría ser que Auster tuviese tanto trabajo que no necesitara anunciarse. Quinn cogió elteléfono y estaba a punto de marcar cuando se lo pensó mejor. Era una conversacióndemasiado importante como para tenerla por teléfono. No debía correr el riesgo de quele colgase. Si Auster no tenía oficina, trabajaba en casa; iría allí y hablaría con él cara acara.

La lluvia había cesado y aunque el cielo seguía estando gris, Quinn pudo ver a lolejos, hacia el oeste, un diminuto rayo de luz atravesando las nubes. Mientras caminabapor Riverside Drive, tomó conciencia de que ya no estaba siguiendo a Stillman. Tuvo la

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sensación de que había perdido la mitad de si mismo. Durante dos semanas había estadoatado al viejo por un hilo invisible. Todo lo que hacía Stillman, lo hacía él; a donde ibaStillman, iba él. Su cuerpo no estaba acostumbrado a aquella nueva libertad y durantelas primeras manzanas anduvo arrastrando los pies. Aquel trabajo había terminado, perosu cuerpo no lo sabía aún.

El edificio de Auster estaba a la mitad de la larga manzana entre la Cientodieciséis y la Ciento diecinueve, justo al sur de la iglesia de Riverside y la tumba deGrant. Era un lugar bien cuidado, con picaportes brillantes y cristales limpios, y tenía unaire de sobriedad burguesa que en ese momento atrajo a Quinn. El piso de Auster estabaen la undécima planta y Quinn llamó al timbre del portero automático, esperando oíruna voz que le hablara por el interfono. Pero le contestó el zumbido de la puerta sinmediar conversación. Quinn empujó y abrió, cruzó el portal y subió en el ascensor a laundécima planta.

Fue un hombre quien le abrió la puerta del piso. Era un individuo alto y moreno,de treinta y tantos años, con la ropa arrugada y barba de dos días. En la mano derecha,sujeta entre el pulgar y los primeros dos dedos, sostenía una pluma estilográficadestapada, aún en la posición de escribir. El hombre pareció sorprenderse al encontrar aun desconocido frente a él.

-¿Sí? -preguntó dubitativo.Quinn habló en el tono más cortés que pudo.-¿Esperaba usted a otra persona?-A mi mujer. Por eso he abierto la puerta sin preguntar quién era.-Lamento molestarle -se disculpó Quínn-. Pero busco a Paul Auster.-Yo soy Paul Auster -dijo el hombre.-Me pregunto si podría hablar con usted. Es muy importante.-Primero tendrá que decirme de qué se trata.-Yo mismo apenas lo sé. -Quinn le dirigió a Auster una mirada sincera-. Es

complicado, me temo. Muy complicado.-¿Tiene usted nombre?-Perdone, por supuesto. Quinn.-Quinn ¿qué?-Daniel Quinn.El nombre pareció sugerirle algo a Auster y calló durante un momento,

abstraído, como buscando en su memoria.-Quinn -murmuró para sí-. Conozco ese nombre de algo.-Se quedó callado de nuevo, esforzándose por encontrar la respuesta-. No será

usted poeta, ¿verdad?-Lo fui -dijo Quinn-. Pero hace mucho tiempo que no escribo poemas.-Publicó usted un libro hace varios años, ¿no? Creo que el título era Asunto

inacabado. Un librito con tapas azules.-Sí. Ese era yo.-Me gustó mucho. Esperaba encontrar alguna otra obra suya. De hecho, incluso

me pregunté qué le habría sucedido.-Sigo aquí. Más o menos.Auster abrió la puerta del todo y le hizo un gesto a Quinn para que entrase. El

piso era bastante agradable, y tenía una forma extraña, varios pasillos largos, librosamontonados por todas partes, cuadros en las paredes de artistas que Quinn no conocíay algunos juguetes infantiles tirados por el suelo: un camión rojo, un oso marrón y unmonstruo espacial verde. Auster le llevó al cuarto de estar, le ofreció una silla con latapicería gastada y luego se fue a la cocina para traer unas cervezas. Regresó con dos

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botellas, las puso sobre un cajón de madera que hacía las veces de mesa baja y se sentóen el sofá enfrente de Quinn.

-¿Era de algún tema literario de lo que quería usted hablarme? -comenzó Auster.-No -dijo Quinn-. Ojalá. Pero esto no tiene nada que ver con la literatura.-¿Con qué, entonces?Quinn hizo una pausa, miró a su alrededor sin ver nada y trató de comenzar.-Tengo la sensación de que hay un terrible error. Yo he venido aquí buscando a

Paul Auster, el detective privado.-¿El qué?Auster se rió y con aquella risa todo estalló en pedazos de repente. Quinn se dio

cuenta de que estaba diciendo tonterías. Lo mismo podía haber preguntado por el jefeToro Sentado, el efecto no habría sido diferente.

-El detective privado -repitió en voz baja.-Me temo que ha encontrado usted al Paul Auster equivocado.-Usted es el único que viene en la guía.-Puede ser -dijo Auster-. Pero yo no soy detective.-¿Quién es usted entonces? ¿A qué se dedica?-Soy escritor.-¿Escritor? -Quinn pronunció la palabra como si fuese un lamento.-Lo siento -dijo Auster-. Pero eso es lo que soy.-Si eso es cierto, entonces no hay esperanza. Todo el asunto es un mal sueño.-No tengo ni idea de lo que está usted hablando.Quinn se lo contó. Empezó por el principio y le contó la historia entera, paso a

paso. La presión había ido acumulándose dentro de él desde la desaparición de Stillmanaquella mañana y ahora salió como un torrente de palabras. Le habló de las llamadastelefónicas preguntando por Paul Auster, de su inexplicable aceptación del caso, de suentrevista con Peter Stillman, de su conversación con Virginia Stillman, de su lecturadel libro de Stillman, de su seguimiento de Stillman desde la estación Grand Central, delos vagabundeos diarios de Stillman, de la bolsa y de los objetos rotos, de losinquietantes mapas que formaban letras del alfabeto, de sus conversaciones conStillman, de la desaparición de Stillman del hotel. Cuando llegó al final, preguntó:

-¿Cree usted que estoy loco?-No -dijo Auster, que había escuchado atentamente el monólogo de Quinn-. Yo

en su lugar probablemente habría hecho lo mismo.Estas palabras fueron un gran alivio para Quinn, como si, al fin, la carga ya no

fuera únicamente suya. Sintió ganas de abrazar a Auster y declararle amistad eterna.-No me lo estoy inventando -dijo Quinn-. Incluso tengo pruebas. -Sacó su

cartera y de ella el cheque de quinientos dólares que Virginia Stillman le habíaextendido dos semanas antes. Se lo tendió a Auster-. Como ve, está a su nombre.

Auster examinó el cheque cuidadosamente y asintió.-Parece un cheque perfectamente normal.-Bien, es suyo -dijo Quinn-. Quiero que se lo quede.-No me sería posible aceptarlo.-A mí no me sirve de nada. -Quinn miró a su alrededor e hizo un gesto vago-.

Cómprese más libros. O algunos juguetes para su hijo.-Es dinero que se ha ganado usted. Merece quedárselo. -Auster hizo una pausa-.

Hay algo que puedo hacer por usted. Puesto que el cheque está a mi nombre, lo cobrarépara usted. Lo llevaré a mi banco mañana por la mañana, lo ingresaré en cuenta y ledaré el dinero cuando lo cobre.

Quinn no dijo nada.

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-¿De acuerdo? -preguntó Auster.-De acuerdo -dijo Quinn al fin-. Veremos qué pasa.Auster dejó el cheque sobre la mesita como diciendo que el asunto estaba

resuelto. Luego se recostó en el sofá y miró a Quínn a los ojos.-Hay una cuestión mucho más importante que el cheque -dijo-. El hecho de que

mi nombre se haya visto envuelto en esto. No lo entiendo en absoluto.-Me pregunto si ha tenido usted problemas con su teléfono últimamente. A veces

las líneas se cruzan. Una persona trata de llamar a un número y, aunque marquecorrectamente, le contesta otra persona.

-Sí, eso me ha sucedido a veces. Pero aunque mi teléfono estuviera mal, eso noexplica el verdadero problema. Eso nos diría por qué recibió usted la llamada, pero nopor qué querían hablar conmigo.

-¿Es posible que conozca usted a las personas interesadas?-Nunca he oído hablar de los Stillman.-Puede que alguien quisiera gastarle una broma pesada.-No me trato con gente de ese estilo.-Nunca se sabe.-Pero lo cierto es que no se trata de una broma. Es un caso real con personas

reales.-Sí -dijo Quinn tras un largo silencio-. Soy consciente de ello.Habían llegado al final de lo que podían hablar. Más allá de ese punto no había

nada: los pensamientos fortuitos de dos hombres que no sabían nada. Quinn se diocuenta de que debía marcharse. Llevaba casi una hora allí y se acercaba el momento dellamar a Virginia Stillman. No obstante, no tenía ganas de moverse. El sillón eracómodo y la cerveza se le había subido ligeramente a la cabeza. Aquel Auster era laprimera persona inteligente con la que hablaba en mucho tiempo. Había leído la antiguaobra de Quinn, la había admirado, había deseado encontrar más. A pesar de todo, eraimposible que Quinn no se alegrara de aquello.

Se quedaron allí sentados durante unos minutos sin decir nada. Al fin Auster seencogió de hombros, lo cual parecía un reconocimiento de que habían llegado a unpunto muerto. Se levantó y dijo:

-Estaba a punto de prepararme el almuerzo. No me cuesta nada hacerlo para dos.Quinn vaciló. Era como si Auster hubiera leído sus pensamientos y adivinado lo

que más deseaba: comer, tener una excusa para quedarse un rato más.-En realidad debería irme -dijo-. Pero si, gracias. Algo de comida me vendrá

bien.-¿Qué le parece una tortilla de jamón?-Estupendo.Auster se retiró a la cocina para preparar la comida. A Quinn le hubiera gustado

ofrecerse para ayudarle, pero no podía moverse. El cuerpo le pesaba como una losa. Afalta de otra idea mejor, cerró los ojos. En el pasado a veces le había consolado hacerdesaparecer al mundo. Esta vez, sin embargo, Quinn no encontró nada interesantedentro de su cabeza. Parecía como si las cosas se hubieran detenido allí dentro. Luego,en la oscuridad, empezó a oír una voz, una voz idiota que canturreaba la misma fraseuna y otra vez: “No puedes hacer una tortilla sin romper los huevos.” Abrió los ojospara que cesaran las palabras.

Había pan y mantequilla, más cerveza, cuchillos y tenedores, sal y pimienta,servilletas y tortillas, dos, rezumando en unos platos blancos. Quinn comió condescarada voracidad, devorando la comida en lo que parecía cuestión de segundos.Después hizo un gran esfuerzo para calmarse. Las lágrimas acechaban misteriosamente

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detrás de sus ojos y su voz temblaba al hablar, pero de alguna manera consiguiódominarse. Para demostrar que no era un ingrato egocéntrico, empezó a preguntarle aAuster por su trabajo. Auster se mostró algo reticente, pero al fin reconoció que estabatrabajando en un libro de artículos. El que estaba escribiendo en aquel momento versabasobre Don Quijote.

-Uno de mis libros favoritos -dijo Quinn.-Sí, mío también. No hay nada comparable.Quinn le preguntó por el ensayo.-Supongo que podría considerarse especulativo, ya que en realidad no pretendo

demostrar nada. De hecho, está escrito irónicamente. Una lectura imaginativa, supongoque podríamos llamarlo.

-¿Cuál es su tesis?-Principalmente tiene que ver con la autoría del libro. Quién lo escribió y cómo

lo escribió.-¿Hay alguna duda?-Por supuesto que no. Pero me refiero al libro dentro del libro que Cervantes

escribió. El que imaginó que estaba escribiendo.-Ah.-Es muy sencillo. Cervantes, no sé si lo recuerda, se esfuerza mucho por

convencer al lector de que él no es el autor. El libro, dice, lo escribió en árabe CideHamete Benengeli. Cervantes describe cómo descubrió por azar el manuscrito un día enel mercado de Toledo. Contrató a alguien para que se lo tradujera al castellano ydespués se presenta a sí mismo únicamente como el corrector de la traducción. Dehecho, ni siquiera puede garantizar la exactitud de la traducción.

-Y sin embargo luego dice -añadió Quinn- que la de Cide Hamete Benengeli esla única versión auténtica de la historia de don Quijote. Todas las otras versiones sonfraudes, escritas por impostores; insiste mucho en que todo lo que se cuenta en el librosucedió realmente.

-Exactamente. Porque, después de todo, el libro es un ataque a los peligros de lasimulación. No podía fácilmente presentar una obra de la imaginación para hacer eso,¿verdad? Tenía que afirmar que era real.

-Sin embargo, siempre he sospechado que Cervantes devoraba aquellos viejoslibros de caballería. No puedes odiar algo tan violentamente a menos que una parte de tilo ame también. En cierto sentido, don Quijote no era más que un doble de Cervantes.

-Estoy de acuerdo. ¿Qué mejor retrato de un escritor que mostrar a un hombreque ha quedado embrujado por los libros?

-Precisamente.-En cualquier caso, puesto que se supone que el libro es real, de ello se deduce

que la historia tiene que estar escrita por un testigo ocular de los sucesos que en ellaocurren. Pero Cid Hamete, el autor reconocido, no aparece nunca. Ni una sola vezafirma estar presente cuando los sucesos tienen lugar. Por lo tanto, mi pregunta es ésta:¿quién es Cide Hamete Benengeli?

-Sí, ya veo adónde quiere ir a parar.-La teoría que planteo en el artículo es que en realidad es una combinación de

cuatro personas diferentes. Sancho Panza es el testigo, naturalmente. No hay ningúnotro candidato, ya que es el único que acompaña a don Quijote en todas sus aventuras.Pero Sancho no sabe leer ni escribir. Por lo tanto no puede ser el autor. Por otra parte,sabemos que Sancho tiene un gran don para el lenguaje. A pesar de sus neciosdespropósitos, les da cien vueltas hablando a todos los demás personajes del libro. Meparece perfectamente posible que le dictara la historia a otra persona, es decir, al

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barbero y al cura, los buenos amigos de don Quijote. Ellos pusieron la historia en co-rrecta forma literaria, en castellano, y luego le entregaron el manuscrito a SimónCarrasco, el bachiller de Salamanca, el cual procedió a traducirlo al árabe. Cervantesencontró la traducción, mandó pasarla de nuevo al castellano y luego publicó el libro,Don Quijote de la Mancha.

-Pero ¿por qué se tomarían Sancho y los otros tantas molestias?-Curar a don Quijote de su locura. Querían salvar a su amigo. Recuerde que al

principio queman sus libros de caballería, pero eso no da resultado. El Caballero de laTriste Figura no renuncia a su obsesión. Entonces, en un momento u otro, todos salen abuscarle con distintos disfraces (de dama en apuros, de Caballero de los Espejos, deCaballero de la Pálida Luna) con el fin de atraer a don Quijote a casa. Al final loconsiguen. El libro no era más que uno de sus trucos. La idea era poner un espejodelante de la locura de don Quijote, registrar cada uno de sus absurdos y ridículosdelirios, de tal modo que cuando finalmente leyese el libro viera lo erróneo de suconducta.

-Me gusta.-Sí. Pero hay una última vuelta de tuerca. Don Quijote, en mi opinión, no estaba

realmente loco. Sólo fingía estarlo. De hecho, él mismo orquestó todo el asunto.Recuerde que durante todo el libro don Quijote está preocupado por la cuestión de laposteridad. Una y otra vez se pregunta con cuánta precisión registrará su cronista susaventuras. Esto implica conocimiento por su parte; sabe de antemano que ese cronistaexiste. ¿Y quién podría ser sino Sancho Panza, el fiel escudero a quien don Quijote haelegido para ese propósito? De la misma manera, eligió a los otros tres para quedesempeñaran los papeles que les había destinado. Fue don Quijote quien organizó elcuarteto Benengeli. Y no sólo seleccionó a los autores, probablemente fue él quientradujo el manuscrito árabe de nuevo al castellano. No debemos considerarle incapaz detal cosa. Para un hombre tan hábil en el arte del disfraz, oscurecerse la piel y vestirsecon la ropa de un moro no debía ser muy difícil. Me gusta imaginar la escena en elmercado de Toledo. Cervantes contratando a don Quijote para descifrar la historia delpropio don Quijote. Tiene una gran belleza.

-Pero aún no ha explicado por qué un hombre como don Quijote desorganizaríasu vida tranquila para dedicarse a un engaño tan complicado.

-Ésa es la parte más interesante de todas. En mi opinión, don Quijote estabarealizando un experimento. Quería poner a prueba la credulidad de sus semejantes.¿Sería posible, se preguntaba, plantarse ante el mundo y con la más absoluta convicciónvomitar mentiras y tonterías? ¿Decirles que los molinos de viento eran caballeros, quela bacinilla de un barbero era un yelmo, que las marionetas eran personas de verdad?¿Sería posible persuadir a otros para que asintieran a lo que él decía, aunque no lecreyeran? En otras palabras, ¿hasta qué punto toleraría la gente las blasfemias si lesproporcionaban diversión? La respuesta es evidente, ¿no? Hasta cualquier punto. Laprueba es que todavía leemos el libro. Sigue pareciéndonos sumamente divertido. Y esoes en última instancia lo que cualquiera le pide a un libro, que le divierta.

Auster se recostó en el sofá, sonrió con cierto irónico placer y encendió uncigarrillo. Era evidente que estaba disfrutando, pero a Quinn se le escapaba lanaturaleza precisa de aquel placer. Parecía una especie de risa muda, un chiste que nollegaba a su culminación, un regocijo sin objetivo. Quinn estaba a punto de decir algoen respuesta a la teoría de Auster, pero no tuvo ocasión. Justo cuando abrió la boca parahablar fue interrumpido por un entrechocar de llaves en la puerta principal, el sonido dela puerta al abrirse y luego cerrarse de golpe y una algarabía de voces. La cara de

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Auster se animó al oírlas. Se levantó de su asiento, se disculpó con Quinn y fue rá-pidamente hacia la puerta.

Quinn oyó risas en el vestíbulo, primero de una mujer y luego de un niño -aguday más aguda, un staccato de metralla- y luego el bajo retumbante de la risotada deAuster. El niño habló:

-¡Papá, mira lo que he encontrado!Y luego la mujer explicó que estaba tirado en la calle, y por qué no, parecía estar

en perfecto estado. Un momento más tarde oyó que el niño venía corriendo hacia él porel pasillo. Irrumpió en el cuarto de estar, vio a Quinn y se paró en seco. Era un chiquillorubio de cinco o seis años.

-Buenas tardes -le dijo Quinn.El niño, replegándose rápidamente en su timidez, sólo respondió con un débil

hola. En la mano izquierda tenía un objeto rojo que Quinn no pudo identificar. Lepreguntó al niño qué era.

-Es un yoyó -contestó, abriendo la mano para enseñárselo-. Lo he encontrado enla calle.

-¿Funciona?El niño se encogió de hombros exageradamente, como en una pantomima.-No sé. Siri no sabe jugar. Y yo tampoco.Quinn le preguntó si podía intentarlo y el niño se acercó a él y le puso el yoyó en

la mano. Mientras lo examinaba, oyó que el niño respiraba a su lado, observando cadauno de sus movimientos. El yoyó era de plástico, parecido a aquellos con los que élhabía jugado de pequeño, pero algo más complicado, un artefacto de la era espacial.Quinn metió el dedo corazón en la presilla que había al extremo del cordel, se puso depie y lo intentó. El yoyó emitió un sonido silbante al descender y en su interior saltaronchispas. El niño abrió la boca, luego el yoyó se detuvo, balanceándose al extremo delcordel.

-Un gran filósofo dijo una vez -murmuró Quinn- que el camino de subida y elcamino de bajada son uno y el mismo.

-Pero tú no lo has hecho subir -dijo el niño-. Solamente ha bajado.-Hay que continuar intentándolo.Quinn estaba volviendo a enrollar el cordel para hacer un nuevo intento cuando

Auster y su esposa entraron en la habitación. Levantó la vista y vio primero a la mujer.En ese único y breve momento supo que tenía problemas. Ella era alta, delgada, rubia,una belleza radiante, con una energía y una felicidad que parecían hacer invisible todolo que la rodeaba. Fue demasiado para Quinn. Sintió como si Auster le estuvieraatormentando con todo lo que había perdido, y reaccionó con envidia y rabia, con unalacerante autocompasión. Sí, a él también le gustaría tener aquella mujer y aquel niño,estar sentado todo el día pariendo bobadas sobre libros antiguos, estar rodeado de yoyósy tortillas de jamón y plumas estilográficas. Rezó para sus adentros pidiendo lasalvación.Auster vio el yoyó en su mano y dijo:

-Veo que ya os conocéis. Daniel -le dijo al niño-, éste es Daniel. -Y luego aQuinn, con la misma sonrisa irónica-: Daniel, éste es Daniel.

El niño se echó a reír y dijo:-¡Todo el mundo es Daniel!-Eso es -dijo Quinn-. Yo soy tú y tú eres yo.-Y así una vez y otra vez -gritó el niño, extendiendo los brazos repentinamente y

dando vueltas y vueltas alrededor de la habitación como un giroscopio.-Y ésta -dijo Auster, volviéndose hacia la mujer- es mi esposa, Siri.

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La mujer le dirigió una sonrisa, dijo que se alegraba de conocer a Quinn como silo dijera sinceramente y luego le tendió la mano. Él se la estrechó, notando la extrañaesbeltez de sus huesos, y le preguntó si su nombre era noruego.

-No hay mucha gente que sepa eso -dijo ella.-¿Procede usted de Noruega?-Indirectamente -dijo ella-. Pasando por Northfield, Minnesota.Y entonces se rió y Quinn sintió que un poco más de sí mismo se derrumbaba.-Sé que es una invitación de último minuto -dijo Auster-, pero si tiene usted

tiempo libre, ¿por qué no se queda a cenar con nosotros?-Ah -dijo Quinn, esforzándose por dominarse-. Es muy amable por su parte.

Pero realmente tengo que irme. Ya se me ha hecho tarde.Hizo un último esfuerzo, le sonrió a la esposa de Auster y le dijo adiós con la

mano al niño.-Hasta pronto, Daniel -dijo, yendo hacia la puerta.El niño le miró desde el otro lado de la habitación y se rió de nuevo.-¡Adiós, yo! -dijo.Auster le acompañó hasta la puerta.-Le llamaré en cuanto cobre el cheque. ¿Viene usted en la guía telefónica? -le

dijo.-Sí -contestó Quinn-. Soy el único.-Si me necesita para algo -dijo Auster-, llámeme. Estaré encantado de ayudarle.Auster alargó la mano para estrechar la suya y Quinn se dio cuenta de que

todavía tenía el yoyó. Lo puso en la mano derecha de Auster, le dio unas palmaditas enel hombro y se fue.

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Ahora Quinn estaba perdido. No tenía nada, no sabía nada, sabía que no sabíanada. No sólo estaba como al principio, estaba antes del principio, tan lejos delprincipio que era peor que cualquier final que pudiera imaginar.

Según su reloj eran casi las seis. Quinn volvió a casa por donde había venido,alargando sus pasos a cada nueva manzana. Cuando llegó a su calle, iba corriendo. Hoyes dos de junio, se dijo. Intenta recordarlo. Esto es Nueva York y mañana será tres dejunio. Si todo va bien, pasado mañana será cuatro. Pero nada es seguro.

Hacía rato que había pasado la hora de su llamada a Virginia Stillman, y dudó sihacerla. ¿Sería posible pasar de ella? ¿Podría abandonarlo todo, así, por las buenas? Sí,se dijo, es posible. Podría olvidar el caso, volver a su rutina, escribir otro libro. Podríahacer un viaje si quería, incluso marcharse del país por algún tiempo. Podría ir a París,por ejemplo. Sí, eso era posible. Pero cualquier sitio serviría, pensó, cualquier sitio.

Se sentó en el cuarto de estar y miró las paredes. Recordaba que habían sidoblancas, pero ahora habían adquirido una curiosa tonalidad amarilla. Quizá se iríanensuciando aún más, poniéndose grises, o incluso marrones, como una pieza de frutatocada. Una pared blanca se convierte en una pared amarilla que luego se convierte enuna pared gris, se dijo. La pintura se gasta, la ciudad invade con su hollín, el yeso sedesmorona. Cambios y más cambios.

Fumó un cigarrillo, y luego otro, y luego otro. Se miró las manos, vio que lastenía sucias y se levantó para lavárselas. En el cuarto de baño, con el agua corriendo enel lavabo, decidió afeitarse también. Se puso espuma en la cara, sacó una cuchilla nuevay empezó a quitarse la barba. Por alguna razón encontraba desagradable mirarse al

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espejo y trataba de rehuir su imagen con los ojos. Te estás volviendo viejo, se dijo, teestás convirtiendo en un viejo imbécil. Luego entró en la cocina, se tomó un cuenco decereales y se fumó otro cigarrillo.

Ya eran las siete. Una vez más debatió consigo mismo si debía llamar a VirginiaStillman. Mientras le daba vueltas al asunto se le ocurrió que ya no tenía criterio. Veíael argumento a favor de hacer la llamada y al mismo tiempo veía el argumento a favorde no hacerla. Al final, fue la educación la que le decidió. No sería justo desaparecer sinavisarla. Una vez lo hubiera hecho, sería perfectamente aceptable. Con tal que le digas ala gente lo que vas a hacer, razonó, da igual lo que hagas. Eres libre de hacer lo quequieras.

El teléfono, sin embargo, comunicaba. Esperó cinco minutos y volvió a marcar.El teléfono seguía comunicando. Durante la hora siguiente Quinn marcó y esperóalternativamente, siempre con el mismo resultado. Al fin llamó a la operadora y lepreguntó si el teléfono estaba averiado. Le cobrarían treinta centavos por la consulta, leadvirtieron. Luego oyó un chisporroteo en la línea, el sonido de marcar, mas voces.Quinn trató de imaginar qué aspecto tendrían las operadoras. Luego la primera mujer lehabló de nuevo: el número comunicaba.

Quinn no sabía qué pensar. Había tantas posibilidades que ni siquiera podíaempezar a considerarlas. ¿Stillman? ¿El teléfono descolgado? ¿Alguna otra persona?

Encendió la televisión y vio las dos primeras entradas del partido de los Mets.Luego marcó una vez más. Lo mismo. Al comienzo de la tercera St. Louis marcó conuna base robada y un bombo sacrificado. Los Mets igualaron esa carrera en mitad de laentrada con un doble de Wilson y un sencillo de Youngblood. Quínn se dio cuenta deque le daba igual. Apareció un anuncio de cerveza y quitó el sonido. Por vigésima veztrató de hablar con Virginia Stillman y por vigésima vez le ocurrió lo mismo. Alcomienzo de la cuarta entrada St Louis marcó cinco carreras y Quinn quitó la imagentambién. Encontró su cuaderno rojo, se sentó ante su mesa de trabajo y escribió sinparar durante las siguientes dos horas. No se molestó en leer lo que había escrito. Luegollamó a Virginia Stillman y oyó nuevamente la señal de comunicar. Colgó el teléfonocon tanta fuerza que el plástico se rompió. Cuando intentó volver a llamar, ya no pudoconseguir el tono para marcar. Se levantó, entró en la cocina y se preparó otro cuencode cereales. Luego se fue a la cama.

En su sueño, que más tarde olvidó, se encontraba andando por Broadwayllevando de la mano al hijo de Auster.

Quinn pasó todo el día siguiente andando. Empezó temprano, justo después delas ocho, y no se detuvo a considerar adónde iba. Ese día vio muchas cosas en las queno se había fijado antes.

Cada veinte minutos entraba en una cabina telefónica y llamaba a VirginiaStillman. Lo que había ocurrido la noche anterior seguía ocurriendo ese día. A aquellasalturas Quinn esperaba que el número diera señal de comunicar. Ya ni siquiera lemolestaba. La señal se había convertido en un contrapunto a sus pasos, un metrónomoque marcaba constantemente en medio de los ruidos fortuitos de la ciudad. Encontrabacierto consuelo en la idea de que cada vez que marcara el número, el sonido estaría allí,siempre invariable en su negativa, negando el discurso y la posibilidad del discurso, taninsistente como los latidos de un corazón. Virginia y Peter Stillman estaban ahora fuerade su alcance. Pero podía tranquilizar su conciencia con el pensamiento de quecontinuaba intentándolo. Fuera cual fuera la oscuridad a la que le conducían, él no loshabía abandonado todavía.

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Bajó por Broadway hasta la calle Setenta y dos, torció al este hacia Central ParkWest y siguió hasta llegar a la Cincuenta y nueve y la estatua de Colón. Allí torció denuevo hacia el este, avanzando por Central Park South hasta Madison Avenue, dondetiró a la derecha y caminó hacia la estación Grand Central. Después de dar vueltas alazar por unas cuantas manzanas, continuó hacia el sur cosa de un kilómetro, llegó alcruce de Broadway con la Quinta Avenida en la calle Veintitrés, se detuvo para mirar eledificio Flatiron y luego cambió de rumbo, cogiendo una transversal en dirección oestehasta que llegó a la Séptima Avenida, donde viró a la izquierda y siguió hacia el centro.En Sheridan Square giró de nuevo hacia el este, deambulando por Waverly Place,cruzando la Sexta Avenida y continuando hasta Washington Square. Pasó bajo el arco yse abrió camino hacia el sur entre el gentío, deteniéndose momentáneamente para mirara un funambulista que estaba haciendo su número sobre una cuerda tendida entre unafarola y el tronco de un árbol. Luego dejó el parquecito por la esquina este, cruzó lasviviendas universitarias con sus parterres de hierba y torció a la derecha en HoustonStreet. En West Broadway giró de nuevo, esta vez a la izquierda, y siguió hasta Canal.Desviándose ligeramente a su derecha, pasó por un parque de bolsillo y se metió porVarick Street, pasó por el número seis, donde había vivido algún tiempo, y luegoretomó su rumbo sur, cogiendo nuevamente West Broadway donde se cruza con Varick.West Broadway le llevó hasta la base del World Trade Centre y al vestíbulo de una delas torres, donde hizo su decimotercera llamada del día a Virginia Stillman. Quinndecidió comer algo, entró en uno de los restaurantes de comida rápida de la planta bajay consumió despacio un sandwich mientras trabajaba en el cuaderno rojo. Despuéscontinuó andando hacia el este, vagabundeando por las estrechas calles del distritofinanciero, y luego se dirigió hacia el sur, hacia Bowling Green, donde vio el agua y lasgaviotas que volaban sobre ella a la luz del mediodía. Por un momento consideró laposibilidad de dar un paseo en el transbordador de Staten Island, pero luego lo pensómejor y echó a andar en dirección norte. En Fulton Street se metió a la derecha y siguióen dirección noreste por East Broadway, que le llevó a las miasmas del Lower East Sidey luego a Chinatown. Desde allí encontró el Bowery, que le condujo por la calleCatorce. Después torció a la izquierda, cortó diagonalmente por Union Square y siguióa lo largo de Park Avenue South. En la calle Veintitrés se dirigió hacia el norte. Unasmanzanas después torció otra vez a la derecha, anduvo una manzana hacia el este yluego subió por la Tercera Avenida durante un rato. En la calle Treinta y dos torció a laderecha, llegó a la Segunda Avenida, torció a la izquierda, subió tres manzanas y luegotorció a la derecha por última vez, encontrándose en la Primera Avenida. Entoncesanduvo los siete bloques de las Naciones Unidas y decidió tomarse un breve descanso.Se sentó en un banco de piedra en la plaza y respiró hondo, relajándose al aire y al solcon los ojos cerrados. Luego abrió el cuaderno rojo, sacó del bolsillo el bolígrafo delsordomudo y comenzó una página nueva.Por primera vez desde que había comprado el cuaderno rojo, lo que escribió no teníanada que ver con el caso de los Stillman. Más bien se concentró en las cosas que habíavisto mientras paseaba. No se detuvo a pensar en lo que estaba haciendo ni analizó lasposibles implicaciones de aquel acto inusual. Sentía la necesidad de registrar ciertoshechos y quería escribirlos antes de que se le olvidaran.

Hoy, como nunca antes: los vagabundos, los desarrapados, las mujerescon las bolsas, los marginados y los borrachos. Van desde los simplementemenesterosos hasta los absolutamente miserables. Dondequiera que mires, allíestán, en los barrios buenos como en los malos.

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Algunos mendigan con una apariencia de orgullo. Dame ese dinero,parecen decir, y pronto volveré a estar entre vosotros, yendo y viniendoapresuradamente en mi rutina cotidiana. Otros han renunciado a la esperanza desalir algún día de su marginalidad. Están ahí despatarrados sobre la acera con unsombrero, una taza o una caja, sin molestarse siquiera en mirar al transeúnte,demasiado derrotados como para dar las gracias a quienes dejan caer unamoneda ante ellos. Otros tratan por lo menos de trabajar para ganarse el dineroque les dan: el ciego vendedor de lápices, el borracho que te lava el parabrisasdel coche. Algunos cuentan historias, generalmente trágicos relatos de su propiavida, como para dar a sus benefactores algo a cambio de su bondad, aunque seansólo palabras.

Otros tienen verdadero talento. Por ejemplo, el viejo negro de hoy quebailaba claqué mientras hacía malabarismos con cigarrillos, aún digno,claramente en otro tiempo un artista de variedades, vestido con un traje morado,una camisa verde y una corbata amarilla, la boca fija en una sonrisa teatral amedias recordada. También están los que hacen dibujos con tizas en la acera ylos músicos: saxofonistas, guitarristas, violinistas. Ocasionalmente, incluso teencuentras con un genio, como me ha ocurrido a mí hoy:

Un clarinetista de edad indefinida, con un sombrero que le oscurecía lacara, sentado en la acera con las piernas cruzadas a la manera de un encantadorde serpientes. Justo delante de él había dos monos de cuerda, uno con unapandereta y el otro con un tambor. Mientras uno sacudía y el otro golpeaba,marcando un extraño y preciso ritmo, el hombre improvisaba infinitas yminúsculas variaciones con su instrumento, balanceando el cuerpo rígidamentehacia adelante y hacia atrás, imitando enérgicamente el ritmo de los monos.Tocaba con garbo y elegancia, vivas y ondulantes figuras en tono menor, comosi estuviera contento de encontrarse allí con sus amigos mecánicos, encerrado enel universo que él mismo había creado, sin levantar los ojos ni una sola vez.Seguía y seguía, al final siempre lo mismo, y sin embargo cuanto más leescuchaba más me costaba marcharme.

Estar dentro de esa música, ser atraído al circulo de sus repeticiones:quizá ése sea un lugar donde uno pueda al fin desaparecer.

Pero los mendigos y los artistas constituyen sólo una pequeña parte de lapoblación vagabunda. Son la aristocracia, la élite de los caídos. Mucho másnumerosos son quienes no tienen nada que hacer, ningún sitio adonde ir.Muchos son borrachos, pero ese término no hace justicia a la devastación queencarnan. Sacos de desesperación, cubiertos de harapos, las caras magulladas ysangrantes, avanzan por las calles arrastrando los pies como si llevaran cadenas.Dormidos en las puertas, tambaleándose entre el tráfico, derrumbados en lasaceras, parecen estar por todas partes en el momento en que los buscas. Algunosmorirán de inanición, otros morirán de frío, otros serán apaleados, quemados otorturados.

Por cada alma perdida en ese infierno particular, hay varias otrasencerradas en la locura, incapaces de salir al mundo que se halla al otro lado desus cuerpos. Aunque parecen estar ahí, no se puede contar con que estén presen-tes. Por ejemplo, el hombre que va a todas partes con un juego de palillos de

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tambor, aporreando la acera con ellos a un ritmo precipitado y desatinado,incómodamente encorvado mientras avanza por la calle golpeando insistente-mente el cemento. Quizá piensa que está haciendo algo importante. Quizá, si nohiciera lo que hace, la ciudad se vendría abajo. Quizá la luna se saldría de suórbita y se estrellaría contra la tierra. Hay quienes hablan solos, quienesmascullan, quienes gritan, quienes maldicen, quienes gimen, quienes se cuentanhistorias a sí mismos como si lo hicieran a otra persona. Como el hombre que hevisto hoy, sentado como un montón de basura, enfrente de la estación GrandCentral, diciendo en voz alta y aterrada mientras la multitud pasabaapresuradamente a su lado: “Tercero de infantería de marina... comiendoabejas... las abejas me salían por la boca.” O la mujer que le gritaba a un com-pañero invisible: “¡Y qué pasa si no quiero! ¡Y qué pasa si no me da la realgana!”

Hay mujeres con bolsas de plástico y hombres con cajas de cartón, quecargan con sus pertenencias de un sitio a otro, siempre en movimiento, como siimportara dónde estuvieran. Hay un hombre envuelto en la bandera americana.Hay una mujer con una máscara de carnaval en la cara. Hay un hombre con unabrigo andrajoso, los pies envueltos en trapos, que lleva en la mano una perchacon una camisa blanca perfectamente planchada, aún enfundada en el plástico dela tintorería. Hay un hombre con traje de ejecutivo, los pies descalzos y un cascode fútbol americano en la cabeza. Hay una mujer cuya ropa está cubierta de lospies a la cabeza de chapas de campaña presidencial. Hay un hombre que caminacon la cara entre las manos, llorando histéricamente y repitiendo una y otra vez:“No, no, no. Él ha muerto. Él no ha muerto. No, no, no. Él ha muerto. Él no hamuerto.”

Baudelaire: Il me semble que je serais toujours bien là oú je ne suis pas.En otras palabras: me parece que siempre seré feliz allí donde no estoy. O, másdirectamente: dondequiera que no estoy es donde soy yo mismo. O bien, co-giendo el toro por los cuernos: en cualquier parte fuera del mundo.

Era casi de noche. Quinn cerró el cuaderno rojo y se guardó el bolígrafo en elbolsillo. Quería pensar un poco más en lo que había escrito pero descubrió que nopodía. El aire a su alrededor era suave, casi dulce, como si ya no perteneciera a laciudad. Se levantó del banco, estiró los brazos y las piernas y se dirigió a una cabinatelefónica, desde donde llamó a Virginia Stillman una vez más. Luego se fue a cenar.

En el restaurante se dio cuenta de que había tomado una decisión. Sin siquierasaberlo, la respuesta ya estaba allí, totalmente formada en su cabeza. La señal decomunicar, ahora lo comprendía, no había sido arbitraria. Era un signo, y le decía quetodavía no podía romper su relación con el caso aunque quisiera. Había tratado decontactar con Virginia Stillman para decirle que había terminado con el asunto, pero eldestino no se lo había permitido. Quinn se paró a considerar esto. ¿Era “destino”realmente la palabra que quería usar? Parecía una elección demasiado fuerte yanticuada. Y sin embargo, cuando la examinó más a fondo, descubrió que eraprecisamente lo que quería decir. O, si no precisamente, se acercaba más que ningúnotro término que se le ocurriera. Destino en el sentido de lo que era, de lo que resultaba

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ser. Era algo parecido a la palabra “it” en la frase “it is raining” o “it is night”.7 Quinnnunca había sabido a qué se refería “it”. Una condición generalizada de las cosas tal ycomo eran, quizá; el estado de ser que era el terreno en el que tenían lugar los sucesosdel mundo. No podía ser más concreto. Pero quizá en realidad no buscaba nadaconcreto.

Era el destino, entonces. Pensara lo que pensara, por mucho que deseara quefuese diferente, no podía hacer nada al respecto. Había dicho que sí a una proposición yahora era impotente para deshacer ese sí. Lo cual significaba una sola cosa: tenía queseguir hasta el final. No podía haber dos respuestas. Era esto o aquello. Y era así, tantosi le gustaba como si no.

Lo de Auster era claramente una equivocación. Quizá había existido alguna vezun detective privado en Nueva York con ese nombre. El marido de la enfermera dePeter era un policía retirado, por lo tanto no era un hombre joven. En sus tiempos sinduda había un Auster con una buena reputación y, naturalmente, había pensado en élcuando le pidieron que les diera el nombre de un detective. Había buscado en la guíatelefónica, había encontrado una sola persona con ese nombre y había dado porsupuesto que se trataba del mismo hombre. Luego les dio el número a los Stillman. Enese punto se produjo la segunda equivocación. Había una avería en las líneas y dealguna manera su número se cruzó con el de Auster. Esas cosas ocurrían todos los días.Así que él había recibido la llamada que, en cualquier caso, iba destinada al hombreequivocado. Todo encajaba perfectamente.

Quedaba un problema. Si no podía contactar con Virginia Stillman, si, como élcreía, se pretendía que no contactara con ella, ¿qué debía hacer exactamente? Su trabajoconsistía en proteger a Peter, en asegurarse de que no le ocurriera nada malo. ¿Acasoimportaba lo que Virginia Stillman pensase que estaba haciendo, siempre y cuando élhiciera lo que tenía que hacer? En teoría un detective debía mantenerse en estrechocontacto con su cliente. Ése había sido siempre uno de los principios de Max Work.Pero ¿era realmente necesario? Con tal que Quinn hiciera su trabajo, ¿qué podíaimportar? Si había algún malentendido, seguramente podría aclararse una vez que elcaso se resolviera.

Entonces, podía proceder como quisiera. Ya no tendría que telefonear a VirginiaStillman. Podría abandonar la oracular señal de comunicar de una vez por todas. Apartir de ahora nada le detendría. A Stillman le sería imposible acercarse a Peter sin queQuinn lo supiera.

Quinn pagó la cuenta, se metió un palillo mentolado en la boca y echó a andarde nuevo. No tenía que ir muy lejos. Por el camino se detuvo en un Citibank y pidió susaldo en el cajero automático. Había trescientos cuarenta y nueve dólares en su cuenta.Retiró trescientos, se metió el dinero en el bolsillo y siguió andando. En la calleCincuenta y siete torció a la izquierda y continuó hasta Park Avenue. Allí torció a laderecha y siguió caminando hacia el norte hasta llegar a la calle Sesenta y nueve. En esepunto torció a la derecha para entrar en la manzana de los Stillman. El edificio tenía elmismo aspecto que el primer día. Miró hacia arriba para ver si había alguna luz en elpiso, pero no podía recordar cuáles eran las ventanas de los Stillman. La calle estabaabsolutamente tranquila. No pasaban coches ni transeúntes. Quinn cruzó al otro lado,encontró un sitio adecuado en un estrecho callejón y se instaló allí para pasar la noche.

7 Pronombre neutro de la tercera persona del singular que se usa como sujeto gramatical de verbos yfrases impersonales, en las cuales no se traduce. It is raining, “llueve”; it is night, “es de noche”. (N. de1a T.)

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Pasó mucho tiempo. Cuánto exactamente es imposible saberlo. Semanasciertamente, pero quizá incluso meses. El relato de este periodo es menos completo delo que el autor habría deseado. Pero la información es escasa y ha preferido pasar poralto lo que no podía confirmar de un modo definitivo. Dado que esta historia se basaenteramente en hechos, el autor cree que es su deber no sobrepasar los límites de loverificable, resistirse a toda costa a los peligros de la invención. Incluso el cuadernorojo, que hasta ahora ha proporcionado una detallada relación de las experiencias deQuinn, es sospechoso. No podemos saber con certeza lo que le sucedió a Quinn duranteeste periodo, ya que en este punto de la historia es donde él empieza a perder el control.

Permaneció la mayor parte del tiempo en el callejón. No resultaba incómodo unavez que se acostumbró y tenía la ventaja de quedar bien oculto a la vista. Desde allípodía observar todas las idas y venidas al edificio de los Stillman. Nadie podía entrar osalir sin ser visto por él. Al principio le sorprendió no ver a Virginia ni a Peter. Perohabía muchos chicos de recados entrando y saliendo constantemente y al fin se diocuenta de que no tenían necesidad de salir del edificio. Podían encargarlo todo. Fueentonces cuando Quinn comprendió que también ellos estaban escondidos, esperandodentro de su piso a que el caso terminara.

Poco a poco, Quinn se adaptó a su nueva vida. Tuvo que enfrentarse a algunosproblemas, pero consiguió resolverlos uno por uno. Antes que nada, estaba la cuestiónde la comida. Dado que se le exigía la máxima vigilancia, se resistía a dejar su puestopor mucho rato. Le atormentaba pensar que pudiera suceder algo en su ausencia y seesforzó por minimizar los riesgos. Había leído en alguna parte que entre las 3.30 y las4.30 de la noche era cuando más personas se hallaban dormidas en sus camas.Estadísticamente hablando, las probabilidades de que no ocurriera nada durante esa horaeran mayores, por lo tanto Quinn eligió ese momento para hacer sus compras. EnLexington Avenue, no lejos de allí, había una tienda de comestibles abierta toda lanoche, y a las 3.30 Quinn entraba a paso rápido (para hacer ejercicio y también paraahorrar tiempo) y compraba lo que necesitaba para las siguientes veinticuatro horas.Resultó no ser mucho y a medida que pasaba el tiempo necesitaba cada vez menos.Porque Quinn aprendió que comer no era necesariamente la solución al problema de laalimentación. Una comida no era más que una frágil defensa contra la inevitabilidad dela siguiente comida. El alimento en sí mismo nunca podía ser la respuesta a la cuestióndel alimento: solamente retrasaba el momento en que habría que plantear la cuestión enserio. El mayor peligro, por lo tanto, era comer demasiado. Si tomaba más de lo quedebía, aumentaba su apetito para la siguiente comida y en consecuencia necesitaba másalimento para satisfacerse. Manteniendo una estrecha y constante vigilancia sobre símismo, Quinn pudo invertir el proceso gradualmente. Su ambición era comer lo menosposible, y de esta manera retrasar su hambre. En el mejor de todos los mundos, tal vezhabría podido aproximarse al cero absoluto, pero no quería ser excesivamente am-bicioso en sus actuales circunstancias. Prefirió conservar el ayuno absoluto en su mentecomo un ideal, un estado de perfección al que podía aspirar pero nunca conseguir. Serecordaba a sí mismo todos los días que no quería morirse de hambre, simplementequería darse a sí mismo la libertad de pensar en las cosas que verdaderamente lepreocupaban. Por ahora eso significaba mantener el caso en el primer plano de suspensamientos. Afortunadamente, esto coincidía con su otra ambición principal: hacerque los trescientos dólares le duraran lo más posible. No es preciso decir que Quinnperdió mucho peso durante este periodo.

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Su segundo problema era el sueño. No podía permanecer despierto todo eltiempo, pero eso era lo que la situación requería realmente. También en esto se vioobligado a hacer ciertas concesiones. Como ocurría con la comida, Quinn consideróque podía bastarle con menos de lo que tenía por costumbre. En lugar de las seis u ochohoras de sueño a que estaba acostumbrado, decidió limitarse a tres o cuatro. Adaptarse aeso fue difícil, pero mucho más difícil fue el problema de cómo distribuir esas horaspara mantener la máxima vigilancia. Estaba claro que no podía dormir tres o cuatrohoras seguidas. Los riesgos eran demasiado grandes. Teóricamente, la utilización máseficaz del tiempo sería dormir treinta segundos cada cinco o seis minutos. Eso reduciríacasi a cero las probabilidades de perderse algo. Pero se daba cuenta de que aquello erafísicamente imposible. Por otra parte, utilizando esta imposibilidad como una especie demodelo, trató de entrenarse para echar una serie de cortos sueñecitos, alternando entre elsueño y la vigilia lo más a menudo que podía. Fue una larga lucha que exigía disciplinay concentración, porque cuanto más duraba el experimento, más agotado se encontraba.Al principio intentó secuencias de cuarenta y cinco minutos cada una, luegogradualmente las redujo a treinta. Hacia el final, había empezado a conseguir lasiestecita de quince minutos con bastante éxito. Una iglesia cercana le ayudaba en susesfuerzos, ya que sus campanas tocaban cada quince minutos: una campanada en elcuarto, dos campanadas en la media, tres campanadas en los tres cuartos y cuatrocampanadas en la hora, seguidas del número de campanadas de la hora exacta. Quinnvivía al ritmo de aquel reloj y acabó teniendo dificultad para distinguirlo de sus propiaspulsaciones. Empezaba su rutina a medianoche, cerraba los ojos y se dormía antes deque dieran las doce. Quince minutos más tarde se despertaba, con la doble campanadade la media hora se dormía nuevamente y con la triple campanada de los tres cuartos sedespertaba otra vez. A las 3.30 iba a comprar su comida, volvía a las 4 y se dormía otravez. Tuvo pocos sueños durante este periodo. Cuando los tenía, eran extraños: brevesvisiones de lo inmediato: las manos, los zapatos, la pared de ladrillo que había a su lado.Tampoco hubo nunca un momento en el que no estuviera mortalmente cansado.

Su tercer problema era encontrar cobijo, pero éste lo resolvió más fácilmenteque los otros dos. Afortunadamente, el tiempo siguió siendo bueno, y a medida que laprimavera se iba convirtiendo en verano, hubo pocas lluvias. De vez en cuandolloviznaba y una o dos veces cayó un aguacero con truenos y relámpagos. Pero enconjunto no estuvo mal, y Quinn no dejaba de dar gracias por su suerte. En el fondo delcallejón había un gran contenedor metálico de basura, y cada vez que llovía por lanoche, Quinn se metía dentro para protegerse. En el interior el hedor era insoportable eimpregnaba su ropa durante días, pero Quinn prefería eso a mojarse, ya que no queríacorrer el riesgo de coger un resfriado o caer enfermo. Felizmente, la tapa estabadeformada y no ajustaba bien sobre el contenedor. En una esquina quedaba un hueco deunos quince o veinte centímetros que formaba una especie de respiradero por el queQuinn podía asomar la nariz para aspirar el aire de la noche. Descubrió que poniéndosede rodillas encima de la basura y apoyando el cuerpo contra una pared del contenedor,no estaba totalmente incómodo.

Las noches claras dormía debajo del contenedor, poniendo la cabeza de tal modoque en el momento en que abría los ojos veía el portal del edificio de los Stillman. Encuanto a vaciar la vejiga, generalmente lo hacia al fondo del callejón, detrás delcontenedor y de espaldas a la calle. Su intestino era otra historia, y para eso se metía enel contenedor con objeto de asegurarse la intimidad. Al lado del contenedor habíatambién varios cubos de basura de plástico y generalmente Quinn podía encontrar enuno de ellos suficiente papel de periódico limpio como para limpiarse, aunque una vez,

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en una emergencia, se vio obligado a usar una página del cuaderno rojo. Lavarse yafeitarse eran dos de las cosas de las que Quinn había aprendido a prescindir.

Cómo consiguió mantenerse oculto durante este período es un misterio. Peroparece que nadie le descubrió ni advirtió de su presencia a las autoridades. Sin dudaaprendió pronto el horario de los basureros y se aseguraba de estar fuera del callejóncuando aparecían. Lo mismo hacia con el portero del edificio, que depositaba la basuratodas las noches en el contenedor y los cubos. Por raro que parezca, nadie se fijó nuncaen Quinn. Era como sí se hubiera fundido con las paredes de la ciudad.

Los problemas de intendencia y vida material ocupaban cierta porción de cadadía. Sin embargo, en general Quinn disponía de mucho tiempo. Como no quería quenadie le viera, tenía que evitar a los demás del modo más sistemático posible. No podíamirarles, no podía hablarles, no podía pensar en ellos. Quinn siempre se habíaconsiderado un hombre a quien le gustaba estar solo; durante los últimos cinco años, dehecho, había buscado activamente la soledad. Pero solamente ahora, mientras su vidacontinuaba en el callejón, empezó a comprender la verdadera naturaleza de la soledad.No tenía nada de que echar mano excepto él mismo. Y de todas las cosas que descubriódurante los días que estuvo allí, ésta era la única de la que no le cabía duda: estabacayendo. Lo que no entendía, sin embargo, era esto: si estaba cayendo, ¿cómo podíasujetarse a la vez? ¿Era posible estar arriba y abajo al mismo tiempo? No parecía tenersentido.

Pasó muchas horas mirando al cielo. Desde su posición en el fondo del callejón,encajado entre el contenedor de basura y la pared, había pocas otras cosas que ver, y amedida que pasaban los días empezó a encontrar placer en el mundo de las alturas.Sobre todo, vio que el cielo nunca estaba quieto. Incluso en días sin nubes, cuando elazul parecía estar por todas partes, había pequeños cambios constantes, gradualesperturbaciones cuando el cielo clareaba y se espesaba, repentinas blancuras de aviones,pájaros y papeles voladores. Las nubes complicaban el cuadro, y Quinn pasó muchastardes estudiándolas, tratando de aprender su comportamiento, viendo si podía predecirlo que les sucedería. Se familiarizó con los cirros, los cúmulos, los estratos, los nimbosy todas sus diversas combinaciones, observando cada una de ellas por turno y viendocómo cambiaba el cielo bajo su influencia. Las nubes introducían también el aspecto delcolor y había una amplia gama a la que enfrentarse, que abarcaba del negro al blanco,con una infinidad de grises en medio. Había que investigarlos todos, medirlos ydescifrarlos. Además, estaban los tonos pastel que se formaban siempre que el sol y lasnubes se mezclaban a ciertas horas del día. El espectro de variables era inmenso, elresultado dependía de la temperatura de los diferentes niveles de la atmósfera, de lostipos de nubes presentes en el cielo y de dónde se encontraba el sol en ese precisomomento. De todo esto salían los rojos y rosas que tanto le gustaban a Quinn, lospúrpuras y bermellones, los naranjas y lavandas, los oros y los malvas evanescentes.Nada duraba mucho rato. Los colores se dispersaban pronto, mezclándose con otros yalejándose o desvaneciéndose cuando se acercaba la noche. Casi siempre había unviento que aceleraba estos acontecimientos. Desde donde estaba sentado en el callejón,Quinn raras veces lo notaba, pero observando su efecto en las nubes podía calcular suintensidad y la naturaleza del aire que transportaba. Una por una, todas las condicionesatmosféricas pasaron sobre su cabeza, del sol a la tormenta, de un cielo encapotado a uncielo radiante. Había amaneceres y crepúsculos que observar, las transformaciones delmediodía, de la tarde, de la noche. Ni siquiera en su negrura el cielo descansaba. Lasnubes se desplazaban en la oscuridad, la luna tenía siempre una forma diferente, elviento continuaba soplando. A veces una estrella se instalaba en el trozo de cielo de

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Quinn y mientras la contemplaba se preguntaba si seguiría estando allí o si se había apa-gado mucho tiempo atrás.

Así pasaron los días. Stillman no aparecía. Al final Quinn se quedó sin dinero.Al principio intentó prevenirse para ese momento y en los últimos días reservaba susfondos con maniática precisión. No gastaba ni un céntimo sin valorar primero lanecesidad de lo que creía necesitar, sin sopesar primero todas las consecuencias, lospros y los contras. Pero ni siquiera las más severas economías pudieron detener lallegada de lo inevitable.

Hacia mediados de agosto Quinn descubrió que ya no podía resistir más. Elautor ha confirmado esta fecha por medio de diligentes investigaciones. Es posible, sinembargo, que este momento se produjera a finales de julio o a principios de septiembre,ya que toda investigación de esta clase debe contemplar cierto margen de error. Pero,según su leal entender, habiendo considerado las pruebas cuidadosamente y examinadotodas las aparentes contradicciones, el autor sitúa los siguientes sucesos en agosto, enalgún momento entre el doce y el veinticinco de ese mes.

Quinn no tenía ya casi nada, unas cuantas monedas que no llegaban a un dólar.Estaba seguro de que habría recibido dinero durante su ausencia. Era simplementecuestión de retirar los cheques de su apartado de correos, llevarlos al banco y cobrarlos.Si todo iba bien, podría estar de vuelta en la Sesenta y nueve Este al cabo de pocashoras. Nunca sabremos los tormentos que sufrió por tener que dejar su puesto.

No tenía suficiente dinero para coger el autobús. Por primera vez en muchassemanas, echó a andar. Era extraño estar de nuevo en marcha, moviéndoseconstantemente de un sitio a otro, balanceando los brazos hacia detrás y hacia adelante,notando el pavimento bajo las suelas de sus zapatos. Y sin embargo allí estaba,caminando hacia el oeste por la calle Sesenta, torciendo a la derecha al llegar a MadisonAvenue y comenzando su andadura hacia el norte. Notaba las piernas débiles y leparecía que tenía la cabeza llena de aire. Debía detenerse de vez en cuando para cogeraliento y una vez, a punto de caerse, tuvo que agarrarse a una farola. Descubrió que lascosas iban mejor si levantaba los pies lo menos posible, avanzando despacio yarrastrando los pies. De esta manera podía reservar sus fuerzas para las esquinas, dondetenía que equilibrarse cuidadosamente antes de bajar y subir el bordillo.

En la calle Ochenta y cuatro se detuvo momentáneamente delante de una tienda.Había un espejo en la fachada y, por primera vez desde que había comenzado su vigilia,Quinn se vio. No era que hubiese temido enfrentarse a su imagen. Sencillamente, no sele había ocurrido. Había estado demasiado ocupado con su trabajo para pensar en símismo y era como si la cuestión de su aspecto hubiera dejado de existir. Ahora,mientras se miraba en el espejo de la tienda, no se sintió espantado ni decepcionado. Nosintió nada al respecto, porque lo cierto es que no se reconoció en la persona que veíaallí. Pensó que había visto a un desconocido en el espejo y en ese primer momento diomedia vuelta rápidamente para ver quién era. Pero no había nadie cerca de él. Entoncesse volvió otra vez para examinar el espejo más atentamente. Rasgo por rasgo, estudió lacara que tenía delante y lentamente empezó a advertir que aquella persona tenía ciertoparecido con el hombre que siempre había sido él. Sí, parecía más que probable queaquél fuese Quinn. Sin embargo, ni siquiera entonces se disgustó. La transformación ensu aspecto había sido tan drástica que no pudo evitar sentirse fascinado por ella. Sehabía convertido en un vagabundo. Su ropa estaba descolorida, desmadejada,corrompida por la suciedad. Tenía la cara cubierta de una espesa barba negra condiminutas manchas blancas. Llevaba el pelo largo y enmarañado, en mechonesenredados detrás de las orejas y cayendo en rizos casi hasta los hombros. Más que nada,

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se recordó a Robinson Crusoe, y se maravilló de lo rápidamente que se habíanproducido aquellos cambios. Había sido únicamente cuestión de meses, y en ese tiempose había convertido en otra persona. Trató de acordarse de cómo era antes, pero leresultó difícil. Miró a aquel nuevo Quinn y se encogió de hombros. En realidad, noimportaba. Antes era una cosa y ahora era otra. Ni mejor ni peor. Era diferente, nadamas.

Continuó andando varias manzanas más, luego torció a la izquierda, cruzó laQuinta Avenida y siguió a lo largo de la tapia de Central Park. En la calle Noventa yseis entró en el parque y se alegró de encontrarse entre la hierba y los árboles. Loavanzado del verano había secado buena parte del verdor y el suelo estaba salpicado deparches marrones y polvorientos. Pero los árboles seguían llenos de hojas y por todaspartes había un centelleo de luz y sombra que a Quinn le pareció milagroso y bellísimo.Era por la mañana y faltaban varias horas para el intenso calor de la tarde.

En medio del parque le venció una urgente necesidad de descansar. Allí no habíacalles, no había manzanas que marcaran las etapas de su camino y de pronto le parecióque llevaba horas andando. Tuvo la sensación de que llegar al otro lado del parque lecostaría un día o dos de obstinado caminar. Siguió unos minutos más, pero al fin suspiernas cedieron. Había un roble no lejos de donde estaba y Quinn se dirigió a él,tambaleándose como un borracho camino de su cama después de toda una noche dejuerga. Utilizando el cuaderno rojo como almohada, se tumbó en un montículo herbosoen el lado norte del árbol y se quedó dormido. Era el primer sueño ininterrumpido quese permitía en meses, y no se despertó hasta la mañana del día siguiente.

Su reloj marcaba las nueve y media y se encogió al pensar en el tiempo quehabía perdido. Se levantó y echó a correr a medio galope en dirección Oeste, asombradode haber recuperado sus fuerzas, pero maldiciéndose por las horas que habíadesperdiciado en ello. No tenía consuelo. Hiciera lo que hiciera ahora, le parecía quesiempre llegaría demasiado tarde. Podría correr cien años y seguiría llegando justocuando las puertas se cerraban.

Salió del parque en la calle Noventa y seis y siguió hacia el oeste. En la esquinade la Columbus Avenue vio una cabina telefónica, lo cual le recordó repentinamente aAuster y el cheque de quinientos dólares. Tal vez podría ahorrar tiempo recogiendo eldinero ahora. Podría ir directamente a casa de Auster, meterse el dinero en el bolsillo yevitarse el viaje a la oficina de correos y el banco. Pero ¿tendría Auster el dinero amano? Si no, quizá podrían quedar en el banco de Auster.

Quinn entró en la cabina, rebuscó en su bolsillo y sacó el dinero que le quedaba:dos monedas de diez centavos, una de veinticinco y ocho peniques. Llamó ainformación para pedir el número, recuperó su moneda de diez en la cajita de devolu-ción, volvió a depositarla y marcó. Auster cogió el teléfono al tercer timbrazo.

-Soy Quinn -dijo.Oyó un gruñido al otro lado.-¿Dónde diablos se ha metido? -Había irritación en la voz de Auster-. Le he

llamado mil veces.-He estado ocupado. Trabajando en el caso.-¿El caso?-El caso. El caso Stillman. ¿Recuerda?-Claro que recuerdo.-Por eso le llamo. Quiero ir a buscar el dinero ahora. Los quinientos dólares.-¿Qué dinero?-El cheque, ¿se acuerda? El cheque que le di. El que estaba a nombre de Paul

Auster.

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-Por supuesto que me acuerdo. Pero no hay dinero. Por eso he estado intentandohablar con usted.

-No tenía ningún derecho a gastárselo -gritó Quinn, repentinamente fuera de sí-.Ese dinero me pertenecía.

-No me lo he gastado. Me devolvieron el cheque.-No le creo.-Puede usted venir aquí y ver la carta del banco, si quiere. La tengo encima de la

mesa. Era un cheque sin fondos.-Eso es absurdo.-Sí, lo es. Pero ya no importa, ¿verdad?-Claro que importa. Necesito el dinero para continuar con el caso.-Pero si ya no hay caso. Todo ha terminado.-¿De qué está usted hablando?-De lo mismo que usted. Del caso Stillman.-Pero ¿qué quiere usted decir con lo de que ha terminado? Yo sigo trabajando en

él.-No puedo creerlo.-No sea tan condenadamente misterioso. No tengo ni la menor idea de qué me

está usted hablando.-No puedo creer que no lo sepa. ¿Dónde diablos ha estado usted? ¿No lee los

periódicos?-¿Los periódicos? Maldita sea, diga lo que tenga que decir. Yo no tengo tiempo

de leer los periódicos.Hubo un silencio al otro lado de la línea y por un momento Quinn pensó que la

conversación había terminado, que de alguna manera se había quedado dormido yacababa de despertarse con el teléfono en la mano.

-Stillman se tiró del puente de Brooklyn -dijo Auster-. Se suicidó hace dosmeses y medio.

-Está usted mintiendo.-Apareció en todos los periódicos. Puede usted comprobarlo.Quinn no dijo nada.-Era su Stillman -continuó Auster-. El que había sido catedrático de la

Columbia. Dicen que murió en el aire antes de llegar al agua.-¿Y Peter? ¿Qué hay de Peter?-No tengo ni idea.-¿Lo sabe alguien?-Imposible saberlo. Tendrá que averiguarlo usted mismo.-Sí, supongo que si -dijo Quinn.Luego, sin despedirse de Auster, colgó. Cogió la otra moneda de diez centavos y

la utilizó para llamar a Virginia Stillman. Todavía se sabía el número de memoria.Una voz mecánica le repitió el número y le comunicó que había sido

desconectado. La voz repitió el mensaje y luego la línea se cortó.

Quinn no estaba seguro de lo que sentía. En aquellos primeros momentos fuecomo si no sintiera nada, como si todo aquello no tuviera el menor sentido. Decidióposponer el pensar en ello. Ya habría tiempo para eso más tarde. Por ahora, lo único queparecía importar era irse a casa. Regresar a su apartamento, quitarse la ropa y darse unbaño caliente. Luego hojearía las revistas nuevas, pondría algún disco, limpiaría unpoco la casa. Entonces, quizá, empezaría a pensar en ello.

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Volvió a la calle Ciento siete. Las llaves de su casa seguían en su bolsillo ymientras abría la puerta del portal y subía los tres tramos de escalera hasta su piso, sesintió casi feliz. Pero entonces entró en el apartamento y se acabó toda su alegría.

Todo había cambiado. Parecía un lugar totalmente distinto y Quinn pensó quetal vez había entrado en otro apartamento por equivocación. Volvió al vestíbulo ycomprobó el número de la puerta. No, no se había equivocado. Era su apartamento; erasu llave la que había abierto la puerta. Volvió a entrar y evaluó la situación. Habíancambiado de sitio los muebles. Donde antes había una mesa ahora había una silla.Donde antes se hallaba el sofá ahora había una mesa. Había cuadros nuevos en lasparedes, una alfombra nueva en el suelo. ¿Y su mesa? La buscó pero no pudoencontrarla. Estudió los muebles más atentamente y vio que no eran los suyos. Sehabían llevado los muebles que tenía la última vez que estuvo en el apartamento. Sumesa había desaparecido, sus libros habían desaparecido, los dibujos de su hijo muertohabían desaparecido. Pasó del cuarto de estar al dormitorio. Su cama había de-saparecido, su cómoda había desaparecido. Abrió el cajón superior de la cómoda queestaba allí. Había ropa interior de mujer entremezclada en montones: panties,sujetadores, braguitas. El cajón siguiente contenía jerséis de mujer. Quinn no siguióinvestigando. En una mesa cerca de la cama había una fotografía enmarcada de unhombre joven, rubio y con la cara carnosa. Otra fotografía mostraba al mismo jovensonriente, de pie en la nieve, rodeando con el brazo a una chica de aspecto corriente.Ella también sonreía. Detrás de ellos había una pendiente, un hombre con dos esquís alhombro y el cielo azul invernal.

Quinn volvió al cuarto de estar y se sentó en un sillón. Vio en un cenicero uncigarrillo a medio fumar manchado de barra de labios. Lo encendió y se lo fumó. Luegoentró en la cocina, abrió la nevera y encontró un poco de zumo de naranja y una barrade pan. Se bebió el zumo, se comió tres rebanadas de pan y luego regresó al cuarto deestar, donde volvió a sentarse en el sillón. Quince minutos más tarde, oyó pasos que su-bían la escalera, un repiqueteo de llaves fuera de la puerta y la chica de la fotografía queentraba. Llevaba un uniforme de enfermera blanco y sostenía entre los brazos una bolsamarrón de comestibles. Cuando vio a Quinn dejó caer la bolsa y chilló. O bien primerochilló y luego dejó caer la bolsa. Quinn nunca pudo estar seguro. La bolsa se rompió aldar contra el suelo y la leche resbaló formando un camino blanco hacia el borde de laalfombra.

Quinn se puso de pie, alzó la mano en un gesto de paz y le dijo que no sepreocupara. No iba a hacerle daño. Lo único que quería era saber por qué estabaviviendo en su apartamento. Sacó la llave de su bolsillo y la sostuvo en alto como parademostrar sus buenas intenciones. Tardó un rato en convencerla pero al fin el pánico deella disminuyó.

Eso no quería decir que hubiera empezado a confiar en él o que estuviera menosasustada. Se quedó junto a la puerta abierta, dispuesta a echar a correr a la primera señalde peligro. Quinn mantuvo la distancia, dispuesto a no empeorar las cosas. Su boca nocesaba de hablar, explicando una y otra vez que ella estaba viviendo en su casa. Estabaclaro que ella no creía una palabra de lo que le decía, pero le escuchaba para seguirle lacorriente, sin duda confiando en que él terminase de hablar y finalmente se marchara.

-Llevo un mes viviendo aquí -dijo ella-. Es mi apartamento. He firmado uncontrato de un año.

-Pero ¿por qué tengo yo la llave? -preguntó Quinn por séptima u octava vez-.¿No la convence eso?

-Hay cientos de maneras por las que puede usted tener esa llave.

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-¿No le dijeron que había alguien viviendo aquí cuando alquiló usted elapartamento?

-Me dijeron que era un escritor. Pero había desaparecido. Llevaba meses sinpagar el alquiler.

-¡Ése soy yo! -exclamó Quinn-. ¡Yo soy el escritor!La chica le miró friamente y se echó a reír.-¿Escritor? Eso es lo más divertido que he oído nunca. Mírese. En mi vida he

visto mayor desastre.-He tenido algunos problemas últimamente -murmuró Quinn a modo de

explicación-. Pero son sólo temporales.-El casero me dijo que se alegraba de librarse de usted. No le gustan los

inquilinos que no tienen un puesto de trabajo. Utilizan demasiada calefacción yestropean las instalaciones.

-¿Sabe usted qué ha sido de mis cosas?-¿Qué cosas?-Mis libros. Mis muebles. Mis papeles.-No tengo ni idea. Probablemente vendió lo que pudo y tiró el resto. El

apartamento estaba vacío cuando yo me mudé.Quinn dio un profundo suspiro. Había llegado al final de sí mismo. Lo sentía

ahora, como si al fin se le hubiera revelado una gran verdad. No quedaba nada.-¿Se da cuenta de lo que esto significa? -preguntó.-Francamente, me tiene sin cuidado -dijo la chica-. Es su problema, no el mío.

Yo sólo quiero que salga de aquí. Ahora mismo. Ésta es mi casa y quiero que se vaya.Si no se marcha, llamaré a la policía para que le arresten.

Ya daba igual. Podría quedarse allí discutiendo con la chica todo el día yseguiría sin recuperar su apartamento. Lo había perdido, él se había perdido, todo estabaperdido. Tartamudeó algo inaudible, se disculpó por robarle su tiempo, pasó por su ladoy salió por la puerta.

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Como ya no le importaba lo que sucediera, a Quinn no le sorprendió que elportal del edificio de la calle Sesenta y nueve se abriera sin llave. Tampoco lesorprendió, cuando llegó a la novena planta y recorrió el pasillo hasta el piso de losStillman, que aquella puerta también estuviese abierta. Y lo que menos le sorprendiófue encontrar el piso vacío. El lugar había sido despojado de todo y las habitaciones nocontenían nada. Eran todas idénticas: un suelo de madera y cuatro paredes blancas. Estono le causó ninguna impresión especial. Estaba agotado y sólo pensaba en cerrar losojos.

Fue a una de las habitaciones del fondo del piso, un pequeño espacio que nomedia más de tres metros por uno y medio. Tenía una ventana con tela metálica quedaba a un estrecho patio y de todas las habitaciones parecía la más oscura. Dentro deesta habitación había una segunda puerta que llevaba a un cubículo sin ventana quecontenía un retrete y un lavabo. Quinn puso el cuaderno rojo en el suelo, sacó el bolí-grafo del sordomudo de su bolsillo y lo tiró sobre el cuaderno. Luego se quitó el reloj yse lo metió en el bolsillo. Después se quitó la ropa, abrió la ventana y una por una dejócaer cada prenda al patio: primero el zapato derecho, luego el izquierdo; un calcetín,luego el otro; la camisa, la chaqueta, los calzoncillos, los pantalones. No se asomó para

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verlos caer ni comprobó dónde caían. Luego cerró la ventana, se tumbó en el suelo y sedurmió.

Estaba oscuro cuando despertó. Quinn no podía estar seguro de cuánto tiempohabía transcurrido, de si era la noche de aquel día o la noche del siguiente. Incluso eraposible, pensó, que no fuese de noche. Quizá simplemente estaba oscuro dentro de lahabitación y fuera, más allá de la ventana, brillaba el sol. Durante unos momentos pensóen levantarse e ir a la ventana a mirar, pero luego decidió que no importaba. Si ahora noera de noche, pensó, se haría de noche más tarde. Eso era seguro, y tanto si miraba porla ventana como si no, la respuesta sería la misma. Por otra parte, si era de noche allí enNueva York, seguramente el sol brillaría en algún otro lugar. En China, por ejemplo, sinduda sería media tarde y los recolectores de arroz estarían enjugándose el sudor de lafrente. Noche y día no eran más que términos relativos; no se referían a una condiciónabsoluta. En cualquier momento dado, siempre era de noche y de día. La única razón deque no lo supiéramos era que no podíamos estar en dos lugares a la vez.

Quinn pensó también en levantarse e ir a otra habitación, pero luego se diocuenta de que estaba muy a gusto donde estaba. El sitio que había elegido era cómodo ydescubrió que le gustaba estar tumbado de espaldas con los ojos abiertos, mirando altecho, o lo que habría sido el techo, si hubiese podido verlo. Sólo le faltaba una cosa, yera el cielo. Se dio cuenta de que echaba de menos tenerlo sobre su cabeza después detantos días y noches pasados a la intemperie. Pero ahora estaba en un interior, y eligierala habitación que eligiera para acampar, el cielo seguiría estando oculto, inaccesibleincluso al límite más lejano de la vista.

Pensó que se quedaría allí hasta que no pudiera más. Habría agua en el lavabopara calmar su sed y eso le permitiría ganar tiempo. Finalmente sentiría hambre ytendría que comer. Pero llevaba tanto tiempo preparándose para necesitar poquísimoque sabía que pasarían varios días hasta que llegara ese momento. Decidió no pensar enello mientras no tuviera que hacerlo. No tenía sentido preocuparse, pensó, no teníasentido inquietarse por cosas que no importaban.

Trató de pensar en la vida que había vivido antes de que comenzara aquellahistoria. Le costó un gran esfuerzo, ya que ahora le parecía muy remota. Se acordó delos libros que había escrito con el nombre de William Wilson. Era extraño, pensó, quehubiera hecho aquello, y se preguntó por qué lo hacía. En su corazón comprendió queMax Work estaba muerto. Había muerto en algún lugar camino de su siguiente caso, yQuinn no conseguía lamentarlo. Ahora todo le parecía poco importante. Pensó en sumesa de trabajo y en los miles de palabras que había escrito allí. Pensó en el hombreque había sido su agente y se dio cuenta de que no recordaba su nombre. Estabandesapareciendo tantas cosas que era difícil seguirles la pista. Quinn trató de recordar laalineación de los Mets, posición por posición, pero su mente empezaba a desvariar. Elcentrocampista, recordó, era Mookie Wilson, un joven prometedor cuyo verdaderonombre era William Wilson. Seguramente había algo interesante ahí. Quinn persiguió laidea durante unos momentos pero luego la abandonó. Los dos William Wilson seanulaban el uno al otro. Eso era todo. Quinn se despidió de ambos mentalmente. LosMets acabarían en el último puesto de la clasificación una vez más y nadie sufriría porello.

Cuando volvió a despertarse, el sol entraba en la habitación. Había una bandejacon comida a su lado en el suelo, en los platos humeaba lo que parecía carne asada.Quinn aceptó aquello sin protestar. No se quedó sorprendido ni perturbado por ello. Sí,se dijo, es perfectamente posible que me dejen comida aquí. No sintió curiosidad porsaber cómo o por qué había sucedido aquello. Ni siquiera se le ocurrió salir de lahabitación para buscar la respuesta en el resto del piso. Examinó la comida de la

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bandeja más atentamente y vio que además de los dos grandes trozos de carne asadahabía siete patatitas asadas, un plato de espárragos, un panecillo tierno, una ensalada,una jarra de vino tinto, unas tajadas de queso y una pera de postre. Había una servilletade hilo blanco y los cubiertos eran de la mejor calidad. Quinn se tomó la comida, o másbien la mitad de ella, que fue lo máximo que pudo tragar.

Después de su almuerzo empezó a escribir en el cuaderno rojo. Siguióescribiendo hasta que la oscuridad volvió a la habitación. Había una pequeña lámparaen medio del techo y un interruptor junto a la puerta, pero la idea de utilizarlo no leatrajo. Poco después se durmió de nuevo. Cuando despertó, había luz del sol en lahabitación y otra bandeja con comida a su lado en el suelo. Comió lo que pudo y luegovolvió a escribir en el cuaderno rojo.

La mayor parte de las anotaciones de este periodo consisten en cuestionesmarginales relativas al caso Stillman. Quinn se preguntaba, por ejemplo, por qué no sehabía molestado en buscar las noticias del arresto de Stillman en los periódicos de 1969.Examinaba el problema de si el aterrizaje en la luna de ese mismo año había estadorelacionado de alguna manera con lo sucedido. Se preguntaba por qué se había fiado dela palabra de Auster cuando le dijo que Stillman había muerto. Trataba de pensar en loshuevos y escribía frases tales como “Un buen huevo”, “Él tenía huevo en la cara”,“Poner un huevo”, “Ser tan parecidos como dos huevos”. Se preguntaba qué habríasucedido si hubiese seguido al segundo Stillman en lugar de al primero. Se preguntabapor qué San Cristóbal, el patrón de los viajes, había sido descanonizado por el Papa en1969, justo en la época del viaje a la luna. Reflexionaba sobre la cuestión de por quédon Quijote no había querido simplemente escribir libros como los que tanto legustaban, en vez de vivir sus aventuras. Se preguntaba por qué tenía él las mismasiniciales que don Quijote. Consideraba la posibilidad de que la chica que se habíatrasladado a su apartamento fuese la misma que había visto en la estación Grand Centralleyendo su libro. Se preguntaba si Virginia Stillman habría contratado a otro detectivecuando él dejó de ponerse en contacto con ella. Se preguntaba por qué había creído aAuster cuando le dijo que le habían devuelto el cheque. Pensaba en Peter Stillman y sepreguntaba si habría dormido alguna vez en la habitación en la que él estaba ahora. Sepreguntaba si el caso había terminado realmente o si de alguna manera continuabatrabajando en él. Se preguntaba qué aspecto tendría el mapa de todos los pasos quehabía dado en su vida y qué palabra se escribiría con ellos.

Cuando estaba oscuro, dormía, y cuando había luz, comía y escribía en elcuaderno rojo. Nunca estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido en cadaintervalo, ya que no se molestaba en contar los días o las horas. Le parecía, sinembargo, que poco a poco la oscuridad había comenzado a ganar a la luz, que mientrasal principio había un predominio de sol, gradualmente la luz se había vuelto más tenue ypasajera. Primero lo atribuyó a un cambio de estación. Seguramente ya había pasado elequinoccio y quizá se aproximaba el solsticio. Pero incluso después de que llegara elinvierno y teóricamente el proceso hubiera debido empezar a invertirse, Quinnobservaba que los períodos de oscuridad continuaban ganando a los períodos de luz. Leparecía que cada vez tenía menos tiempo para comer y escribir en el cuaderno rojo.Finalmente le pareció que estos períodos habían quedado reducidos a una cuestión deminutos. Una vez, por ejemplo, terminó su comida y descubrió que sólo tenía suficientetiempo para escribir tres frases en el cuaderno rojo. La siguiente vez que hubo luz, sólopudo escribir dos frases. Empezó a saltarse las comidas para dedicarse al cuaderno rojo,comiendo sólo cuando le parecía que no podía aguantar más. Pero el tiempo continuabadisminuyendo y pronto no pudo comer más que un bocado o dos antes de que volviera

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la oscuridad. No se le ocurrió encender la luz eléctrica porque hacía tiempo que habíaolvidado que la tenía.

Este periodo de creciente oscuridad coincidió con la disminución de las páginasdel cuaderno rojo. Poco a poco Quinn estaba llegando al final. En un momento dadocomprendió que cuanto más escribiera, antes llegaría el momento en que ya no podríaescribir más. Empezó a pesar sus palabras con gran cuidado, haciendo un esfuerzo porexpresarse del modo más económico y claro posible. Lamentó haber desperdiciadotantas páginas al principio del cuaderno y hasta llegó a sentir haberse molestado enescribir sobre el caso Stillman. Porque ahora había dejado el caso muy atrás y ya no setomaba la molestia de pensar en él. Había sido un puente hacia otro lugar en su vida, yahora que lo había cruzado, había perdido su significado. Quinn ya no sentía el menorinterés por si mismo. Escribía acerca de las estrellas, la tierra, sus esperanzas para lahumanidad. Sentía que sus palabras habían quedado separadas de él, que ahoraformaban parte del ancho mundo, tan reales y específicas como una piedra, un lago ouna flor. Ya no tenían nada que ver con él. Recordaba el momento de su nacimiento ycómo había sido arrancado suavemente del útero de su madre. Recordaba la infinitabondad del mundo y de todas las personas a las que había amado. Ya nada importabaexcepto la belleza de todo esto. Quería continuar escribiendo acerca de ello y le dolíasaber que no sería posible. No obstante, trató de enfrentarse al final del cuaderno rojocon valor. Se preguntó si sería capaz de escribir sin pluma, si podría aprender a hablaren lugar de escribir, llenando la oscuridad con su voz, diciendo las palabras al aire, a lasparedes, a la ciudad, incluso aunque la luz no volviera nunca mas.

La última frase del cuaderno rojo dice: “¿Qué sucederá cuando no haya máspáginas en el cuaderno rojo?”

En este punto la historia se vuelve oscura. La información se agota y los sucesosque siguieron a esta última frase nunca se sabrán. Seria estúpido incluso aventurar unahipótesis.

Regresé de mí viaje a África en febrero, justo unas horas antes de quecomenzara a caer una nevada sobre Nueva York. Llamé a mi amigo Auster esa tarde yél me insistió en que fuese a verle en cuanto pudiera. Había algo tan apremiante en suvoz que no me atreví a negarme, aunque estaba agotado.

En su piso Auster me explicó lo poco que sabia de Quinn y luego pasó adescribirme el extraño caso en el que se había visto envuelto accidentalmente. Habíallegado a obsesionarle, me dijo, y quería que le aconsejara respecto a lo que debía hacer.Después de oírle hasta el final, empecé a enojarme con él por haber tratado a Quinn contanta indiferencia. Le regañé por no haber participado más en aquellos sucesos, por nohaber hecho algo para ayudar a un hombre que tan evidentemente tenía problemas.

Auster pareció tomarse mis palabras muy a pecho. Me dijo que por eso me habíapedido que fuera. Se sentía culpable y necesitaba desahogarse. Me dijo que yo era laúnica persona en quien podía confiar.

Había pasado los últimos meses tratando de localizar a Quinn, pero sin éxito.Quinn ya no vivía en su apartamento y todos sus intentos de encontrar a VirginiaStillman habían fracasado. Fue entonces cuando le sugerí que echáramos un vistazo alpiso de los Stillman. No sé cómo, tuve la intuición de que allí era donde Quinn habíaacabado.

Nos pusimos el abrigo, salimos y cogimos un taxi hasta la calle Sesenta y nueveEste. Nevaba desde hacía una hora y las calles ya presentaban peligro. Tuvimos pocadificultad para entrar en el edificio, nos colamos por la puerta con uno de los inquilinosque llegaba en ese momento. Subimos y encontramos la puerta de lo que había sido el

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piso de los Stillman. Estaba abierta. Entramos cautelosamente y descubrimos una seriede habitaciones vacías. En un cuarto pequeño al fondo, impecablemente limpio comotodas las demás habitaciones, vimos el cuaderno rojo tirado en el suelo. Auster lo cogió,lo hojeó brevemente y dijo que era de Quinn. Luego me lo entregó y me pidió que loguardara. El asunto le había trastornado tanto que temía quedárselo él. Le dije que loconservaría hasta que estuviera en condiciones de leerlo, pero negó con la cabeza y mecontestó que no quería verlo nunca más. Luego salimos y caminamos bajo la nieve. Laciudad estaba enteramente blanca y la nieve seguía cayendo, como si no fuera a cesarnunca.

Por lo que respecta a Quinn, me es imposible decir dónde está ahora. He seguidoel cuaderno rojo lo más atentamente que he podido y cualquier inexactitud en la historiadebe atribuírseme a mí. Había momentos en que el texto resultaba difícil de descifrar,pero he hecho todo lo que he podido y me he abstenido de cualquier interpretación. Elcuaderno rojo, por supuesto, es sólo la mitad de la historia, como cualquier lectorsensible entenderá. En cuanto a Auster, estoy convencido de que se portó mal desde elprincipio al fin. Si nuestra amistad ha terminado, él es el único culpable. En cuanto amí, sigo pensando en Quinn. Siempre estará conmigo. Y se encuentre donde seencuentre, le deseo suerte.

Fantasmas

En primer lugar está Azul. Más tarde viene Blanco, y luego Negro, y antes delprincipio está Castaño. Castaño le inició, Castaño le enseñó el oficio, y cuando Castañoenvejeció, Azul le sustituyó. Así es como empieza. El escenario es Nueva York, laépoca es el presente, y ninguno de los dos cambiará nunca. Azul va a su oficina todoslos días y se sienta detrás de su mesa, esperando que ocurra algo. Durante muchotiempo no ocurre nada, y luego un hombre que se llama Blanco entra por la puerta, y asíes como empieza.

El caso parece bastante sencillo. Blanco quiere que Azul siga a un hombre quese llama Negro y que le vigile todo el tiempo que haga falta. Cuando trabajaba paraCastaño, Azul hacia muchos trabajos de seguimiento, y éste no parece diferente, quizáincluso más fácil que la mayoría.

Azul necesita el trabajo, así que escucha a Blanco y no le hace muchaspreguntas. Supone que se trata de un caso matrimonial y que Blanco es un maridoceloso. Blanco no da muchas explicaciones. Quiere que le mande un informe a la se-mana, dice, a tal apartado de correos, mecanografiado por duplicado en hojas de tallargura y tal anchura. Azul recibirá un cheque por correo todas las semanas. Blanco ledice luego a Azul dónde vive Negro, qué aspecto tiene, etcétera. Cuando Azul lepregunta a Blanco cuánto tiempo cree que durará el caso, Blanco le contesta que no losabe. Que siga mandando los informes hasta nuevo aviso, le dice.

Para ser justos con Azul hay que decir que lo encuentra todo un poco raro. Peroafirmar que tiene recelos en ese momento sería ir demasiado lejos. Sin embargo, le esimposible no advertir ciertas cosas de Blanco. La barba negra, por ejemplo, y las cejasexcesivamente pobladas. Y luego está la piel, que parece exageradamente blanca, comosi estuviera cubierta de polvos. Azul no es ningún aficionado en el arte del disfraz y nole resulta difícil notar ése. Después de todo, Castaño fue su maestro y en sus tiempos

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Castaño era el mejor del gremio. Así que Azul empieza a pensar que se ha equivocado,que el caso no tiene nada que ver con el matrimonio. Pero no va más allá, porqueBlanco sigue hablándole y Azul necesita concentrarse en seguir sus palabras.

Todo está arreglado, dice Blanco. Hay un pequeño apartamento justo enfrentedel de Negro. Ya lo he alquilado y puede usted mudarse hoy. Pagaré el alquiler hastaque se acabe el caso.

Buena idea, dice Azul, cogiendo la llave que le da Blanco. Eso eliminará eltrabajo de piernas.

Exactamente, contesta Blanco, acariciándose la barba.Y así el asunto queda resuelto. Azul acepta el trabajo y se dan la mano. Para

demostrar su buena fe, Blanco le da a Azul un anticipo de diez billetes de cincuentadólares.

Así es como empieza, por lo tanto. Con el joven Azul y un hombre llamadoBlanco, que evidentemente no es el hombre que parece ser. No importa, se dice Azulcuando Blanco se ha ido. Estoy seguro de que tendrá sus razones. Y, además, no es miproblema. Sólo tengo que preocuparme por hacer mi trabajo.

Estamos a tres de febrero de 1947. Lo que Azul no sabe, claro está, es que elcaso durará años. Pero el presente no es menos oscuro que el pasado y su misterio esigual a cualquier cosa que nos reserva el futuro. Así es el mundo: un paso después deotro, una palabra y luego la siguiente. Hay ciertas cosas que Azul no puede saber en estemomento. Porque el conocimiento llega despacio, y cuando llega, a menudo hay quepagar un alto precio personal.

Blanco sale de la oficina y un momento más tarde Azul coge el teléfono y llamaa la futura señora Azul. Voy a esconderme, le dice a su novia. No te preocupes si estoyuna temporadita sin llamarte. Estaré pensando en ti todo el tiempo.

Azul coge una pequeña bolsa gris de un estante y mete en ella su treinta y ocho,unos prismáticos, un cuaderno y otras herramientas del oficio. Luego arregla su mesa,pone en orden sus papeles y cierra la puerta con llave. Desde allí va directamente alapartamento que Blanco ha alquilado para él. La dirección no importa. Pero digamosque está en Brooklyn Heights, por bien de la trama. Una calle tranquila, poco transitada,no lejos del puente, la calle Naranja, quizá. Walt Whithman compuso a mano la primeraedición de Hojas de hierba en esa calle en 1855 y fue ahí donde Henry Warb Beecherlanzó vituperios contra la esclavitud desde el púlpito de su iglesia de ladrillo rojo.Bueno, ya está bien de color local.

Es un pequeño estudio en el tercer piso de una casa de cuatro plantas de piedraparda. Azul se alegra al ver que está completamente amueblado, y mientras se muevepor la habitación examinando los muebles, descubre que todo lo que hay allí es nuevo:la cama, la mesa, la silla, la alfombra, las sábanas, los utensilios de cocina, todo. Hay unjuego completo de ropa colgado en el armario, y Azul, preguntándose si la ropa es paraél, se la prueba y ve que le sienta bien. No es el sitio más grande en el que he estado, sedice, paseando de un extremo a otro de la habitación, pero es bastante acogedor,bastante acogedor.

Vuelve a salir, cruza la calle y entra en el edificio de enfrente. En el portal buscael nombre de Negro en los buzones y lo encuentra: Negro - tercer piso. Hasta ahora todova bien. Luego regresa a su habitación y se pone a trabajar. Separando las cortinas de laventana mira hacia afuera y ve a Negro sentado ante una mesa en su habitación al otrolado de la calle. Por lo que Azul puede ver, deduce que Negro está escribiendo. Unamirada a través de los prismáticos se lo confirma. Las lentes, sin embargo, no son lobastante potentes como para mostrarle la propia escritura, y aunque lo fuesen, Azulduda de que pudiera leer lo escrito al revés. Lo único que puede decir con certeza, por

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lo tanto, es que Negro está escribiendo en un cuaderno con una pluma estilográfica roja.Azul saca su propio cuaderno y escribe: 3 Feb. 3 tarde. Negro escribiendo en su mesa.

De vez en cuando Negro hace una pausa en su trabajo y mira por la ventana. Enun momento dado Azul cree que le está mirando directamente a él y se retira. Pero trasuna inspección más detenida se da cuenta de que es simplemente una mirada vacía,reveladora de reflexión más que de visión, una mirada que hace las cosas invisibles, queno las deja penetrar. Negro se levanta de su silla a cada momento y desaparece a unlugar oculto de la habitación, un rincón, supone Azul, o quizá al cuarto de baño, peronunca está ausente mucho rato, siempre regresa rápidamente a la mesa. Esto sigue asídurante varias horas y Azul no se ha enterado de nada a pesar de sus esfuerzos. A lasseis escribe la segunda frase en su cuaderno. Esto sigue así durante varias horas.

No es tanto que Azul se aburra como que se siente frustrado. No pudiendo leerlo que Negro ha escrito, todo es un vacío hasta ahora. Quizá sea un loco, piensa Azul,que está tramando volar el mundo. Quizá ese escrito tenga algo que ver con su fórmulasecreta. Pero Azul se avergüenza inmediatamente de ese pensamiento tan infantil. Esdemasiado pronto para saber nada, se dice, y por el momento decide no emitir ningúnjuicio.

Su mente vaga de una cosa a otra y finalmente se detiene en la futura señoraAzul. Planeaban salir esta noche, recuerda, y de no haber sido por la aparición deBlanco en su despacho esta mañana y por este nuevo caso, ahora estaría con ella. Pri-mero el restaurante chino de la calle Treinta y nueve, donde habrían luchado con lospalillos y habrían hecho manitas por debajo de la mesa, y luego el programa doble delcine Paramount. Durante un momento tiene una imagen asombrosamente clara de lacara de su novia en la cabeza. (riéndose con los ojos bajos, fingiendo azoramiento) y seda cuenta de que preferiría con mucho estar con ella en lugar de estar sentado en esecuartito durante Dios sabe cuánto tiempo. Piensa en llamarla por teléfono para charlar,titubea y luego decide no hacerlo. No quiere parecer débil. Si ella supiera cuánto lanecesita, él empezaría a perder su ventaja y eso no sería bueno. El hombre debe sersiempre el más fuerte.

Ahora Negro ha recogido la mesa y sustituido los materiales de escritura por lacena. Está allí sentado masticando despacio, mirando fijamente por la ventana de esamanera abstraída. Al ver la comida, Azul se da cuenta de que tiene hambre y busca en elarmario de la cocina algo que comer. Se decide por una cena de estofado de lata y mojaen la salsa con una rebanada de pan blanco. Tiene ciertas esperanzas de que Negro salgadespués de cenar, y se anima cuando ve una repentina actividad en la habitación deNegro. Pero todo queda en nada. Quince minutos más tarde, Negro está sentado delantede su mesa nuevamente, esta vez leyendo un libro. Hay una lámpara encendida a su ladoy Azul ve su cara más claramente que antes. Calcula que la edad de Negro es la mismaque la suya, año más, año menos. Es decir, tendrá alrededor de los treinta años.Encuentra la cara de Negro bastante agradable, sin nada que la distinga de otras milcaras que uno ve todos los días. Esto es una desilusión para Azul, porque todavía esperasecretamente descubrir que Negro es un loco. Azul mira por los prismáticos y lee eltítulo del libro que Negro está leyendo. Walden, de Henry David Thoreau. Azul nuncaha oído hablar de ese libro y anota cuidadosamente el título en el cuaderno.

Todo sigue igual durante el resto de la tarde, Negro leyendo y Azul mirándoleleer. A medida que pasa el tiempo, Azul se desalienta más y más. No está acostumbradoa estar sentado mano sobre mano, y cuando la oscuridad le va cercando, empieza aponerse nervioso. Le gusta estar en movimiento, yendo de un sitio a otro, haciendocosas. No soy del tipo Sherlock Holmes, solía decirle a Castaño, siempre que el jefe leencargaba un trabajo especialmente sedentario. Dame algo a lo que pueda hincarle el

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diente. Ahora que el jefe es él, esto es lo que consigue: un caso en el que no hay nadaque hacer. Porque ver a alguien leer y escribir no es hacer nada. La única manera de queAzul tenga una idea de lo que está ocurriendo es estar dentro de la cabeza de Negro, verlo que está pensando, y eso por supuesto es imposible. Poco a poco, por lo tanto, Azuldeja que su mente derive hacia los viejos tiempos. Piensa en Castaño y en algunos delos casos en los que trabajaron juntos, saboreando el recuerdo de sus triunfos. El AsuntoRojo, por ejemplo, en el cual rastrearon al cajero de un banco que había desfalcado uncuarto de millón de dólares. Para ese caso Azul fingió ser un corredor de apuestas yconvenció a Rojo para que apostara con él. Los billetes fueron identificados como losque faltaban en el banco y el hombre recibió su merecido. Aún mejor fue el Caso Gris.Hacía más de un año que Gris había desaparecido y su esposa estaba dispuesta a darlepor muerto. Azul buscó por los canales normales y no encontró nada. Luego, un día,cuando estaba a punto de archivar su último informe, tropezó con Gris en un bar, amenos de dos manzanas de donde estaba su esposa, convencida de que él no regresaríanunca. Entonces Gris se llamaba Verde, pero Azul supo que era Gris a pesar de todo,porque desde hacía tres meses llevaba encima una fotografía del hombre y conocía sucara de memoria. Resultó ser un caso de amnesia. Azul llevó a Gris a casa de su esposa,y aunque él no se acordaba de ella e insistía en que su apellido era Verde, la encontró desu gusto y unos días más tarde le propuso matrimonio. Así que la señora Gris seconvirtió en la señora Verde, casada con el mismo hombre por segunda vez, y aunqueGris nunca recordó el pasado -y se negó tercamente a admitir haberlo olvidado-, eso noparecía impedirle vivir cómodamente en el presente. Gris había sido ingeniero en suvida anterior, pero siendo Verde trabajaba de barman en el bar que estaba a dosmanzanas de su casa. Le gustaba mezclar las bebidas, decía, y hablar con la gente queentraba, y no podía imaginarse haciendo ninguna otra cosa. Yo nací para ser barman, lescomunicó a Castaño y a Azul en la fiesta de la boda, y ¿quiénes eran ellos para oponersea lo que un hombre quisiera hacer con su vida?

Ésos eran los buenos tiempos de antes, se dice Azul ahora, mientras ve cómoNegro apaga la luz de su habitación al otro lado de la calle. Llenos de peripecias ydivertidas coincidencias. Bueno, no todos los casos pueden ser emocionantes. Hay queaceptar lo bueno y lo malo.

Azul, siempre optimista, se despierta a la mañana siguiente de buen humor.Fuera cae la nieve sobre la calle tranquila y todo se ha vuelto blanco. Después deobservar a Negro mientras éste desayuna en la mesa junto a la ventana y lee unas pá-ginas más de Walden, Azul le ve retirarse al fondo de la habitación y luego regresar a laventana con el abrigo puesto. Son poco más de las ocho. Azul coge su sombrero, suabrigo, su bufanda y sus botas, se los pone apresuradamente y baja a la calle menos deun minuto después que Negro. Es una mañana sin viento, tan silenciosa que puede oírcómo caen los copos de nieve sobre las ramas de los árboles. No hay nadie más en lacalle y los zapatos de Negro han dejado una perfecta fila de huellas en la acera blanca.Siguiendo las huellas, Azul vuelve la esquina y ve a Negro paseando por la calle, comosi disfrutara del tiempo. No parece el comportamiento de un hombre que está a punto deescapar, piensa Azul, y en consecuencia afloja el paso. Dos calles más allá Negro entraen una pequeña tienda de comestibles, permanece en ella diez o doce minutos y luegosale con dos pesadas bolsas de papel marrón. Sin fijase en Azul, que está parado en unportal en la acera de enfrente, empieza a volver sobre sus pasos en dirección a la calleNaranja. Haciendo provisión de víveres para la tormenta, se dice Azul. Luego decidearriesgarse a perder el contacto con Negro y él también entra en la tienda para hacerotro tanto. A menos que sea un ardid, piensa, y Negro esté planeando tirar las bolsas ysalir corriendo, es bastante seguro que va camino de su casa. Por lo tanto, Azul hace sus

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compras, entra en la tienda de al lado para comprar un periódico y varias revistas yluego regresa a su habitación de la calle Naranja. Efectivamente, Negro está ya sentadoante su mesa junto a la ventana, escribiendo en el mismo cuaderno que el día anterior.

Debido a la nieve, la visibilidad es mala y Azul tiene dificultad para descifrar loque ocurre en la habitación de Negro. Ni siquiera los prismáticos le sirven de mucho. Eldía sigue siendo oscuro y a través de la interminable nevada Negro parece sólo unasombra. Azul se resigna a una larga espera y luego se acomoda con sus periódicos yrevistas. Es un devoto lector de El Verdadero Detective y trata de no perdérselo ningúnmes. Ahora que dispone de tiempo, lee el nuevo número concienzudamente, inclusodeteniéndose en los pequeños anuncios de las últimas páginas. Enterrado entre lasprincipales crónicas sobre policías y agentes secretos, hay un artículo corto que toca unacuerda sensible en Azul, y ni siquiera después de terminar la revista puede dejar depensar en él. Hace veinticinco años, al parecer, encontraron a un niño asesinado en unpequeño bosque a las afueras de Filadelfia. Aunque la policía empezó a trabajarrápidamente en el caso, nunca consiguió encontrar ninguna pista. No sólo no tuvieronningún sospechoso, sino que ni siquiera pudieron identificar al niño. Quién era, dedónde venía, por qué estaba allí, todas estas preguntas quedaron sin respuesta.Finalmente el caso fue retirado del archivo activo, y de no ser por el forense asignadopara hacer la autopsia del niño, habría sido olvidado por completo. Este hombre, que sellamaba Oro, se obsesionó con el asesinato. Antes de que el niño fuese enterrado, hizouna mascarilla de su cara y desde entonces dedicó todo el tiempo que pudo a esemisterio. Al cabo de veinte años llegó a la edad de la jubilación, dejó su trabajo yempezó a dedicar todas las horas del día al caso. Pero las cosas no fueron bien. No hizoningún progreso, no se acercó ni un paso a la resolución del crimen. El artículo de ElVerdadero Detective dice que ahora ofrece una recompensa de dos mil dólares acualquiera que pueda proporcionar información sobre el niño. También incluye unafotografía retocada y granulosa del hombre sosteniendo la mascarilla en sus manos. Lamirada de sus ojos es tan angustiada e implorante que Azul apenas puede apartar lossuyos. Oro se está haciendo mayor y teme morir antes de resolver el caso. Estoconmueve profundamente a Azul. Si fuera posible, nada le gustaría más que dejar lo queestá haciendo y tratar de ayudar a Oro. No hay suficientes hombres como él, piensa. Siel niño fuera hijo de Oro, entonces tendría sentido: venganza, pura y simple, ycualquiera podría entenderlo. Pero el niño era un completo desconocido para él, así queno hay nada personal en el asunto, ni un indicio de motivación secreta. Es esto lo quetanto afecta a Azul. Oro se niega a aceptar un mundo en el que el asesino de un niñopueda quedar sin castigo, aunque el asesino haya muerto ya, y está dispuesto a sacrificarsu propia vida y felicidad para hacer justicia. Azul piensa ahora en el niño durante unrato, tratando de imaginar qué sucedió realmente, tratando de sentir lo que el niño debióde sentir, y entonces se le ocurre que el asesino debió de ser uno de los padres, porquede lo contrarío habrían informado de la desaparición del niño. Eso hace que sea aúnpeor, piensa Azul, y mientras empieza a ponerse enfermo al pensar en ello, comprendeplenamente lo que Oro debe de sentir todo el tiempo, se da cuenta de que haceveinticinco años él también era un niño y de que si el niño hubiese vivido ahora tendríasu edad. Podría haber sido yo, piensa Azul. Yo podría haber sido ese niño. No sabiendoqué otra cosa hacer, recorta la fotografía de la revista y la clava en la pared sobre sucama.

Todo sigue igual durante los primeros días. Azul observa a Negro y no sucedecasi nada. Negro escribe, lee, come, da breves paseos por el barrio, no parece darsecuenta de que Azul está allí. En cuanto a Azul, intenta no preocuparse. Supone queNegro está escondido temporalmente, esperando a que llegue el momento oportuno.

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Dado que Azul es un solo hombre, se da cuenta de que no se espera de él una vigilanciaconstante. Después de todo, no puedes vigilar a alguien veinticuatro horas al día. Tienesque tener tiempo para dormir, comer, lavar la ropa, etcétera. Si Blanco hubiera queridoque Negro fuese vigilado día y noche, habría contratado a dos o tres hombres, no a uno.Pero Azul es sólo uno, y no puede hacer más de lo que es posible.

Sin embargo, se preocupa, a pesar de lo que se dice a si mismo. Porque deduceque, si es preciso vigilar a Negro, debería ser vigilado todas las horas de todos los días.Cualquier cosa que no sea una vigilancia constante no sería una vigilancia. No haríafalta mucho, razona Azul, para que todo el cuadro cambiase. Un solo momento dedescuido -una mirada a un lado, una pausa para rascarse la cabeza, un simple bostezo-y, presto, Negro se escapa y comete el nefando acto que está planeando cometer Y, sinembargo, necesariamente habrá tales momentos, cientos e incluso miles de ellos cadadía. Azul encuentra esto inquietante, porque por más vueltas que le da al problema, nose acerca a su solución. Pero eso no es lo único que le inquieta.

Hasta ahora Azul no ha tenido muchas oportunidades de permanecer inactivo, yesta nueva ociosidad le ha dejado un poco perdido. Por primera vez en su vida le pareceque le han dejado a solas consigo mismo, sin nada a que agarrarse, nada que le permitadistinguir un momento del siguiente. Nunca ha pensado mucho en su mundo interior, yaunque siempre ha sabido que estaba allí, ha sido un territorio desconocido, inexploradoy por tanto oscuro, incluso para sí mismo. Se ha movido rápidamente por la superficiede las cosas hasta donde puede recordar, fijando su atención en esas superficies sólo conel fin de percibirlas, valorando una y pasando a la siguiente, y siempre se haconformado con el mundo tal cual era, sin pedir más a las cosas que su presencia allí. Yhasta ahora allí han estado, vívidamente grabadas contra la luz del día, diciéndoleclaramente lo que son, tan perfectamente ellas mismas y nada más, que nunca ha tenidoque detenerse ante ellas o mirarlas dos veces. Ahora, de repente, con el mundo apartadode él, sin nada que ver excepto una vaga sombra llamada Negro, se encuentra pensandoen cosas que nunca se le habían ocurrido, y esto también ha empezado a inquietarle. Sipensar es quizá una palabra demasiado fuerte en este momento, un término algo másmodesto -especulación, por ejemplo- no se alejaría de la realidad. Especular, del latínspeculatus, que significa espejo. Porque mientras espía a Negro al otro lado de la callees como si Azul estuviera mirándose al espejo, y en lugar de simplemente observar aotro, descubre que también se está observando a si mismo. La vida se ha ralentizado tandrásticamente para él que Azul ahora es capaz de ver cosas que antes escapaban a suatención. La trayectoria de la luz que pasa por la habitación cada día, por ejemplo, y laforma en que el sol a ciertas horas refleja la nieve en el extremo más lejano del techo desu habitación. Los latidos de su corazón, el sonido de su aliento, el parpadeo de susojos, Azul es consciente de estos minúsculos acontecimientos, y por más que intenta nofijarse en ellos, persisten en su mente como una frase absurda repetida una y otra vez.Sabe que no puede ser verdad, y sin embargo, poco a poco, esta frase parece estar co-brando sentido.

Ahora, Azul empieza a tener ciertas teorías sobre Negro, sobre Blanco y sobre eltrabajo que está haciendo. Más que simplemente ayudarle a pasar el rato, descubre queinventar historias puede ser un placer en si mismo. Piensa que quizá Blanco y Negrosean hermanos y que una gran suma de dinero esté en juego, una herencia, por ejemplo,o el capital invertido en una sociedad. Quizá Blanco quiere demostrar que Negro es unincompetente, hacerle encerrar en una institución para controlar él la fortuna familiar.

Pero Negro es demasiado listo para consentir eso y se ha escondido, esperando aque pase la tormenta. Otra teoría que sugiere Azul es que Blanco y Negro son rivales,ambos corriendo hacia la misma meta -la solución de un problema científico, por

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ejemplo-, y que Blanco quiere que Negro sea vigilado para asegurarse de que no se leadelanta. Otra historia más sostiene que Blanco es un agente traidor del FBI o algunaorganización de espionaje, quizá extranjera, y está actuando por su cuenta para llevar acabo alguna investigación periférica no necesariamente aprobada por sus superiores.Contratando a Azul para que le haga el trabajo, consigue que la vigilancia de Negro seaun secreto y al mismo tiempo puede continuar realizando su trabajo normal. Día a día,la lista de estas historias crece y Azul regresa a veces mentalmente a una historiaanterior para añadir ciertos adornos y detalles y otras veces comienza una nueva.Conjuras para cometer un asesinato, por ejemplo, y planes para secuestrar a alguien acambio de un gigantesco rescate. A medida que pasan los días, Azul se da cuenta de quepuede inventar historias sin fin. Porque Negro no es más que una especie de vacío, unagujero en la textura de las cosas, y una historia puede llenar ese agujero tan bien comocualquier otra.

Azul no cuida las palabras, sin embargo. Sabe que más que nada le gustaríaenterarse de la verdadera historia. Pero también sabe que en esta primera etapa senecesita paciencia. Poquito a poco, por lo tanto, empieza a instalarse, y con cada día quepasa se encuentra un poco más cómodo en su situación, un poco más resignado al hechode que estará ahí una larga temporada.

Desgraciadamente, el pensar en la futura señora Azul perturba ocasionalmentesu creciente paz interior. Azul la echa de menos más que nunca, pero también intuyeque por alguna razón las cosas nunca volverán a ser como antes. De dónde viene estesentimiento no lo sabe. Pero aunque se siente razonablemente contento mientras limitasus pensamientos a Negro, su habitación y el caso en el que está trabajando, cada vezque la futura señora Azul entra en su conciencia, se adueña de él una especie de pánico.De repente, su calma se convierte en angustia y se siente como si estuviera cayendo enun lugar oscuro, semejante a una cueva, sin ninguna esperanza de encontrar la salida.Casi todos los días ha tenido la tentación de coger el teléfono y llamarla, pensando quequizá un momento de verdadero contacto rompería el hechizo. Pero los días pasan ysigue sin llamarla. También esto le inquieta, porque no recuerda ninguna ocasión en suvida en que haya sido tan reacio a hacer algo que tan claramente desea hacer. Estoycambiando, se dice. Poco a poco, estoy dejando de ser el mismo. Esta interpretación letranquiliza algo, al menos durante un rato, pero al final le deja sintiéndose más extrañoque antes. Pasan los días y se le hace difícil dejar de ver imágenes de la futura señoraAzul en su cabeza, especialmente por la noche, y allí, en la oscuridad de su habitación,tumbado de espaldas con los ojos abiertos, reconstruye su cuerpo pedazo a pedazo,empezando por los pies y los tobillos, subiendo por sus piernas y sus muslos, trepandodesde el vientre hacia los pechos, luego vagabundeando feliz por su suavidad,deslizándose hasta las nalgas y volviendo a subir a lo largo de su espalda, encontrandoal fin su cuello y rodeándolo para llegar a su cara redonda y sonriente. ¿Qué estaráhaciendo ahora?, se pregunta a veces. ¿Y qué piensa de todo esto? Pero nunca da conuna respuesta satisfactoria. Si es capaz de inventar multitud de historias que encajen conlos hechos concernientes a Negro, con la futura señora Azul todo es silencio, confusióny vacío.

Llega el día en que tiene que escribir el primer informe. Azul es un experto entales redacciones y nunca ha tenido ningún problema con ellas. Su método es atenerse alos hechos externos, describir los sucesos como si cada palabra concordara exactamentecon lo descrito, y no llevar el asunto más allá. Las palabras son transparentes para él,grandes ventanas que se hallan entre él y el mundo, y hasta ahora nunca le hanimpedido la visión, ni siquiera parecían estar ahí. Oh, hay momentos en que el cristal semancha un poco y Azul tiene que limpiarlo en un punto u otro, pero una vez que

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encuentra la palabra adecuada, todo se aclara. Sirviéndose de las anotaciones que hahecho anteriormente en su cuaderno, revisándolas para refrescar su memoria y subrayarcomentarios pertinentes, trata de formar un todo coherente, descartando lo superfluo yembelleciendo lo esencial. En todos los informes que ha escrito hasta ahora la acciónpredomina sobre la interpretación. Por ejemplo: el sujeto fue andando desde ColumbusCirde a Carnegie Hall. Ninguna referencia al tiempo, ninguna mención del tráfico,ningún intento de adivinar lo que el sujeto pudiera estar pensando. El informe se limitaa los hechos conocidos y verificables y no intenta ir más allá de este límite.

Enfrentado con los hechos del caso Negro, sin embargo, Azul toma concienciade que está en un apuro. Tiene el cuaderno, por supuesto, pero cuando lo hojea para verlo que ha escrito, le decepciona encontrar tal escasez de detalles. Es como si suspalabras, en lugar de dibujar los hechos y hacerlos aparecer palpablemente en el mundo,los hubieran inducido a desaparecer. Eso no le había sucedido nunca. Mira por la ven-tana y ve a Negro sentado ante su mesa como de costumbre. También Negro estámirando por la ventana en ese momento, y de pronto a Azul se le ocurre que ya nopuede depender de los viejos procedimientos. Pistas, trabajo de piernas, investigaciónde rutina, nada de esto le servirá ya. Pero entonces, cuando trata de imaginar quésustituirá a esas cosas, no llega a ninguna parte. En este punto, Azul sólo puedeconjeturar lo que el caso no es. Decir lo que es, sin embargo, le resulta completamenteimposible.

Azul pone su máquina de escribir sobre la mesa y busca ideas, tratando deconcentrarse en la tarea que tiene entre manos. Piensa que quizá un verdadero informede la última semana incluiría las diversas historias que ha inventado para sí relativas aNegro. Teniendo tan poca cosa que contar, estas excursiones a la ficción darían por lomenos cierto sabor a lo que ha sucedido. Pero Azul se contiene, dándose cuenta de queen realidad no tienen nada que ver con Negro. Ésta no es la historia de mí vida, al fin yal cabo, se dice. Tengo que escribir sobre él, no sobre mí.

Sin embargo, la idea se alza como una perversa tentación y Azul tiene quedebatirse consigo mismo durante un rato antes de vencerla. Vuelve al principio y trabajael caso, paso a paso. Decidido a hacer exactamente lo que se le ha pedido, redactaconcienzudamente el informe en el viejo estilo, tratando cada detalle con tanto cuidadoy tan irritante precisión que pasan muchas horas hasta que consigue terminarlo.Mientras lee el resultado, se ve obligado a reconocer que todo parece exacto. Pero,entonces, ¿por qué se siente tan insatisfecho, tan molesto por lo que ha escrito? Se dice:Lo sucedido no es realmente lo sucedido. Por primera vez en su experiencia de escribirinformes, descubre que las palabras no necesariamente sirven, que pueden oscurecer loque están intentando decir. Azul mira a su alrededor y fija su atención en varios objetos,uno detrás de otro. Ve la lámpara y se dice a sí mismo: Lámpara. Ve la cama y se dice así mismo: Cama. Ve el cuaderno y se dice a sí mismo: Cuaderno. No serviría llamarcama a la lámpara, piensa, o lámpara a la cama. No, estas palabras se ajustan bien a lascosas que representan, y en cuanto Azul las dice, siente una profunda satisfacción, comosi acabara de probar la existencia del mundo. Luego mira al otro lado de la calle y ve laventana de Negro. Ahora está oscuro y Negro duerme. Ése es el problema, se dice Azul,tratando de encontrar un poco de valor. Ése y ningún otro. Él está ahí, pero es imposibleverle. E incluso cuando le veo es como si las luces estuvieran apagadas.

Mete su informe en un sobre y sale a la calle, camina hasta la esquina y lo echaen el buzón. Puede que yo no sea la persona más lista del mundo, se dice, pero estoyhaciendo lo que puedo, todo lo que puedo.

Después, la nieve empieza a derretirse. A la mañana siguiente el sol brilla confuerza, grupos de gorriones pían en los árboles y Azul oye el agradable goteo del agua

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que cae desde el borde del tejado, las ramas y las farolas. De repente la primaveraparece estar cercana. Unas semanas más, se dice, y todas las mañanas serán como ésta.

Negro aprovecha el buen tiempo para vagabundear más lejos que otras veces, yAzul le sigue. Se siente aliviado al estar de nuevo en movimiento, y mientras Negrosigue su camino, Azul espera que el paseo no termine antes de que él haya tenido laoportunidad de descubrir algo. Como es de suponer, siempre ha sido un paseanteentusiasta, y estirar las piernas en el aire de la mañana le llena de felicidad. Mientrasavanzan por las estrechas calles de Brooklyn Heights, a Azul le anima ver que Negrosigue aumentando la distancia que le separa de su casa. Pero luego su humor seensombrece de repente. Negro empieza a subir las escaleras que llevan al puente deBrooklyn y a Azul se le mete en la cabeza que está pensando tirarse. Esas cosas pasan,se dice. Un hombre se sube a un puente, lanza una última mirada al mundo a través delviento y las nubes y luego salta al agua, sus huesos se quiebran por el impacto, sucuerpo se rompe. La imagen le provoca náuseas, se dice que debe estar alerta. Si algoempieza a pasar, decide, él se saldrá de su papel de espectador neutral e intervendrá.Porque no quiere a Negro muerto, por lo menos, todavía no.

Hace muchos años que Azul no cruza el puente de Brooklyn a pie. La última vezfue con su padre cuando él era niño y ahora le viene el recuerdo de aquel día. Se ve a símismo cogido de la mano de su padre y caminando a su lado, y mientras oye el tráficoque pasa por la estructura de acero debajo de él, recuerda haberle dicho a su padre queel ruido sonaba como el zumbido de un enorme enjambre de abejas. A su izquierda estála estatua de la Libertad; a su derecha, Manhattan, los edificios tan altos bajo el sol de lamañana que parecen de mentira. A su padre se le daba muy bien recordar datos y lecontó a Azul las historias de todos los monumentos y rascacielos, largas letanías dedetalles -los arquitectos, las fechas, las intrigas políticas-, y que hubo un tiempo en queel puente de Brooklyn era la estructura más alta de los Estados Unidos. El viejo habíanacido el mismo año en que se terminó el puente y siempre hubo esa conexión en lamente de Azul, como si el puente fuese de alguna manera un monumento a su padre. Legustó la historia que su padre le contó aquel día mientras caminaban hacia casa sobrelas mismas tablas por las que él va andando ahora, y por alguna razón no la olvidónunca. Que John Roebling, el diseñador del puente, se machacó un pie entre los pilaresdel muelle y un transbordador pocos días después de terminar los planos y murió degangrena en menos de tres semanas. No tenía por qué haber muerto, dijo el padre deAzul, pero el único tratamiento que aceptaba era la hidroterapia y ésta resultó inútil, y aAzul le impresionó que un hombre que se había pasado la vida construyendo puentessobre extensiones de agua para que la gente no se mojara creyese que la única medicinaverdadera consistía en sumergirse en el agua. Después de la muerte de John Roebling,su hijo Washington le sustituyó como ingeniero jefe y ésa era otra historia curiosa.Washington Roebling tenía sólo treinta y un años por entonces y su única experienciaen construcción eran los puentes de madera que había diseñado durante la Guerra deSecesión, pero resultó ser aún más brillante que su padre. Poco después de quecomenzara la construcción del puente de Brooklyn, sin embargo, quedó atrapado variashoras en uno de los cajones neumáticos bajo el agua durante un incendio y salió de allícon una grave aeroembolia, una espantosa enfermedad en la cual se acumulan burbujasde nitrógeno en la corriente sanguínea. Estuvo a punto de morir a causa de ello y desdeentonces se quedó inválido, incapaz de salir de la habitación del piso alto en el que él ysu mujer se habían instalado en Brooklyn Heights. Washington Roebling estuvo allísentado diariamente durante muchos años, observando los progresos del puente a travésde un telescopio, mandando a su mujer todas las mañanas con sus instrucciones,haciendo complicados dibujos en color para que los trabajadores extranjeros que no

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hablaban inglés entendiesen lo que tenían que hacer, y lo más notable era que todo elpuente estaba literalmente en su cabeza: cada pieza del mismo había sido memorizada,hasta el más diminuto pedazo de acero o piedra, y aunque Washington Roebling nuncapuso el pie en el puente, estaba totalmente presente dentro de él, como si al final detodos aquellos años de alguna manera éste hubiese crecido dentro de su cuerpo.

Azul piensa en esto ahora mientras cruza por encima del río, observando aNegro que camina delante de él y acordándose de su padre y de su infancia enGravesend. El viejo era policía, más tarde detective en el distrito 77, y la vida habríasido buena, piensa Azul, de no haber sido por el caso Russo y la bala que atravesó elcerebro de su padre en 1927. Hace veinte años, se dice, repentinamente horrorizado porel tiempo que ha transcurrido, preguntándose si hay un cielo y, de ser así, si llegará aver a su padre de nuevo cuando se muera. Recuerda una historia de una de las infinitasrevistas que ha leído esa semana, una nueva de aparición mensual que se llama MásExtraño que la Ficción, que parece seguir el hilo de todos los otros pensamientos queacaban de venirle a la cabeza. En algún lugar de los Alpes franceses, recuerda, haceveinte o veinticinco años desapareció un hombre que estaba esquiando, tragado por unaavalancha, y su cuerpo nunca fue recuperado. Su hijo, que era un niño entonces, crecióy también se hizo esquiador. Un día del año pasado fue a esquiar no lejos del lugardonde desapareció su padre, aunque él no lo sabía. Debido a los minúsculos ypersistentes desplazamientos del hielo a lo largo de las décadas transcurridas desde lamuerte de su padre, el terreno era ahora totalmente diferente de como había sido.Completamente solo en las montañas, a kilómetros de ningún otro ser humano, el hijoencontró un cuerpo en el hielo, un cadáver, absolutamente intacto, como preservado enanimación suspendida. Por descontado, el joven se detuvo a examinarlo y al agacharsepara mirar la cara del cadáver tuvo la clara y aterradora impresión de que se estabamirando a sí mismo. Temblando de miedo, como decía el articulo, inspeccionó con másatención el cuerpo, completamente encerrado en el hielo, como alguien que se halla alotro lado de una gruesa ventana, y vio que era su padre. El muerto seguía siendo joven,incluso más joven que su hijo ahora, y había algo espantoso en eso, sintió Azul, algo tanextraño y terrible en ser más viejo que tu propio padre, que tuvo que contener laslágrimas mientras leía el articulo. Ahora, mientras se acerca al final del puente, estosmismos sentimientos vuelven a él y desea desesperadamente que su padre pudiera estarahí, andando por encima del río y contándole historias. Luego, repentinamenteconsciente de lo que su mente le está haciendo, se pregunta por qué se ha vuelto tansentimental, por qué no paran de ocurrírsele esos pensamientos, cuando durante tantosaños nunca se le han ocurrido. Todo es parte de lo mismo, piensa, avergonzado de serasí. Esto es lo que pasa cuando no tienes con quién hablar.

Llega al final y ve que se había equivocado respecto a Negro. No habrá suicidiosese día. Nadie saltará desde un puente, nadie saltará a lo desconocido. Porque allí va suhombre, tan animado y despreocupado como el que más, bajando las escaleras ycaminando por la calle que rodea el ayuntamiento, dirigiéndose luego hacia el norte a lolargo de Centre Street, pasando por delante del tribunal y otros edificios municipales,sin aflojar nunca el paso, atravesando Chinatown y continuando más allá. Estosvagabundeos duran varias horas y en ningún momento tiene Azul la sensación de queNegro vaya a alguna parte. Más bien parece estar aireando sus pulmones, andando porel puro placer de andar, y mientras sigue el recorrido Azul se confiesa a sí mismo porprimera vez que está cogiéndole cierto afecto a Negro.

En un momento dado Negro entra en una librería y Azul entra tras él. Allí Negrocuriosea durante media hora o cosa así, acumulando una pequeña pila de libros, y Azul,que no tiene nada mejor que hacer, curiosea también, procurando al mismo tiempo que

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Negro no le vea nunca la cara. Las ojeadas que le echa cuando Negro no parece estarmirándole le dan la sensación de que conoce a Negro de antes, pero no puede recordarde qué. Hay algo en sus ojos, se dice, pero no pasa de ahí, ya que no quiere llamar laatención y no está realmente seguro de que haya algo de cierto.

Un minuto más tarde Azul encuentra casualmente un ejemplar de Walden, deHenry David Thoreau. Hojeando las páginas, se sorprende al descubrir que el nombredel editor es Negro: “Publicado para Club de Clásicos por Walter J. Negro, Inc.,Copyright 1942.” Azul se queda momentáneamente estremecido por esta coincidencia,pensando que quizá haya algún mensaje para él, algún significado que pudiera implicaruna diferencia. Pero luego, recobrándose del sobresalto, empieza a pensar que no. Es unnombre bastante corriente, se dice, y además sabe con certeza que el nombre de Negrono es Walter. Pero podría ser un pariente, añade, o quizá incluso su padre. Aún dándolevueltas a esta última cuestión, Azul decide comprar el libro. Si no puede leer lo queNegro escribe, por lo menos puede leer lo que lee. Es una probabilidad remota, se dice,pero quién sabe si no le dará alguna pista de lo que el hombre se propone.

Hasta ahora todo va bien. Negro paga sus libros, Azul paga el suyo, y el paseocontinúa. Azul no cesa de esperar que surja alguna pauta, encontrar en su camino algúnindicio que le lleve al secreto de Negro. Pero Azul es demasiado honrado paraengañarse y sabe que no se puede ver ningún sentido en nada de lo sucedido hastaahora. Por una vez, no se siente desalentado por ello. De hecho, cuando sondea másprofundamente dentro de sí, se da cuenta de que en conjunto se siente bastantefortalecido. Descubre que hay algo agradable en estar a oscuras, algo emocionante enno saber lo que va a suceder. Te mantiene alerta, piensa, y no hay nada de malo en eso,¿verdad? Con los ojos bien abiertos y en puntillas, absorbiéndolo todo, listo paracualquier cosa.

Pocos momentos después de pensar esto, a Azul se le ofrece al fin un nuevosuceso y el caso da su primer giro. Negro vuelve una esquina, recorre la mitad de lamanzana, titubea brevemente, como si estuviera buscando una dirección, retrocede unospasos, avanza de nuevo y varios segundos más tarde entra en un restaurante. Azul lesigue, sin pensarlo mucho, ya que después de todo es la hora del almuerzo y la gentetiene que comer, pero no se le escapa que la vacilación de Negro parece indicar quenunca ha estado ahí antes, lo cual a su vez podría significar que Negro tiene una cita. Esun sitio oscuro, bastante lleno, con un grupo de gente amontonada en torno a la barraque hay a la entrada, mucha charla y entrechocar de cubiertos y platos al fondo. Parececaro, piensa Azul, con las paredes forradas de madera y manteles blancos, y decideprocurar que su factura sea lo más baja posible. Hay mesas libres, y Azul lo interpretacomo un buen augurio cuando se sienta en un lugar desde el cual puede ver a Negro, nodemasiado cerca, pero tampoco tan lejos que no pueda observar lo que hace. Negrorevela sus intenciones al pedir dos cartas y tres o cuatro minutos más tarde sonríecuando una mujer cruza el comedor, se aproxima a su mesa y le besa en la mejilla antesde sentarse. La mujer no está mal, piensa Azul. Un poco delgada para su gusto, peronada mal. Luego piensa: Ahora empieza la parte interesante.

Desgraciadamente, la mujer está de espaldas a Azul, de modo que él no puedeverle la cara durante la comida. Mientras está allí sentado tomándose su solomilloSalisbury, piensa que tal vez su primera intuición fuese la correcta, que se trata de uncaso matrimonial después de todo. Azul ya está imaginando las cosas que escribirá ensu próximo informe y le resulta placentero estudiar las frases que empleará para descri-bir lo que está viendo ahora. Al haber otra persona en el caso, sabe que tendrá quetomar ciertas decisiones. Por ejemplo: ¿debe continuar con Negro o debe desviar suatención a la mujer? Posiblemente eso aceleraría las cosas un poco, pero al mismo

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tiempo podría significar que Negro tuviera la oportunidad de escapársele, quizá parasiempre. En otras palabras, ¿es el encuentro con la mujer una cortina de humo o esauténtico? ¿Es parte del caso o no? ¿Es un hecho esencial o contingente? Azulreflexiona sobre estas preguntas durante un rato y llega a la conclusión de que esdemasiado pronto para saberlo. Sí, podría ser una cosa, se dice. Pero también podría serotra.

Hacia la mitad de la comida, la situación parece empeorar. Azul detecta unaexpresión de gran tristeza en la cara de Negro y al momento la mujer parece estarllorando. Por lo menos eso es lo que puede deducir del repentino cambio en la posiciónde su cuerpo: los hombros caídos, la cabeza inclinada hacia adelante, la cara quizáoculta entre las manos, el ligero estremecimiento de su espalda. Podría ser un ataque derisa, razona Azul, pero, entonces, ¿por qué iba a estar Negro tan triste? Parece como siacabaran de quitarle el suelo bajo los pies. Un momento más tarde la mujer vuelve lacara hacía un lado y Azul vislumbra su perfil: lágrimas, sin duda, piensa, mientras la vesecarse los ojos con la servilleta y nota un tiznón de rímel húmedo en su mejilla. Ella selevanta bruscamente y se aleja en dirección al lavabo. Ahora Azul vuelve a tener unavisión sin impedimentos de Negro y al ver la tristeza de su cara, la expresión deabsoluto abatimiento, casi empieza a compadecerle. Negro mira en dirección a Azul,pero claramente no ve nada, y luego, un instante más tarde, se tapa la cara con lasmanos. Azul trata de adivinar lo que está sucediendo, pero es imposible saberlo. Pareceque han terminado, piensa, da la sensación de que algo ha llegado a su fin. Y, sinembargo, también podría ser sólo una pelea.

La mujer regresa a la mesa con un aspecto ligeramente mejorado y luego los dospermanecen unos minutos sin decir nada, dejando la comida intacta. Negro suspira unao dos veces, mirando a lo lejos, y finalmente pide la cuenta. Azul hace lo mismo y lessigue cuando salen del restaurante. Se fija en que Negro la lleva cogida por el codo,pero eso podría ser sólo un reflejo, se dice, y probablemente no significa nada. Bajanpor la calle en silencio y al llegar a la esquina Negro para un taxi. Le abre la puerta a lamujer y antes de que ella suba al coche la toca muy suavemente en la mejilla. Ella ledirige una valiente sonrisita, pero siguen sin decir una palabra. Luego ella se sienta en elasiento trasero, Negro cierra la portezuela y el taxi arranca.

Negro pasea unos minutos, deteniéndose brevemente delante del escaparate deuna agencia de viajes para examinar un cartel de las Montañas Blancas y luego tambiénél coge un taxi. Azul vuelve a tener suerte y consigue encontrar otro taxi unos segundosmás tarde. Le dice al taxista que siga al taxi de Negro y se recuesta en el asientomientras los dos coches amarillos avanzan despacio entre el tráfico del centro, cruzan elpuente de Brooklyn y finalmente llegan a la calle Naranja. Azul se queda horrorizadopor el precio del viaje y se da de patadas mentalmente por no haber seguido a la mujer.Debería haber sabido que Negro se iría a casa.

Se le alegra el ánimo considerablemente cuando entra en su edificio y encuentrauna carta en su buzón. Sólo puede ser una cosa, se dice, y, efectivamente, mientras subelas escaleras abre el sobre y allí está: el primer dinero, un giro postal por la cantidadexacta acordada con Blanco. Sin embargo, le deja un poco perplejo que el sistema depago sea anónimo. ¿Por qué no un cheque nominativo firmado por Blanco? Esto le llevaa juguetear con la idea de que Blanco es un agente traidor después de todo, ansioso deborrar sus huellas y, por lo tanto, asegurándose de que no quedará constancia de lospagos. Luego, después de quitarse el sombrero y el abrigo y tumbarse en la cama, Azulse da cuenta de que está un poco decepcionado por no haber recibido ningún comentarioacerca del informe. Considerando lo mucho que trabajó para que le quedara bien, unapalabra de aliento no le habría venido mal. El hecho de que le mande el dinero significa

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que Blanco no está insatisfecho. De todas formas, el silencio no es una respuestagratificante, signifique lo que signifique. Pero si es así, se dice Azul, tendrá queacostumbrarse.

Pasan los días y una vez más las cosas vuelven a la más elemental rutina. Negroescribe, lee, hace sus compras en el barrio, visita la oficina de correos, da algún que otropaseo. La mujer no ha vuelto a aparecer y Negro no ha hecho más excursiones aManhattan. Azul empieza a pensar que cualquier día recibirá una carta diciéndole que elcaso está cerrado. La mujer se ha ido, razona, y eso puede ser el final de la historia. Peronada de eso sucede. La meticulosa descripción de la escena en el restaurante que Azulmanda no provoca ninguna respuesta especial de Blanco, y semana tras semana losgiros postales siguen llegando puntualmente. Nada que ver con el amor, se dice Azul.La mujer no significaba nada. No era más que una distracción.

Es preciso decir que en esta primera etapa el estado mental de Azul es deambivalencia y conflicto. Hay momentos en los que se siente tan completamente enarmonía con Negro, tan naturalmente unido al otro hombre, que para anticipar lo queNegro va a hacer, para saber cuándo se quedará en su habitación y cuándo saldrá, lebasta simplemente con mirar dentro de si. Pasan días enteros en los que ni se molesta enmirar por la ventana o en seguir a Negro a la calle. De vez en cuando incluso se permitehacer alguna expedición en solitario, sabiendo perfectamente que durante el tiempo queél esté fuera Negro no se moverá de su sitio. Cómo lo sabe sigue siendo un misteriopara él, pero el hecho es que nunca se equivoca, y cuando tiene esa sensación, no cabela menor duda ni vacilación. Por otra parte, no todos los momentos son como éstos. Hayveces en que se siente totalmente alejado de Negro, aislado de él de una forma tancompleta y absoluta que empieza a perder la noción de quién es. La soledad leenvuelve, le encierra, y con ella llega un terror peor que nada que haya conocido nunca.Le desconcierta pasar tan rápidamente de un estado a otro, y durante largo tiempo va yviene entre ambos extremos, sin saber cuál es el verdadero y cuál es el falso.

Después de varios días seguidos particularmente malos, empieza a anhelar tenercompañía. Se sienta y escribe una detallada carta a Castaño, exponiéndole el caso ypidiéndole consejo. Castaño se ha retirado a Florida, donde pasa la mayor parte deltiempo pescando, y Azul sabe que transcurrirá bastante tiempo antes de que reciba unarespuesta. Sin embargo, al día siguiente de echar la carta empieza a esperar lacontestación con una ansiedad que pronto se convierte en obsesión. Todas las mañanas,aproximadamente una hora antes de que llegue el correo, se planta junto a la ventana,esperando a que el cartero vuelva la esquina y entre en su campo de visión, poniendotodas sus esperanzas en lo que Castaño le diga. Qué espera de esa carta no está claro.Azul ni siquiera se hace esa pregunta, pero seguramente es algo monumental, palabrasluminosas y extraordinarias que le devolverán al mundo de los vivos.

A medida que pasan los días y las semanas sin que llegue ninguna carta deCastaño, la decepción de Azul se convierte en una dolorosa e irracional desesperación.Pero eso no es nada comparado con lo que siente cuando finalmente llega la carta.Porque Castaño ni siquiera contesta a lo que Azul le escribió. Me alegra tener noticiastuyas, empieza la carta, y me alegra saber que estás trabajando mucho. Parece un casointeresante. Pero no puedo decir que eche de menos nada de eso. Aquí está la buenavida para mí: me levanto temprano y pesco, paso un rato con mi mujer, leo un poco,duermo al sol, ninguna queja. Lo único que no entiendo es por qué no me vine aquí haceaños.

La carta continúa en ese tono durante varias páginas, sin mencionar ni una solavez el tema de los tormentos y preocupaciones de Azul. Éste se siente traicionado por elhombre que en otro tiempo fue como un padre para él y cuando termina la carta se

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siente vacío, como si le hubieran sacado el relleno a golpes. Estoy solo, piensa, ya nohay nadie a quien pueda recurrir. A esto le siguen varias horas de abatimiento yautocompasión, durante las cuales Azul piensa una o dos veces que quizá le valdría másmorirse. Pero finalmente sale de la depresión. Porque Azul es un tipo sólido en general,menos dado a los pensamientos sombríos que la mayoría, y si hay momentos en los quesiente que el mundo es un lugar asqueroso, ¿quiénes somos nosotros parareprochárselo? Cuando llega la hora de la cena, incluso ha empezado a ver el ladopositivo. Quizá sea éste su mayor talento: no que no se desespere, sino que nunca sedesespera por mucho tiempo. Podría ser una buena cosa después de todo, se dice. Quizásea mejor estar solo que depender de alguien. Azul piensa en esto durante un rato ydecide que hay algo favorable en ello. Ya no es un aprendiz. Ya no tiene un maestro porencima. Soy mi propio jefe, se dice. Soy mi propio jefe, no tengo que rendirle cuentas anadie excepto a mí mismo.

Inspirado por este nuevo enfoque, descubre que al fin ha encontrado el valornecesario para ponerse en contacto con la futura señora Azul. Pero cuando coge elteléfono y marca su número, no hay respuesta. Esto es una decepción, pero no seamilana. Volveré a intentarlo en algún otro momento, se dice. Pronto.

Los días siguen pasando. Una vez más Azul se pone a tono con Negro, quizáincluso más armoniosamente que antes. Al hacerlo, descubre la inherente paradoja de susituación. Porque cuanto más unido a Negro se siente, menos necesita pensar en él. Enotras palabras, cuanto más profundamente enredado está, más libre se siente. Lo que lehunde no es la implicación sino la separación. Porque sólo cuando Negro parecedistanciarse, tiene él que salir a buscarle, y esto lleva tiempo y esfuerzo, por no hablarde lucha. En los momentos en que se siente más próximo a Negro, sin embargo, puedeincluso empezar a llevar una apariencia de vida independiente. Al principio no es muyosado en lo que se permite hacer, pero incluso así lo considera una especie de triunfo,casi un acto de valentía. Salir a la calle, por ejemplo, y andar arriba y abajo de lamanzana. Por pequeño que parezca, este gesto le llena de felicidad, y mientras sube ybaja por la calle Naranja con ese agradable tiempo primaveral, se alegra de estar vivocomo no lo ha hecho desde hace años. A un extremo hay una vista del río, la bahía, losrascacielos de Manhattan, los puentes. Azul encuentra bellísimo todo eso y algunos díashasta se permite sentarse varios minutos en uno de los bancos y mirar los barcos. En laotra dirección está la iglesia y a veces Azul se sienta en el pequeño jardín de hierbadurante un rato, estudiando la estatua de bronce de Henry Ward Beecher. Dos esclavosse agarran a las piernas de Beecher, como suplicándole que les ayude, que les hagalibres al fin, y en la pared de ladrillo que está detrás hay un bajorrelieve de porcelana deAbraham Lincoln. Azul no puede remediar sentirse inspirado por esas imágenes y cadavez que acude al jardín de la iglesia su cabeza se llena de nobles pensamientos acerca dela dignidad del hombre.

Poco a poco se vuelve más audaz en su deambular. Estamos en 1947, el año enque Jackie Robinson empieza a jugar con los Dodgers, y Azul sigue sus progresosatentamente, recordando el jardín de la iglesia y sabiendo que hay algo más en ello quesimplemente béisbol. Una luminosa tarde de un martes de mayo decide hacer unaexcursión a Ebbetts Field y cuando deja atrás a Negro en su habitación de la calleNaranja, encorvado sobre su mesa como de costumbre, con su pluma y sus papeles, nosiente ningún motivo de preocupación, seguro de que todo estará exactamente igualcuando regrese. Coge el metro, se roza con la multitud, se siente lanzado hacia unasensación de inmediatez. Mientras toma asiento en el estadio, le choca la nítida claridadde los colores que le rodean: la hierba verde, la tierra marrón, el balón blanco, el cieloazul. Cada cosa es distinta de todas las demás, totalmente separada y definida, y la

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simplicidad geométrica del dibujo le impresiona por su fuerza. Viendo el partido, leresulta difícil apartar los ojos de Robinson, constantemente atraído por la negrura de sucara, y piensa que debe de necesitarse mucho valor para hacer lo que él está haciendo,estar solo delante de tantos desconocidos, con la mitad de ellos sin duda deseándole lamuerte. Mientras el partido continúa, Azul se descubre vitoreando todo lo que haceRobinson, y cuando el negro gana una base en la tercera entrada, Azul se pone de pie, ymás tarde, en la séptima, cuando Robinson dobla contra la pared de la izquierda, élaporrea la espalda del hombre que tiene al lado de pura alegría. Los Dodgers sacan en lanovena con un bombo de sacrificio y mientras Azul sale arrastrando los pies con el restode la gente y se dirige a su casa se le ocurre que Negro no le ha pasado por la cabeza niuna sola vez.

Pero los partidos son sólo el principio. Ciertas noches, cuando Azul tiene claroque Negro no irá a ninguna parte, se va a un bar no lejos de allí a tomarse una o doscervezas, disfrutando de las conversaciones que a veces tiene con el barman, que sellama Rojo y tiene un extraño parecido con Verde, el barman del caso Gris de hacetanto tiempo. Una furcia de aspecto desaliñado que se llama Violeta frecuenta el bar yuna o dos veces Azul consigue emborracharla lo suficiente como para que ella le invitea su casa, que está a la vuelta de la esquina. Azul sabe que le agrada bastante porqueella nunca le cobra, pero también sabe que eso no tiene nada que ver con el amor. Ellale llama cielo y su carne es suave y abundante, pero siempre que se toma una copa demás se echa a llorar y entonces Azul tiene que consolarla, y secretamente se pregunta sivale la pena. Su sentimiento de culpa hacia la futura señora Azul es escaso, sinembargo, ya que justifica estas sesiones con Violeta comparándose a sí mismo con unsoldado que está haciendo la guerra en otro país. Cualquier hombre necesita un poco deconsuelo, especialmente cuando mañana le puede tocar a él. Y, además, él no es depiedra, se dice.

Con mucha frecuencia, sin embargo, Azul pasa de largo por el bar y se va al cineque está a varias manzanas de allí. Ahora que el verano se acerca y el calor empieza aser molesto en su cuartito, resulta refrescante sentarse en el cine fresco y ver la película.A Azul le gustan las películas, no sólo por las historias que le cuentan y las hermosasmujeres que puede ver en ellas, sino por la oscuridad del local y el hecho de que lasimágenes que aparecen en la pantalla son de alguna manera como los pensamientos queaparecen dentro de su cabeza cuando cierra los ojos. Es más o menos indiferente a laclase de películas que ve, a que sean comedias o dramas, por ejemplo, o a que esténrodadas en blanco y negro o en color, pero siente una especial debilidad por laspelículas de detectives, ya que hay una relación natural, y esas historias siempre leenganchan más que las otras. Durante esa época ve varias de estas películas y todas legustan: La dama del lago, Ángel o diablo, Senda tenebrosa, Cuerpo y alma,Persecución en la noche, etcétera. Pero para Azul hay una que destaca del resto y legusta tanto que vuelve a la noche siguiente para verla otra vez.

Se llama Retorno al pasado y el protagonista es Robert Mitchum haciendo elpapel de un ex detective que intenta empezar una nueva vida con nombre falso en unpueblo. Tiene una novia, una dulce chica campesina que se llama Ann, y dirige unagasolinera con ayuda de un muchacho sordomudo, Jimmy, que le es absolutamente fiel.Pero el pasado alcanza a Mitchum y es poco lo que él puede hacer para evitarlo. Haceaños le habían contratado para buscar a Jane Greer, la amante del gángster KirkDouglas, pero cuando la encontró se enamoraron y huyeron para vivir en secreto. Unacosa llevó a otra -hubo dinero robado, se cometió un asesinato- y finalmente Mitchumrecobró el juicio y dejó a Greer, comprendiendo al fin la gravedad de sucomportamiento. Ahora Douglas y Greer le están chantajeando para que cometa un

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delito, lo cual en realidad no es más que una estratagema, porque cuando él se da cuentade lo que está sucediendo, comprende que planean endosarle otro asesinato. Luego sedesarrolla una complicada historia, con Mitchum intentando desesperadamente salir dela trampa. En un momento dado regresa al pueblo donde vive, le dice a Ann que esinocente y la convence de nuevo de que la ama. Pero es demasiado tarde, y Mitchum losabe. Hacia el final, consigue persuadir a Douglas de que entregue a Greer por elasesinato que cometió, pero en ese momento Greer entra en la habitación, sacatranquilamente una pistola y mata a Douglas. Le dice a Mitchum que están hechos eluno para el otro y él, fatalista hasta el final, parece estar de acuerdo. Deciden escaparjuntos, pero cuando Greer va a hacer el equipaje, Mitchum coge el teléfono y llama a lapolicía. Se meten en el coche y se van, pero pronto llegan a una barrera policial en lacarretera. Greer, al ver que ha sido traicionada, saca la pistola de su bolso y le pega untiro a Mitchum. Entonces la policía abre fuego sobre el coche y Greer muere también.Después de eso hay una última escena: a la mañana siguiente, en el pueblo deBridgeport, Jimmy está sentado en un banco delante de la gasolinera y Ann se acerca yse sienta a su lado. Dime una cosa, Jimmy, le dice, tengo que saber esto: ¿huía con ellao no? El muchacho piensa un momento, tratando de decidir entre la verdad y la bondad.¿Es más importante salvaguardar el buen nombre de su amigo o salvar a la chica? Todoesto sucede sólo en un instante. Mirando a la chica a los ojos, asiente con la cabeza,como diciendo que sí, que él estaba enamorado de Greer después de todo. Ann lepalmea en el brazo y le da las gracias, luego va a reunirse con su antiguo novio, unpolicía local honradísimo que siempre despreció a Mitchum. Jimmy mira el rótulo de lagasolinera con el nombre de Mitchum, le hace un pequeño saludo amistoso y luego damedia vuelta y se aleja por la carretera. Es el único que sabe la verdad, y nunca la dirá.

Durante los días siguientes Azul le da muchas vueltas en la cabeza a estahistoria. Es una buena cosa, piensa, que la película acabe con el sordomudo. El secretoestá enterrado y Mitchum seguirá siendo un forastero, incluso después de su muerte. Suambición era bien sencilla: convertirse en un ciudadano normal en un pueblo americanonormal, casarse con la chica de la casa de al lado, vivir una vida tranquila. Es extraño,piensa Azul, que el nombre que Mitchum elige para si es Jeff Bailey. Es notablementeparecido al nombre de otro personaje de una película que vio el año anterior con lafutura señora Azul: George Bailey, interpretado por James Stewart en ¡Qué bello esvivir! Esa historia también trataba de la América provinciana, pero desde el punto devista opuesto: las frustraciones de un hombre que se pasa toda la vida tratando deescapar. Pero al final llega a comprender que su vida ha sido buena, que ha hechosiempre lo que debía hacer. Al Bailey de Mitchum sin duda le gustaría ser el Bailey deStewart. Pero en su caso el nombre es falso, producto de una ilusión. Su verdaderonombre es Markham -o, como Azul lo pronuncia para sí, Marcado- y ésa es la cuestión.Ha quedado marcado por el pasado, y cuando eso sucede, nada se puede hacer. Cuandopasa algo, piensa Azul, continúa pasando siempre. No se puede cambiar nunca, nuncapuede ser de otra manera. Azul empieza a sentirse perseguido por ese pensamiento,porque lo ve como una especie de advertencia, un mensaje que viene de su interior, ypor mucho que intente apartarlo, la oscuridad de ese pensamiento no le abandona.

Una noche, por tanto, Azul coge al fin su ejemplar de Walden. Ha llegado elmomento, se dice, y si no hace un esfuerzo ahora, sabe que no lo hará nunca. Pero ellibro no es ágil. Cuando Azul empieza a leer, se siente como si estuviera entrando en unmundo extraño. Andando trabajosamente por pantanos y matorrales, trepando porladeras pedregosas y riscos traicioneros, se siente como un prisionero haciendo marchasforzadas, y su único pensamiento es huir. Le aburren las palabras de Thoreau y leresulta difícil concentrarse. Lee capítulos enteros y cuando llega al final se da cuenta de

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que no ha retenido nada. ¿Por qué querría nadie irse a vivir solo en el bosque? ¿Quésignifica todo eso de plantar judías y no beber café ni comer carne? ¿Por qué todas esasinterminables descripciones de pájaros? Azul pensaba que le iban a contar una historia,o por lo menos algo parecido a una historia, pero eso no es más que palabrería, unainterminable perorata acerca de nada.

Pero sería injusto culparle. Azul nunca ha leído mucho de nada exceptoperiódicos y revistas y alguna que otra novela de aventuras cuando era niño. Se sabeque incluso lectores asiduos y elevados han tenido problemas con Walden, y una figuracomo Emerson, ni más ni menos, escribió una vez en su diario que leer a Thoreau lehacia sentirse nervioso y desdichado. En honor de Azul hay que decir que no ceja. Aldía siguiente empieza de nuevo y esta segunda travesía es algo menos accidentada quela primera. En el tercer capitulo encuentra una frase que al fin le dice algo -Los libroshay que leerlos tan pausada y cautelosamente como fueron escritos- y de prontoentiende que el truco está en ir despacio, más despacio de lo que ha ido nunca con laspalabras. Esto ayuda hasta cierto punto, y algunos pasajes empiezan a resultar másclaros: el asunto de la ropa al principio, la batalla de las hormigas rojas y las hormigasnegras, la argumentación contra el trabajo. Pero Azul sigue encontrándolo arduo, yaunque de mala gana reconoce que quizá Thoreau no sea tan estúpido como él habíapensado, empieza a sentir rencor hacia Negro por haberle sometido a esa tortura. Lo queno sabe es que si encontrara la paciencia necesaria para leer el libro con el espíritu quepide, toda su vida empezaría a cambiar, y poco a poco llegaría a una total comprensiónde su situación, es decir, de Negro, de Blanco, del caso, de todo lo que le concierne.Pero las oportunidades perdidas forman parte de la vida igual que las oportunidadesaprovechadas, y una historia no puede detenerse en lo que podría haber sido. Enojado,tira el libro, se pone el abrigo (porque ya estamos en otoño) y sale a tomar el aire. Notiene ni idea de que éste es el principio del fin. Porque algo está a punto de ocurrir, yuna vez que ocurra, nada volverá a ser lo mismo.

Se va a Manhattan, alejándose de Negro más que en ninguna ocasión anterior,desahogando su frustración con el movimiento, confiando en calmarse agotando sucuerpo. Camina hacia el norte, solo con sus pensamientos, sin molestarse en mirar loque le rodea. En la calle Veintiséis Este se le desata el cordón del zapato izquierdo, y esprecisamente entonces, cuando se agacha para atárselo, doblado sobre una rodilla,cuando el cielo se le viene encima. Porque justo en ese momento ve a la futura señoraAzul. Viene por la calle cogida con los dos brazos del brazo derecho de un hombre alque Azul no ha visto nunca, y le sonríe radiante, absorta en lo que el hombre le estádiciendo. Durante varios momentos Azul está tan desconcertado que no sabe si agacharla cabeza aún más para ocultar su cara o levantarse y saludar a la mujer que ahoracomprende -con un conocimiento tan repentino e irrevocable como un portazo- quenunca será su esposa. No consigue ni una cosa ni otra: primero baja la cabeza, pero unsegundo más tarde descubre que quiere que ella le reconozca, y al ver que no será así,dado que está completamente concentrada en la conversación de su compañero, Azul selevanta bruscamente de la acera cuando ellos están a menos de dos metros de él. Escomo si un espectro se hubiera materializado de pronto delante de ella, y la ex futuraseñora Azul lanza un gritito incluso antes de ver quién es el espectro. Azul dice sunombre, con una voz que a él mismo le parece extraña, y ella se para en seco. Su caraexpresa el susto de ver a Azul, y luego, rápidamente, su expresión pasa del susto a lacólera.

¡Tú!, le dice. ¡Tú!Antes de que él tenga la oportunidad de decir una palabra, ella se suelta del

brazo de su compañero y empieza a aporrear el pecho de Azul con los puños chillando

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como una loca, acusándole de un espantoso crimen detrás de otro. Lo único que Azulpuede hacer es repetir su nombre una y otra vez, como tratando desesperadamente dedistinguir entre la mujer que ama y la fiera salvaje que le está atacando. Se sientetotalmente indefenso, y mientras el ataque continúa, empieza a recibir cada nuevo golpecomo un justo castigo a su comportamiento. Pero el otro hombre pronto pone fin a laescena, y aunque Azul tiene la tentación de darle un puñetazo, está demasiado aturdidopara actuar con rapidez, y antes de que se dé cuenta el hombre se ha llevado a la llorosaex futura señora Azul calle abajo y han torcido la esquina, y ahí acaba todo.

Esta breve escena, inesperada y devastadora, trastorna a Azul por completo.Cuando recobra la compostura y consigue llegar a casa, se da cuenta de que ha tirado suvida por la borda. No es culpa de ella, se dice, deseando culparía pero sabiendo que nopuede hacerlo. Que ella supiera, él podría estar muerto, ¿cómo reprocharle que deseevivir? Azul nota que los ojos se le llenan de lágrimas, pero más que dolor siente rabiacontra sí mismo por ser tan idiota. Ha perdido cualquier oportunidad que podía habertenido de ser feliz, y en ese caso no seria erróneo afirmar que éste es verdaderamente elprincipio del fin.

Azul sube a su cuarto en la calle Naranja, se tumba en la cama y trata de sopesarlas posibilidades. Finalmente se vuelve de cara a la pared y se encuentra con lafotografía del forense de Filadelfia, Oro. Piensa en la tristeza del caso sin resolver, elniño enterrado en una tumba sin nombre, y mientras estudia la mascarilla del pequeño,empieza a darle vueltas a una idea en la cabeza. Quizá haya maneras de aproximarse aNegro, piensa, maneras que no le delaten. Dios sabe que tiene que haberlas. Pasos quese pueden dar, planes que se pueden poner en marcha, quizá dos o tres al mismo tiempo.Lo demás no importa, se dice. Es hora de volver la página.

Blanco tiene que recibir su siguiente informe en dos días, así que se sienta aescribirlo ahora con el fin de echarlo al correo a tiempo. Durante los últimos meses susinformes han sido sumamente crípticos, únicamente un párrafo o dos, ofreciendo loshechos desnudos y nada más, y esta vez no se desvía de ese modelo. Sin embargo, alfinal de la página intercala un oscuro comentario como una especie de prueba,confiando en provocar algo más que el silencio por parte de Blanco: Negro pareceenfermo. Me temo que tal vez se esté muriendo. Luego mete el informe en el sobre,diciéndose que eso es sólo el principio.

Dos días más tarde Azul va por la mañana temprano a la oficina de correos deBrooklyn, un edificio como un gran castillo desde el cual se divisa el puente deManhattan. Todos los informes de Azul han ido dirigidos al apartado de correos 1001, yahora se acerca a él como por casualidad, pasando despacio por delante y mirandodisimuladamente dentro para ver sí el informe ha llegado. Sí. O por lo menos hay unacarta allí -un solitario sobre blanco inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco gradosdentro del estrecho buzón-, y Azul no tiene ningún motivo para sospechar que no sea sucarta. Luego empieza un lento paseo circular por la zona, decidido a permanecer allíhasta que aparezca Blanco o alguien que trabaje para él, los ojos fijos en la enormepared cubierta de buzones numerados, cada uno con una combinación diferente, cadauno conteniendo un secreto diferente. La gente va y viene, abre los buzones y los cierra,y Azul continúa deambulando en círculo, deteniéndose de vez en cuando en algún puntoal azar y continuando luego su vuelta. Todo le parece marrón, como si el tiempo otoñaldel exterior hubiera penetrado en la sala, y el lugar huele agradablemente a humo decigarro puro. Después de varias horas empieza a tener hambre, pero no cede a la lla-mada de su estómago, diciéndose que es ahora o nunca y por lo tanto manteniéndosefirme. Azul observa a todos los que se aproximan a la pared de los buzones,concentrándose en cada persona que se detiene en las proximidades del 1001, cons-

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ciente de que si no es Blanco quien viene a recoger los informes, podría ser cualquiera,una anciana, un niño, y consecuentemente no debe dar nada por sentado. Pero todasestas posibilidades quedan en nada, porque nadie toca el buzón, y aunque Azulmomentánea y sucesivamente urde una historia para cada candidato que se acerca,tratando de imaginar qué relación podría tener esa persona con Blanco y/o Negro, quépapel podría desempeñar en el caso él o ella, etcétera, se ve obligado a desecharlos unopor uno a la nada de la que salieron.

Muy poco después del mediodía, en un momento en que la oficina de correosempieza a llenarse -un tropel de gente que viene apresuradamente durante la hora delalmuerzo para echar cartas, comprar sellos, ocuparse de ese tipo de asuntos-, un hombrecon una máscara en la cara entra por la puerta. Azul no se fija en él al principio contantas personas pasando por la puerta al mismo tiempo, pero cuando el hombre se apartadel gentío y empieza a dirigirse a los buzones numerados, Azul finalmente ve lamáscara, una máscara de las que los niños llevan en Halloween, hecha de goma yrepresentado un espantoso monstruo con tajos en la frente, ojos sanguinolentos ycolmillos. El resto de su persona es absolutamente corriente (abrigo de tweed gris,bufanda roja envolviéndole el cuello) y Azul intuye en ese primer momento que elhombre que está detrás de la máscara es Blanco. Mientras el hombre continúa andandohacia la zona del buzón 1001, esta intuición se convierte en convicción. Al mismotiempo, Azul siente que el hombre no está allí realmente, que aunque sabe que le estáviendo, es más que probable que él sea el único que le ve. En este punto, sin embargo,Azul se equívoca, porque mientras el enmascarado continúa cruzando el vasto suelo demármol, Azul ve a varias personas señalándole y riéndose, pero no sabe si esto es mejoro peor. El enmascarado llega al buzón 1001, gira la rueda de la combinación hacia atrás,hacia adelante y nuevamente hacia atrás, y abre el buzón. En cuanto Azul ve que éste esdefinitivamente su hombre, empieza a avanzar hacia él, no muy seguro de lo que piensahacer, pero en el fondo, sin duda, con la intención de asirle y arrancarle la máscara de lacara. Pero el hombre está demasiado alerta, y una vez que se ha metido el sobre en elbolsillo y ha cerrado el buzón, lanza una rápida ojeada a su alrededor, ve que Azul seaproxima y echa a correr, dirigiéndose a la puerta lo más deprisa que puede. Azul corretras él, esperando agarrarle por detrás, pero se queda momentáneamente atrapado poruna maraña de gente en la puerta, y cuando consigue atravesarla, el hombreenmascarado está bajando las escaleras de dos en dos, aterrizando en la acera ycorriendo por la calle. Azul continúa su persecución, incluso le parece que está ganandoterreno, pero entonces el hombre llega a la esquina, donde casualmente un autobús estájusto arrancando de una parada, y el hombre aprovecha la oportunidad y salta a bordo.Azul se queda en la estacada, sin aliento, allí parado como un idiota.

Dos días más tarde, cuando Azul recibe su giro postal por correo, finalmente hayuna palabra de Blanco. Nada de tonterías, dice, y aunque no es mucho, a pesar de todoAzul se alegra de haberla recibido, contento de haber agrietado al fin el muro desilencio de Blanco. No le queda claro, sin embargo, si el mensaje se refiere al últimoinforme o al incidente en la oficina de correos. Después de pensarlo un rato, llega a laconclusión de que da igual. De un modo u otro, la clave del caso está en la acción. Debecontinuar desbaratando las cosas siempre que pueda, un poquito aquí, un poquito allá,picando cada adivinanza hasta que toda la estructura empiece a debilitarse, hasta que undía todo el maldito asunto se venga abajo.

Durante las semanas siguientes Azul vuelve a la oficina de correos varias veces,esperando echarle otra ojeada a Blanco. Pero no lo consigue. O el informe ya no está enel buzón cuando él llega o Blanco no aparece. El hecho de que esa parte de la oficina decorreos esté abierta veinticuatro horas al día le deja pocas opciones a Azul. Blanco

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ahora sospecha de él y no cometerá el mismo error dos veces. Sencillamente esperaráhasta que Azul se vaya antes de acercarse al buzón, y a menos que Azul esté dispuesto apasarse la vida entera en la oficina de correos, no tiene ninguna esperanza de volver apillar a Blanco.

El cuadro es mucho más complicado de lo que Azul había imaginado. Durantecasi un año se ha considerado esencialmente libre. Para bien o para mal estaba haciendosu trabajo, mirando hacia adelante y estudiando a Negro, esperando una posibleabertura, tratando de perseverar, pero durante todo ese tiempo no ha pensado ni una solavez en lo que pudiera estar ocurriendo a sus espaldas. Ahora, después del incidente conel hombre enmascarado y los obstáculos que ha encontrado posteriormente, Azul ya nosabe qué pensar. Le parece perfectamente verosímil que él también esté siendo vigilado,observado por otro de la misma manera que él ha estado observando a Negro. Si es así,entonces nunca ha sido libre. Desde el principio ha sido el hombre de en medio,obstaculizado por delante y por detrás. Curiosamente, este pensamiento le recuerdaalgunas frases de Walden, y busca en su cuaderno la expresión exacta, bastante segurode haberla anotado. No estamos donde estamos, sino en una posición falsa, encuentra.Por una enfermedad de nuestra naturaleza, suponemos un caso y nos ponemos en él ypor lo tanto estamos en dos casos al mismo tiempo y es doblemente difícil salir. Estotiene sentido para Azul, y aunque está empezando a asustarse un poco, piensa que quizáno sea demasiado tarde para hacer algo.

El verdadero problema se reduce a identificar la naturaleza del problema mismo.Para empezar, ¿quién supone mayor amenaza para él, Blanco o Negro? Blanco hamantenido su parte del trato: los giros han llegado puntualmente todas las semanas, yvolverse contra él ahora, Azul lo sabe, sería morder la mano que le alimenta. Sinembargo, Blanco es quien puso el caso en marcha, arrojando a Azul a un cuarto vacío,por así decirlo, y luego apagando la luz y cerrando la puerta. Desde entonces, Azul haestado tanteando en la oscuridad, buscando a ciegas el interruptor, prisionero del casomismo. Todo eso está muy bien, pero ¿por qué querría Blanco hacer tal cosa? CuandoAzul tropieza con esta pregunta, ya no puede pensar. Su cerebro deja de funcionar, nopuede ir más allá.

Tomemos a Negro, entonces. Hasta ahora él ha sido el caso, la causa aparente detodos sus problemas. Pero si Blanco en realidad persigue a Azul y no a Negro, entoncesquizá Negro no tenga nada que ver con ello, quizá no sea más que un inocenteespectador. En ese caso, es Negro quien ocupa la posición que Azul había creído suyatodo el tiempo y es Azul quien hace el papel de Negro. Esta teoría no es totalmentedescabellada. Por otra parte, también es posible que Negro esté de alguna formaasociado con Blanco y que juntos hayan conspirado para hundir a Azul.

De ser así, ¿qué le están haciendo? Nada muy terrible, en última instancia; por lomenos no en un sentido absoluto. Han obligado a Azul a no hacer nada, a estar taninactivo que su vida se reduce hasta casi no ser una vida. Sí, se dice Azul, eso es lo queparece: nada en absoluto. Se siente como un hombre que ha sido condenado a sentarseen una habitación y a continuar leyendo un libro durante el resto de su vida. Es bastanteextraño, estar vivo solo a medías en el mejor de los casos, ver el mundo sólo a través delas palabras, vivir sólo a través de las vidas de otros. Pero si el libro fuera interesante,quizá no sería tan malo. Podría dejarse atrapar en la historia, por así decirlo, y poco apoco empezaría a olvidarse de sí mismo. Pero ese libro no le ofrece nada. No hayargumento, ni trama, ni acción, únicamente un hombre sentado solo en un cuartoescribiendo un libro. Azul comprende que eso es todo lo que hay, y ya no quiereparticipar en ello. Pero ¿cómo salir? ¿Cómo salir de la habitación que es el libro quecontinuará escribiéndose mientras él siga en la habitación?

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En cuanto a Negro, el supuesto escritor de ese libro, Azul ya no puede fiarse delo que ve. ¿Es posible que exista realmente un hombre así, un hombre que no hace nada,que únicamente se sienta en su cuarto y escribe? Azul le ha seguido a todas partes, haido tras él hasta los rincones más remotos, le ha observado con tanta atención queparecía fallarle la vista. Ni siquiera cuando sale de su habitación, Negro va a algunaparte, nunca hace mucho: comprar comestibles, cortarse el pelo, ir al cine, etcétera. Perogeneralmente sólo vagabundea por las calles, mirando alguna que otra cosa, recogiendodatos al azar, e incluso esto sucede únicamente a rachas. Durante un tiempo sonedificios: estira el cuello para ver los tejados, inspecciona los portales, pasa las manoslentamente por las fachadas de piedra. Y luego, durante una semana o dos, son estatuaspúblicas, o los barcos del río, o los rótulos que hay en las calles. Nada más que eso, sinapenas cruzar una palabra con nadie, sin encontrarse con otras personas exceptuandoaquel almuerzo con la mujer llorosa hace ya tanto tiempo. En un sentido, Azul sabetodo lo que hay que saber acerca de Negro: qué clase de jabón compra, qué periódicoslee, qué ropa lleva, y todo eso lo ha anotado fielmente en su cuaderno. Ha aprendido milcosas, pero lo único que le han enseñado es que no sabe nada. Porque el hecho es quenada de eso es posible. No es posible que un hombre como Negro exista.

Consecuentemente, Azul empieza a sospechar que Negro no es más que unaartimaña, otro de los contratados de Blanco, pagado por semanas para sentarse en esahabitación y no hacer nada. Quizá toda esa escritura sea únicamente una impostura,página tras página: una lista de todos los nombres de la guía telefónica, o cada palabradel diccionario en orden alfabético, o una copia manuscrita de Walden. O quizá nisiquiera son palabras, sino garabatos sin sentido, marcas azarosas de una pluma, uncreciente montón de confusión. Esto convertiría a Blanco en el verdadero escritor, yNegro no sería más que su sustituto, una falsificación, un actor sin sustancia propia.Hay veces en que, siguiendo este pensamiento hasta sus últimas consecuencias, Azulcree que la única explicación lógica es que Negro no es un solo hombre, sino varios.Dos, tres, cuatro hombres parecidos que interpretan el papel de Negro para que Azul lovea, cada uno cumpliendo su horario y luego regresando a las comodidades de su hogar.Pero es un pensamiento demasiado monstruoso para que Azul pueda considerarlodurante mucho tiempo. Pasan los meses y al fin se dice a sí mismo en voz alta: Ya nopuedo respirar. Esto es el fin. Me estoy muriendo.

Estamos a mitad del verano de 1948. Reuniendo al fin el valor necesario paraactuar, Azul coge su bolsa de disfraces y busca una nueva identidad. Después dedescartar varias posibilidades, se decide por un viejo que solía mendigar en las esquinasde su barrio cuando él era niño -un personaje local que se llamaba Jimmy Rosa- y seengalana con la vestimenta de un vagabundo: ropa de lana andrajosa, zapatos atados concuerdas para evitar que las suelas se desprendan, una bolsa de lona estropeada paracontener sus pertenencias y luego, por último, una ondeante barba blanca y pelo blancolargo. Estos detalles finales le dan el aspecto de un profeta del Viejo Testamento. Azuldisfrazado de Jimmy Rosa no es tanto un escrofuloso mendigo como un loco sabio, unsanto que vive en la marginalidad de la penuria. Un poco chiflado quizá, peroinofensivo: emana una dulce indiferencia hacia el mundo que le rodea, pues dado quetodo le ha ocurrido anteriormente, ya nada puede perturbarle.

Azul se aposta en un lugar adecuado al otro lado de la calle, saca del bolsillo unpedazo de lupa rota y empieza a leer un periódico viejo y arrugado que ha sacado de uncubo de basura cercano. Dos horas más tarde aparece Negro, bajando los escalones desu casa y caminando en dirección a Azul. Negro no presta atención al vagabundo-perdido en sus propios pensamientos o mirando hacia otro lado a propósito-, y cuandoempieza a acercarse, Azul le dirige la palabra con voz agradable.

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¿Puede usted darme algo suelto, señor?Negro se detiene, mira al desaliñado individuo que acaba de hablarle y

gradualmente se relaja y sonríe al darse cuenta de que no está en peligro. Luego mete lamano en el bolsillo, saca una moneda y la pone en la mano de Azul.

Tenga, dice.Dios le bendiga, dice Azul.Gracias, contesta Negro, conmovido por el sentimiento.No tema nunca, dice Azul. Dios bendice a todos.Y tras esas palabras tranquilizadoras Negro saluda a Azul quitándose el

sombrero y sigue su camino.A la tarde siguiente, nuevamente ataviado de mendigo, Azul espera a Negro en

el mismo sitio. Decidido a mantener una conversación un poco más larga esta vez,ahora que se ha ganado la confianza de Negro, Azul descubre que le han quitado elproblema de las manos cuando el propio Negro muestra interés por prolongar elencuentro. Es una hora avanzada del día, antes de la puesta de sol pero ya pasada latarde, esa hora entre dos luces de los cambios lentos, de los ladrillos resplandecientes ylas sombras alargadas. Después de saludar cordialmente al mendigo y darle otramoneda, Negro vacila un momento, como si dudara entre lanzarse o no, y luego dice:

¿Le ha dicho alguien alguna vez que se parece muchísimo a Walt Whitman?¿Walt qué?, pregunta Azul, acordándose de interpretar su papel.Walt Whitman. Un poeta famoso.No, dice Azul. No puedo decir que le conozca.Es imposible que le conozca, dice Negro. Ya no vive. Pero el parecido es

notable.Bueno, ya sabe lo que dicen, contesta Azul. Todo hombre tiene su doble en

alguna parte. No veo por qué el mío no iba a ser un muerto.Lo gracioso, continúa Negro, es que Walt Witman trabajaba en esta calle.

Imprimió su primer libro ahí mismo, no lejos de donde estamos ahora.No me diga, dice Azul, meneando la cabeza pensativamente. Le hace a uno

pararse a pensar, ¿no?Hay algunas historias raras acerca de Whitman, dice Negro, indicándole con un

gesto a Azul que se siente en los escalones del edificio que tienen detrás. Azul obedecey luego Negro hace lo mismo, y de pronto allí están los dos solos, juntos bajo la luz delverano, charlando como dos viejos amigos de una cosa y otra.

Sí, dice Negro, instalándose cómodamente en la languidez del momento, variashistorias muy curiosas. La del cerebro de Whitman, por ejemplo. Durante toda su vidaWhitman creyó en la ciencia de la frenología, ya sabe, estudiar las protuberancias delcráneo. Estaba muy de moda en su época. No puedo decir que haya oído hablar nuncade eso, responde Azul.

Bueno, no importa, dice Negro. Lo importante es que a Whitman le interesabanlos cerebros y los cráneos, pensaba que podían revelarlo todo acerca del carácter de unhombre. El caso es que cuando Whitman se estaba muriendo en Nueva Jersey hacecincuenta o sesenta años, aceptó dejar después de muerto que le hicieran una autopsia.

¿Cómo pudo aceptarlo después de muerto?Ah, tiene razón. No me he expresado bien. Todavía estaba vivo cuando lo

aceptó. Quería que supieran que no le importaría que le abrieran más tarde. Lo quepodríamos llamar su última voluntad.

Las famosas últimas palabras.Eso es. Mucha gente pensaba que era un genio, ¿comprende?, y quería echarle

un vistazo a su cerebro para averiguar si tenía algo de especial. Así que al día siguiente

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de su muerte un médico sacó el cerebro de Whitman -abrió por la cabeza- y lo mandó ala Sociedad Antropométrica Americana para que lo midieran y pesaran.

Como una gigantesca coliflor, intercala Azul.Exactamente. Como una gran col. Pero aquí es donde la historia se pone

interesante. El cerebro llega al laboratorio y, justo cuando están a punto de ponerse atrabajar en él, a uno de los ayudantes se le cae al suelo.

¿Se rompió?Claro que se rompió. Un cerebro no es muy duro, ¿comprende? Se desparramó

por todas partes y ahí terminó la historia. El cerebro del poeta más grande de Américafue barrido y arrojado a la basura.

Azul, acordándose de reaccionar de acuerdo con su personaje, emite varias risasasmáticas, una buena imitación del regocijo de un vejete. Negro se ríe también, y ahorael ambiente se ha distendido hasta tal punto que nadie podría adivinar que no sonamigos de toda la vida.

Da pena el pobre Walt en su tumba, dice Negro. Tan solo y sin cerebro.Igual que ese espantapájaros, dice Azul.Efectivamente, dice Negro. Igual que el espantapájaros del país de Oz.Después de otra buena risa, Negro dice: Y luego está la historia de cuando

Thoreau vino a visitar a Whitman. Ésa también es buena.¿Era otro poeta?No exactamente. Pero era también un gran escritor. Es el que vivía solo en el

bosque.Oh, sí, dice Azul, no queriendo llevar su ignorancia demasiado lejos. Alguien

me habló una vez de él. Era muy aficionado a la naturaleza. ¿No es ése al que se refiereusted?

Precisamente, contesta Negro. Henry David Thoreau vino desde Massachusettsa pasar una temporadita y le hizo una visita a Whitman en Brooklyn. Pero el día anteriorvino justamente aquí, a la calle Naranja.

¿Por alguna razón especial?Por la iglesia de Plymouth. Quería oír el sermón de Henry Ward Beecher.Un sitio precioso, dice Azul, pensando en las gratas horas que ha pasado en el

jardín de hierba. A mí también me gusta ir allí.Muchos grandes hombres han ido allí, dice Negro. Abraham Lincoln, Charles

Dickens, todos pasearon por esta calle y entraron en esa iglesia.Fantasmas.Sí, estamos rodeados de fantasmas.¿Y la historia?Es muy simple en realidad. Thoreau y Bronson Alcott, un amigo suyo, llegaron

a casa de Whitman en Myrtle Avenue y la madre de Walt les mandó al dormitorio delático que él compartía con un hermano retrasado mental, Eddy. Todo fue bien. Seestrecharon la mano, intercambiaron saludos, etcétera. Pero luego, cuando se sentaronpara discutir sus opiniones sobre la vida, Thoreau y Alcott se fijaron en que había unorinal lleno justo en medio de la habitación. Walt, por supuesto, era un hombreexpansivo y no le prestó atención, pero a los dos hombres de Nueva Inglaterra lesresultaba difícil continuar hablando con un orinal lleno de excrementos delante de ellos.Así que finalmente bajaron a la sala y continuaron la conversación allí. Es un detalleinsignificante, lo comprendo. Pero cuando dos grandes escritores se conocen, hacenhistoria y es importante conocer todos los detalles exactos. El orinal, sabe, me recuerdade alguna manera al cerebro en el suelo. Y cuando te paras a pensarlo, hay cierta si-militud de forma. Me refiero a las protuberancias y las circunvoluciones. Hay una clara

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conexión. El cerebro y los intestinos, los adentros de un hombre. Siempre hablamos deintentar meternos en un escritor para comprender mejor su obra. Pero cuando llegamosal fondo, no hay mucho que encontrar, por lo menos no mucho que sea diferente de loque encontraríamos en cualquier otro.

Parece que sabe usted mucho de estas cosas, dice Azul, que está empezando aperder el hilo de la argumentación de Negro.

Es mi afición, dice Negro. Me gusta saber cómo viven los escritores,especialmente los escritores americanos. Me ayuda a comprender las cosas.

Ya veo, dice Azul, que no ve nada en absoluto, porque cuanto más habla Negro,menos le entiende él.

Por ejemplo, Hawthorne, dice Negro. Un buen amigo de Thoreau, yprobablemente el primer verdadero escritor que tuvo América. Después de graduarse enla universidad volvió a casa de su madre en Salem, se encerró en su habitación y nosalió hasta doce años después.

¿Qué hacía allí?Escribía historias.¿Nada más? ¿Sólo escribía?Escribir es una actividad solitaria. Se apodera de tu vida. En cierto sentido, un

escritor no tiene vida propia. Incluso cuando está ahí, no está realmente ahí.Otro fantasma.Exactamente.Suena muy misterioso.Lo es. Pero Hawthorne escribió grandes historias, ¿sabe?, y todavía las leemos,

más de cien años después. En una de ellas, un hombre que se llamaba Wakefield decidegastarle una broma a su esposa. Le dice que tiene que hacer un viaje de negocios yestará fuera unos días, pero en lugar de salir de la ciudad se va a la vuelta de la esquina,alquila una habitación y espera a ver qué pasa. No sabe exactamente por qué lo hace,pero de todas formas lo hace. Pasan tres o cuatro días, pero él no se siente dispuesto avolver a casa todavía, así que se queda en la habitación alquilada. Los días se conviertenen semanas, las semanas se convierten en meses. Un día Wakefield pasa por su antiguacalle y ve su casa engalanada de luto. Es su propio funeral y su mujer se convierte enuna viuda solitaria. Pasan los años. De vez en cuando se cruza con su esposa en laciudad y una vez, en medio de una multitud, llega a rozarse con ella. Pero ella no lereconoce. Transcurren los años, más de veinte, y poco a poco Wakefield se hace viejo.Una noche lluviosa de otoño, mientras da un paseo por las calles vacías, pasa por de-lante de su antigua casa y mira por la ventana. Hay un agradable fuego ardiendo en lachimenea y él piensa para sus adentros: Qué agradable sería estar ahí dentro ahora,sentado en uno de esos cómodos butacones junto al fuego, en lugar de estar aquí fuerabajo la lluvia. Así que, sin pensarlo más, sube los escalones de la casa y llama a lapuerta.

¿Y entonces?Eso es todo. Así termina la historia. La última cosa que vemos es que la puerta

se abre y Wakefield entra con una sonrisa astuta en la cara.¿Y nunca sabemos qué le dice a su esposa?No. Ése es el final. Ni una palabra más. Pero volvió a casa, eso sí lo sabemos, y

fue un amante esposo hasta su muerte.Ahora el cielo ha empezado a oscurecer y la noche se aproxima rápidamente.

Aún queda un último resplandor rosa en el oeste, pero el día prácticamente haterminado. Negro, dejándose guiar por la oscuridad, se pone de pie y le tiende la mano aAzul.

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Ha sido un placer hablar con usted, dice. No tenía ni idea de que lleváramostanto rato aquí sentados.

El placer ha sido mío, dice Azul, aliviado de que la conversación hayaconcluido, porque sabe que dentro de poco su barba empezará a resbalar, ya que el calordel verano y los nervios le hacen sudar y la barba se le despega.

Me llamo Negro, dice Negro, estrechando la mano de Azul.Yo me llamo Jimmy, dice Azul. Jimmy Rosa.Recordaré mucho tiempo esta pequeña charla que hemos tenido, Jimmy, dice

Negro.Yo también, dice Azul. Me ha dado usted mucho en que pensar.Dios le bendiga, Jimmy Rosa, dice Negro.Dios le bendiga a usted, señor, dice Azul.Y luego, con un último apretón de manos, se alejan en direcciones opuestas,

cada uno acompañado de sus propios pensamientos.Más tarde, cuando Azul regresa a su cuarto esa noche, decide que ahora será

mejor enterrar a Jimmy Rosa, deshacerse de él para siempre. El viejo vagabundo haservido a su propósito, pero no sería sensato ir más allá de ese punto.

Azul se alegra de haber establecido este contacto inicial con Negro, pero elencuentro no ha tenido el efecto deseado, el resultado es que se siente bastanteperturbado por él. Porque aunque la conversación no tenía nada que ver con el caso,Azul no puede evitar sentir que Negro se estaba refiriendo al caso todo el rato, hablandoen clave, por así decirlo, como si tratara de decirle algo a Azul pero no se atreviera adecirlo abiertamente. Sí, Negro ha sido más que cordial, su actitud era verdaderamentesimpática, pero Azul no puede librarse de la idea de que el hombre estaba al corrientedesde el principio. Si es así, entonces seguramente Negro es uno de los conspiradores;de lo contrario, ¿por qué iba a estar tanto rato hablando con Azul? No por soledad,ciertamente. Suponiendo que Negro sea real, la soledad no puede ser un problema. Todoen su vida hasta ahora ha sido parte de un determinado plan para permanecer solo, ysería absurdo interpretar su deseo de hablar como un esfuerzo para escapar a la angustiade la soledad. No a estas alturas, no después de más de un año de rehuir todo contactohumano. Si Negro finalmente ha decidido salir de su hermética rutina, ¿por qué iba aempezar por hablar con un viejo mendigo en una esquina de la calle? No, Negro sabíaque estaba hablando con Azul. Y si sabía eso, entonces también sabe quién es Azul. Nohay vuelta de hoja, se dice Azul, lo sabe todo.

Cuando llega el momento de escribir su siguiente informe, Azul se ve obligado aenfrentarse a otro dilema. Blanco nunca dijo nada de establecer contacto con Negro.Azul tenía que vigilarle, ni más, ni menos, y ahora se pregunta si no ha violado lasreglas de su misión. Si incluye la conversación en el informe, tal vez Blanco pongareparos. Por otra parte, si no lo incluye, y si Negro realmente trabaja con Blanco,entonces Blanco sabrá inmediatamente que Azul le miente. Azul cavila durante largorato, pero a pesar de todo no consigue encontrar una solución. Está atrapado, de unmodo u otro, y lo sabe. Al final decide omitir la conversación, pero sólo porque aúnconserva una débil esperanza de que su deducción sea equivocada y Blanco y Negro noestén juntos en el asunto. Pero esta última tentativa de optimismo queda en nada. Tresdías después de enviar el informe purgado, recibe su giro semanal por correo y dentrodel sobre va una nota que dice: ¿Por qué miente? Y entonces Azul tiene la prueba sinsombra de duda. Y a partir de ese momento Azul vive con el conocimiento de que seestá ahogando.

A la noche siguiente sigue a Negro a Manhattan en el metro, vestido con ropanormal, ya sin la sensación de tener que ocultar nada. Negro se baja en Times Square y

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vagabundea durante un rato entre las luces brillantes, el ruido y las multitudes que van yvienen. Azul, vigilándole como si su vida dependiera de ello, nunca está más de tres ocuatro pasos detrás de él. A las nueve Negro entra en el vestíbulo del Hotel Algonquin yAzul entra tras él. Hay bastante gente y las mesas escasean, de modo que cuando Negrose sienta en un rincón, en una mesa que acaba de quedarse libre en ese momento, pareceperfectamente natural que Azul se acerque y le pregunte cortésmente si puede sentarsecon él. Negro no tiene inconveniente y hace un gesto acompañado de un encogimientode hombros para que Azul ocupe la silla de enfrente. Durante varios minutos ningunodice nada, esperando a que alguien acuda a preguntarles qué quieren tomar. Mientrastanto observan a las mujeres que pasan con sus vestidos veraniegos, inhalando losdiferentes perfumes que flotan en el aire tras ellas, y Azul no tiene ninguna prisa,contento de esperar su oportunidad y dejar que las cosas sigan su curso. Cuando elcamarero viene al fin, Negro pide un Black and White con hielo, y Azul no puede pormenos de interpretar esto como un mensaje secreto de que la misión está a punto deempezar, maravillándose todo el tiempo de la desfachatez de Negro, de su tosquedad ysu vulgar obsesión. Por simetría, Azul pide lo mismo. Al hacerlo mira a Negro a losojos, pero éste no revela nada, le devuelve la mirada a Azul con absoluta inexpre-sividad, con unos ojos muertos que parecen indicar que no hay nada tras ellos y que, pormucho que Azul le mire, nunca verá nada.

Esta maniobra, sin embargo, rompe el hielo, y empiezan a comentar los méritosde las distintas marcas de whisky escocés. De un modo natural, una cosa lleva a otra ymientras están allí sentados charlando sobre los inconvenientes del verano en NuevaYork, la decoración del hotel, los indios algonquinos que vivieron en la ciudad hacemucho tiempo cuando era todo bosques y prados, Azul adopta lentamente el personajeque quiere interpretar esa noche, convirtiéndose en un jovial fanfarrón de nombreNieve, un vendedor de seguros de vida de Kenosha, Wisconsin. Hazte el tonto, se diceAzul, porque sabe que no tendría sentido revelar quién es, aunque sabe que Negro losabe. Hay que jugar al escondite, se dice, jugar al escondite hasta el final.

Terminan su copa y piden otra ronda, seguida de una tercera, y mientras laconversación pasa con facilidad de las tablas actuariales a las expectativas de vida delos hombres en diferentes profesiones, Negro deja caer un comentario que lleva laconversación en otra dirección.

Supongo que yo no estaría en un puesto muy alto en su lista, dice.¿No?, dice Azul, sin tener ni idea de qué esperar. ¿Qué clase de trabajo hace

usted?Soy detective privado, dice Negro a bocajarro, tan fresco y tranquilo, y por un

breve momento Azul tiene la tentación de tirarle su bebida a la cara, tan enojado está,tan quemado por el descaro del otro hombre.

¡No me diga!, exclama Azul, recobrándose rápidamente y consiguiendo fingir lasorpresa de un paleto. Detective privado. Vaya. De carne y hueso. Me imagino lo quedirá mi mujer cuando se lo cuente. Yo en Nueva York tomando copas con un detectiveprivado. No se lo va a creer.

Lo que estoy tratando de decir, dice Negro bastante bruscamente, es que meimagino que mi expectativa de vida no es muy grande. Por lo menos no de acuerdo consus estadísticas.

Probablemente no, continúa Azul. Pero ¡qué emocionante! Hay cosas másimportantes en la vida que vivir mucho tiempo. La mitad de los hombres de Américadarían diez años de su jubilación por vivir como usted. Resolviendo casos, viviendo desu ingenio, seduciendo mujeres, llenando de plomo a los malos... Dios, vaya si tieneventajas.

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Todo eso es ficción, dice Negro. El verdadero trabajo de un detective puede sermuy aburrido.

Bueno, todos los trabajos tienen su rutina, continúa Azul. Pero en su caso por lomenos sabe que el trabajo duro acabará llevando a algo fuera de lo corriente.

A veces sí y a veces no. Pero la mayor parte del tiempo es no. Por ejemplo elcaso en el que estoy trabajando ahora. Llevo con él más de un año ya y no hay nada másaburrido. Me aburro tanto que a veces pienso que estoy perdiendo el juicio.

¿Y eso?Bueno, imagínese. Mi trabajo consiste en vigilar a alguien, nadie especial por lo

que veo, y mandar un informe sobre él todas las semanas. Sólo eso. Observar a ese tipoy escribir sobre él. Absolutamente nada más.

¿Y qué tiene eso de terrible?No hace nada, eso es lo que tiene. Se pasa todo el día sentado en su habitación

escribiendo. Bastaría para volver loco a cualquiera.Puede que le esté engañando. Ya me entiende, adormeciéndole antes de entrar

en acción.Eso es lo que pensé al principio. Pero ahora estoy seguro de que no va a pasar

nada, nunca. Lo noto en los huesos.Mala cosa, dice Azul, comprensivo. Quizá debería usted dejar el caso.Estoy pensando en hacerlo. También estoy pensando que quizá debería dejar

todo esto y meterme en otra cosa. Buscar otro trabajo. Vender seguros, tal vez, omarcharme con un circo.

Nunca pensé que fuera tan duro, dice Azul, meneando la cabeza. Pero dígame,¿por qué no está vigilando a su hombre ahora?

Ésa es la cuestión, contesta Negro, ya ni siquiera tengo que molestarme enhacerlo. Llevo tanto tiempo vigilándole que le conozco mejor que a mí mismo. Mebasta con pensar en él y sé lo que está haciendo, sé dónde está, lo sé todo. He llegado aun punto en que puedo vigilarle con los ojos cerrados.

¿Sabe dónde está ahora?En casa. Lo mismo que siempre. Sentado en su habitación y escribiendo.¿Qué está escribiendo?No estoy seguro, pero tengo una idea. Creo que escribe sobre sí mismo. La

historia de su vida. Es la única explicación posible. Ninguna otra encajaría.Entonces, ¿cuál es el misterio?No lo sé, dice Negro, y por primera vez su voz revela cierta emoción, se

engancha ligeramente en las palabras.Entonces todo se reduce a una pregunta, ¿no?, dice Azul, olvidándose por

completo de Nieve y mirando a Negro directamente a los ojos. ¿Sabe él que usted leestá observando o no?

Negro vuelve la cabeza, incapaz de seguir mirando a Azul, y dice con vozrepentinamente temblorosa: Por supuesto que lo sabe. Ésa es la cuestión, ¿no? Tieneque saberlo, de lo contrarío nada tendría sentido.

¿Por qué?Porque me necesita, dice Negro, aún mirando hacia otro lado. Necesita mis ojos

mirándole. Me necesita para demostrar que está vivo.Azul ve que una lágrima rueda por la mejilla de Negro, pero antes de que pueda

decir nada, antes de que pueda aprovechar su ventaja, Negro se pone de pie rápidamentey se excusa, diciendo que tiene que hacer una llamada telefónica. Azul espera en su silladurante diez o quince minutos, pero sabe que está perdiendo el tiempo. Negro no

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volverá. La conversación ha terminado, y por más que se quede allí sentado, esa nocheno sucederá nada más.

Azul paga las bebidas y luego regresa a Brooklyn. Cuando llega a la calleNaranja, mira la ventana de Negro y ve que todo está a oscuras. No importa, se diceAzul, regresará pronto. Todavía no hemos llegado al final. La fiesta acaba de empezar.Espera hasta que descorchen el champán y luego veremos qué pasa.

Una vez en su habitación, Azul pasea de un lado a otro, tratando de planear susiguiente movimiento. Le parece que Negro al fin ha cometido una equivocación, perono está completamente seguro. Porque, a pesar de la evidencia, Azul no puede sacudirsela sensación de que todo se ha hecho a propósito, de que Negro ha empezado ahora aprovocarle, a llevarle de la brida, por así decirlo, urgiéndole hacia el final que estáplaneando.

Sin embargo, ha conseguido algo, y por primera vez desde que empezó el casoya no está parado donde estaba. Normalmente, Azul estaría celebrando ese pequeñotriunfo suyo, pero descubre que esa noche no está de humor para darse palmaditas en laespalda. Más que nada, se siente triste, se siente falto de entusiasmo, se sientedecepcionado del mundo. De alguna manera, los hechos finalmente le han fallado, y leresulta difícil no tomárselo como algo personal, sabiendo demasiado bien quecomoquiera que presente el caso ante si mismo, él también forma parte del asunto.Luego se acerca a la ventana, mira al otro lado de la calle y ve que ahora las luces estánencendidas en la habitación de Negro.

Se tumba en la cama y piensa: Adiós, señor Blanco. Usted nunca existiórealmente, ¿verdad? Nunca hubo un hombre llamado Blanco. Y luego: Pobre Negro.Pobre diablo. Pobre don nadie malogrado. Y luego, mientras sus párpados se vuelvenpesados y el sueño empieza a inundarle, piensa en lo extraño que es que todo tenga supropio color. Todo lo que vemos, todo lo que tocamos, todo en el mundo tiene su propiocolor. Luchando por mantenerse despierto un poco más, empieza a hacer una lista.Tomemos el azul por ejemplo, se dice. Hay azulejos y gayos azules y garzas azules.Hay acianos y hierba doncella. Hay mediodías sobre Nueva York. Hay arándanos, liriosazules y el océano Pacífico. Hay queso azul y vitriolo azul y sangre azul. Hay una vozque canta el blues. Hay el uniforme de policía de mi padre. Hay leyes azules.1 Hay misojos y mi nombre. Se detiene, al no poder encontrar más cosas azules, y pasa al blanco.Hay gaviotas y cigüeñas y cacatúas. Hay las paredes de esta habitación y las sábanas demi cama. Hay lirios del valle, claveles y los pétalos de las margaritas. Hay la bandera dela paz y el luto chino. Hay la leche materna y el sem*n. Hay mis dientes. Hay el blancode mis ojos. Hay percas blancas y abetos blancos y hormigas blancas. Hay la casa delpresidente y la magia blanca. Hay mentiras blancas y calor blanco. Luego, sin vacilar,pasa al negro, empezando por listas negras, mercado negro y la Mano Negra. Hay lanoche sobre Nueva York. Hay zarzamoras y cuervos, azabache y pez, Martes Negro ypeste negra. Hay magia negra. Hay mi pelo. Hay la tinta que sale de una pluma. Hay elmundo como lo ve un ciego. Luego, cansándose del juego finalmente, empieza aquedarse dormido, diciéndose que la lista no tiene fin. Se duerme, sueña con cosas quesucedieron hace mucho tiempo, y luego, a media noche, se despierta de pronto yempieza a pasear por la habitación otra vez pensando en cuál será su siguiente paso.

Llega la mañana y Azul empieza a atarearse con otro disfraz. Esta vez es elvendedor de los cepillos Fuller, un truco que ya ha usado antes, y durante las siguientesdos horas se dedica pacientemente a ponerse una cabeza calva, un bigote y arrugasalrededor de los ojos y la boca, sentado delante de su espejito como un viejo artista de 1 Estatuto que reglamenta el trabajo, el comercio v las diversiones en los domingos. (N. de la T.)

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variedades. Poco después de las once, coge su maletín de cepillos y cruza la calle hastael edificio de Negro. Abrir la cerradura de la puerta de entrada es un juego de niños paraAzul, cuestión de segundos, y cuando entra en el portal no puede remediar sentir algode la antigua emoción. Nada de violencia, se recuerda a sí mismo, mientras empieza asubir las escaleras hasta el piso de Negro. Esta visita es sólo para echar una ojeada alinterior, para delimitar la habitación para futura referencia. Sin embargo, el momento leproduce una excitación que no puede reprimir. Porque es algo más que ver la habitacióny él lo sabe. Es la idea de estar allí, de estar entre esas cuatro paredes, de respirar elmismo aire que Negro. De ahora en adelante, piensa, todo lo que suceda afectará a todolo demás. La puerta se abrirá y a partir de entonces Negro estará dentro de él parasiempre.

Llama con los nudillos, la puerta se abre y de repente ya no hay distancia, lacosa y el pensamiento de la cosa son una y la misma. Ahora es Negro quien está allí, depie en la puerta, con una pluma estilográfica destapada en la mano derecha, como sihubiera interrumpido su trabajo, y sin embargo la expresión de sus ojos le dice a Azulque le estaba esperando, resignado a la dura verdad, como si ya no le importara.

Azul se lanza a su parloteo sobre los cepillos, señalando el maletín, ofreciendodisculpas, pidiendo permiso para entrar, todo al mismo tiempo, con esa rápida plática devendedor que ha practicado mil veces antes. Negro le deja entrar tranquilamente,diciendo que quizá le interese un cepillo de dientes, y mientras Azul cruza el umbral,continúa hablando sobre cepillos para el pelo y cepillos para la ropa, cualquier cosa contal que las palabras sigan fluyendo, porque de esa manera puede dejar el resto de símismo libre para fijarse en la habitación, para observar lo observable, piensa, mientrasdistrae a Negro de su verdadero propósito.

La habitación se parece mucho a lo que él había imaginado, aunque quizá es aúnmás austera. Nada en las paredes, por ejemplo, lo cual le sorprende un poco, ya quesiempre había pensado que habría un cuadro o dos, una imagen de algún tipo sólo pararomper la monotonía, un paisaje quizá, o bien el retrato de alguien a quien Negrohubiera amado alguna vez. Azul siempre sintió curiosidad por saber cuál sería elcuadro, pensando que tal vez fuese una pista valiosa, pero ahora, al ver que no hay nada,comprende que eso es lo que debería haber esperado desde el principio. Aparte de eso,hay muy poco que contradiga sus expectativas. Es la misma celda monacal que habíavisto mentalmente: la cama pequeña y pulcramente hecha en un rincón, la cocinita enotro, todo impecable, ni una miga por ninguna parte. Luego, en el centro de lahabitación, de cara a la ventana, la mesa de madera con una sola silla de madera derespaldo recto. Lápices, plumas, una máquina de escribir. Una cómoda, una mesilla denoche, una lámpara. Una librería en la pared norte, pero con pocos libros en ella:Walden, Hojas de hierba, Cuentos dos veces contados, algunos más. No hay teléfono, niradio, ni revistas. En la mesa, muy bien ordenadas alrededor de los bordes, pilas depapel: algunos en blanco, otros escritos, unos a máquina, otros a mano. Cientos depáginas, quizá miles. Pero a esto no se le puede llamar una vida, piensa Azul, no se lepuede llamar nada en realidad. Es una tierra de nadie, el lugar al que se llega al final delmundo.

Miran los cepillos de dientes y Negro finalmente elige uno rojo. Despuésempiezan a examinar los distintos cepillos para la ropa, y Azul hace demostraciones ensu propio traje. Yo diría que un hombre tan pulcro como usted, dice Azul, lo encontraráindispensable. Pero Negro contesta que hasta ahora se las ha arreglado sin él. Por otraparte, quizá le interesaría un cepillo del pelo, así que estudian las posibilidades en lacaja de muestras, comentando los diferentes tamaños y formas, las diferentes clases decerdas, etcétera. Azul ha cumplido ya su verdadero objetivo, por supuesto, pero de todas

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formas continúa dando explicaciones, queriendo hacer las cosas bien, aunque noimporte. Sin embargo, cuando Negro le ha pagado ya los cepillos y Azul está guardandolos demás en el maletín para marcharse, no puede resistir la tentación de hacer unpequeño comentario. Parece usted escritor, dice, señalando la mesa, y Negro contestaque sí, efectivamente, es escritor.

Parece un libro muy grande, continúa Azul.Sí, dice Negro. Llevo muchos años trabajando en él.¿Casi lo ha terminado?Estoy llegando al final, dice Negro pensativamente. Pero a veces es difícil saber

dónde estás. Creo que casi he terminado y luego me doy cuenta de que he omitido algoimportante, así que tengo que volver al principio otra vez. Pero sí, sueño con acabarloalgún día, pronto, quizá.

Espero tener la oportunidad de leerlo, dice Azul.Cualquier cosa es posible, dice Negro. Pero primero tengo que terminarlo. Hay

días en que ni siquiera sé si viviré lo suficiente.Bueno, eso nunca se sabe, ¿verdad?, dice Azul, asintiendo filosóficamente. Hoy

estamos vivos y mañana estamos muertos. Nos sucede a todos.Muy cierto, dice Negro. Nos sucede a todos.Ahora están de pie junto a la puerta y algo dentro de Azul desea continuar

haciendo comentarios necios de ese estilo. Hacer de bufón es divertido, piensa, pero almismo tiempo hay una necesidad de jugar con Negro, de demostrarle que no se le haescapado nada, porque en el fondo Azul quiere que Negro sepa que es tan listo como él,que puede equipararse con él en inteligencia. Pero Azul consigue dominar ese impulso yfrenar la lengua, hace una cortés inclinación de cabeza dando las gracias por lascompras y se va. Ese es el final del vendedor de cepillos Fuller y menos de una horadespués acaba en la misma bolsa que contiene los restos de Jimmy Rosa. Azul sabe queno necesitará más disfraces. El paso siguiente es inevitable, y lo único que importaahora es elegir el momento oportuno.

Pero tres noches después, cuando finalmente tiene su oportunidad, Azul se dacuenta de que está asustado. Negro sale a las nueve, baja por la calle y desaparece alvolver la esquina. Aunque Azul sabe que eso es una señal directa, que Negroprácticamente le está suplicando que haga su jugada, también siente que podría ser unatrampa, y ahora, en el último momento, cuando hace sólo un instante estaba lleno deseguridad, casi contoneándose por la sensación de su propio poder, se hunde en unanueva tormenta de dudas. ¿Por qué habría de empezar de pronto a confiar en Negro?¿Qué causa podría haber para que pensara que ahora ambos están trabajando en elmismo bando? ¿Cómo ha sucedido esto, y por qué se encuentra una vez más tanobsequiosamente a las órdenes de Negro? Luego, inesperadamente, empieza aconsiderar otra posibilidad. ¿Y si simplemente se ha marchado? ¿Y si se ha levantado,ha salido por la puerta y ha abandonado todo el asunto? Reflexiona sobre eso durante unrato, probándolo mentalmente, y poco a poco empieza a temblar, vencido por el terror yla felicidad, como un esclavo ante una visión de su propia libertad. Se imagina a símismo en otro sitio, lejos de allí, caminando por el bosque y balanceando un hachasobre el hombro. Solo y libre, dueño de sí mismo al fin. Construiría su vida desde loscimientos, un exiliado, un pionero, un peregrino en el nuevo mundo. Pero no va másallá. Porque no bien empieza a pasear por ese bosque que está en mitad de ningunaparte, nota que Negro también está allí, escondido detrás de un árbol, acechandoinvisible a través de la espesura, esperando a que Azul se tumbe y cierre los ojos antesde acercarse furtivamente a él y cortarle el cuello. Continúa indefinidamente, piensaAzul. Si no se ocupa de Negro ahora, el asunto nunca tendrá fin. Eso es lo que los

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antiguos llamaban destino, y todos los héroes debían someterse a él. No hay elección, ysi hay que hacer algo, eso es lo único que no deja elección. Pero Azul detestareconocerlo. Lucha contra ello, lo rechaza, siente náuseas. Pero eso es sólo porque ya losabe, y luchar contra ello es haberlo aceptado ya. Desear decir no es ya haber dicho sí.Y Azul cede gradualmente, rindiéndose al fin a la necesidad de lo que ha de hacer. Peroeso no quiere decir que no sienta miedo. A partir de ese momento, hay una sola palabraque hable de Azul, y esa palabra es miedo.

Ha perdido un tiempo valioso y ahora tiene que salir corriendo a la calle,esperando febrilmente que no sea demasiado tarde. Negro no estará fuera muchotiempo, ¿y quién sabe si no está merodeando a la vuelta de la esquina, esperando elmomento de abalanzarse? Azul sube deprisa los escalones que llevan al portal de Negro,hurga torpemente en la cerradura de la entrada, mirando continuamente por encima delhombro, y luego sube las escaleras hasta el piso de Negro. La segunda cerradura le damás problemas que la primera, aunque teóricamente debería ser más sencilla, un trabajofácil incluso para el más novato de los principiantes. Esta torpeza le dice que estáperdiendo el control, dejando que la situación le domine; pero aunque lo sabe, pocopuede hacer excepto aguantarse y confiar en que sus manos dejen de temblar. Pero lacosa va de mal en peor, y en cuanto pone el pie en la habitación de Negro, siente quetodo se oscurece dentro de él, como si la noche le estuviera entrando por los poros,sentándose sobre él con un peso tremendo, y al mismo tiempo su cabeza parece crecer,llenarse de aire, como si estuviera a punto de separarse de su cuerpo y alejarse flotando.Da un paso más y luego se desmaya, cayendo al suelo como un muerto.

Su reloj se para a causa del golpe y cuando vuelve en sí no sabe cuánto tiempoha estado inconsciente. Nebulosamente al principio, recobra la conciencia con lasensación de haber estado allí antes, tal vez hace mucho tiempo, y mientras ve lascortinas que ondean junto a la ventana abierta y las sombras que se muevenextrañamente por el techo, piensa que está acostado en la cama en casa, cuando era niñoy no podía dormir durante las calurosas noches de verano, y se imagina que si escuchacon mucha atención podrá oír las voces de su madre y su padre hablando bajito en lahabitación contigua. Pero esto dura sólo un momento. Empieza a notar dolor en la ca-beza, a registrar perturbadoras náuseas en el estómago, y luego, viendo finalmentedónde está, revive el pánico que hizo presa en él en cuanto entró en la habitación. Sepone de pie temblorosamente, tropezando una o dos veces antes de conseguirlo, y sedice que no puede quedarse allí, tiene que irse, sí, en ese mismo instante. Agarra elpomo de la puerta, pero luego, al recordar repentinamente por qué ha ido allí, saca lalinterna del bolsillo y la enciende, moviéndola de modo vacilante por la habitación hastaque la luz cae por casualidad sobre una pila de papeles cuidadosamente ordenados alborde de la mesa de Negro. Sin pensarlo dos veces, Azul coge los papeles con la manolibre, diciéndose que no importa, eso será el principio, y luego se dirige a la puerta.

De vuelta en su habitación al otro lado de la calle, Azul se sirve una copa decoñac, se sienta en la cama y se dice que debe calmarse. Se bebe el coñac sorbo a sorboy luego se sirve otra copa. Cuando se le pasa el pánico, se queda con una sensación devergüenza. Ha metido la pata, se dice, y ésa es la pura verdad. Por primera vez en suvida no ha estado a la altura de las circunstancias, y eso es un golpe para él, verse comoun fracasado, darse cuenta de que en el fondo es un cobarde.

Coge los papeles que ha robado, esperando distraerse de esos pensamientos.Pero sólo agravan el problema, porque una vez que empieza a leerlos, ve que no sonmás que sus propios informes. Allí están, uno tras otro, los informes semanales, todoexplicado por escrito, y no significan nada, no dicen nada, están tan lejos de la verdaddel caso como lo habría estado el silencio. Azul gime al verlos, hundiéndose profunda-

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mente dentro de sí, y luego, enfrentado a lo que encuentra allí, empieza a reírse, alprincipio débilmente, pero cada vez con más fuerza, más alto, hasta que le falta elaliento, casi se ahoga, como si estuviera tratando de borrarse a sí mismo de una vez portodas. Cogiendo los papeles firmemente, los lanza al techo y ve cómo el montón sesepara, se esparce y cae al suelo revoloteando, página tras miserable página.

No es seguro que Azul llegue a recuperarse realmente de los sucesos de esanoche. Y aunque lo haga, debe advertirse que pasan varios días hasta que vuelve a seralgo parecido a lo que era. Durante ese tiempo no se afeita, no se cambia de ropa, nisiquiera considera la posibilidad de salir de su habitación. Cuando llega el día deescribir su siguiente informe, no se toma la molestia de hacerlo. Se acabó, se dice,dándole una patada a uno de los viejos informes tirado en el suelo, y que me aspen sivuelvo a escribir uno.

Durante la mayor parte del tiempo está tumbado en la cama o paseando arriba yabajo por la habitación. Mira las diversas fotografías que ha clavado en las paredesdesde que empezó el caso, estudiándolas una por una, pensando en cada una de ellastodo el tiempo que puede y pasando luego a la siguiente. Está el forense de Filadelfia,Oro, con la mascarilla del niño. Hay una montaña cubierta de nieve y en la esquinasuperior derecha una fotografía del esquiador francés, su cara encerrada en un pequeñorecuadro. Está el puente de Brooklyn y a su lado los dos Roebling, padre e hijo. Está elpadre de Azul, vestido con uniforme de policía y recibiendo una medalla de manos delalcalde de Nueva York, Jimmy Walker. Hay otra del padre de Azul, esta vez de paisano,de pie y rodeando con un brazo a la madre de Azul en los primeros tiempos de sumatrimonio, ambos sonriendo alegremente a la cámara. Hay una fotografía de Castañocon el brazo sobre los hombros de Azul, tomada delante de su oficina el día en que Azulse convirtió en su socio. Debajo de ella hay una fotografía de Jackie Robinson entrandoen la segunda base. Junto a ella hay un retrato de Walt Whitman. Y finalmente, justo ala izquierda del poeta, hay una foto de Robert Mitchum recortada de una revistacinematográfica: pistola en mano, con cara de que el mundo se le va a venir encima. Nohay ninguna foto de la ex futura señora Azul, pero cada vez que Azul hace un recorridoen su pequeña galería, se detiene delante de un determinado lugar vacío en la pared yfinge que ella también está allí.

Durante varios días Azul no se molesta en mirar por la ventana. Se ha encerradotan completamente en sus propios pensamientos que es como si Negro ya no estuvieraallí. El drama es exclusivamente de Azul, y aunque en cierto sentido Negro sea la causa,es como si ya hubiera interpretado su papel, dicho sus frases y hecho mutis. PorqueAzul en este punto no puede aceptar la existencia de Negro y por lo tanto la niega.Habiendo penetrado en la habitación de Negro y permanecido allí a solas, habiendoestado, por así decirlo, en el templo de la soledad de Negro, no puede responder a la os-curidad de ese momento excepto sustituyéndola por su propia soledad. Entrar en Negro,entonces, era el equivalente de entrar en sí mismo, y una vez dentro de sí mismo, ya nopuede concebir estar en ningún otro sitio. Pero ahí es precisamente donde está Negro,aunque Azul no lo sepa.

Una tarde, consecuentemente, como por casualidad, Azul se acerca a la ventanamás de lo que lo ha hecho en muchos días. Se detiene delante de ella y luego, como si lohiciera en honor de los viejos tiempos, separa las cortinas y mira hacia fuera. Loprimero que ve es a Negro, no dentro de su habitación, sino sentado en los escalones desu edificio al otro lado de la calle, mirando hacia la ventana de Azul. ¿Ha terminado,entonces?, se pregunta Azul. ¿Significa eso que la historia ha terminado?

Azul coge los prismáticos del fondo de la habitación y regresa a la ventana. Losenfoca sobre Negro, estudia la cara del hombre durante varios minutos, primero un

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rasgo y luego otro, los ojos, los labios, la nariz, etcétera, despedazando el rostro yvolviendo a unirlo. Se siente conmovido por la profundidad de la tristeza de Negro, porla forma en que esos ojos que le miran parecen privados de esperanza, y en contra de suvoluntad, cogido de improviso por esa imagen, Azul siente que la compasión crece enél, una oleada de pena por esa figura desolada al otro lado de la calle. Sin embargo,desearía que no fuese así, desearía tener el valor de cargar su pistola, apuntar a Negro ymeterle una bala en la cabeza. Él nunca sabría lo que le había ocurrido, piensa Azul,estaría en el cielo antes de tocar el suelo. Pero no bien ha representado esta escena en sucabeza, empieza a echarse atrás. Se da cuenta de que en absoluto es eso lo que desea. Ysi no es eso, entonces, ¿qué es? Aún debatiéndose con la oleada de sentimientos deternura, diciéndose que quiere que le dejen solo, que lo único que quiere es paz ytranquilidad, gradualmente cae en la cuenta de que lleva varios minutos allí de piepreguntándose si no podría ayudar a Negro de alguna manera, si no sería posibletenderle una mano amistosa. Eso ciertamente cambiaría las tornas, piensa Azul,ciertamente lo pondría todo patas arriba. Pero ¿por qué no? ¿Por qué no hacer loinesperado? Llamar a la puerta, borrar toda la historia... No es más absurdo quecualquier otra cosa. Porque la cuestión es que Azul ha perdido por completo las ganasde pelear. Ya no tiene estómago para ello. Y, según todas las apariencias, tampocoNegro. Mírale, se dice Azul. Es el ser más triste del mundo. Y entonces, en el mismomomento en que dice estas palabras, comprende que también está hablando de símismo.

Mucho después de que Negro se levante de los escalones, dé media vuelta yentre en el edificio, Azul continúa mirando fijamente el lugar vacío. Una hora o dosantes de la puesta de sol, finalmente se aparta de la ventana, ve el desorden en que hadejado que caiga su habitación y se pasa la hora siguiente arreglándola: fregando losplatos, haciendo la cama, guardando la ropa, recogiendo los viejos informes del suelo.Luego entra en el cuarto de baño, se da una larga ducha, se afeita y se pone ropa limpia,eligiendo su mejor traje azul para la ocasión. Ahora todo es diferente para él, repentinae irrevocablemente diferente. Ya no hay miedo, ya no hay temblor. Sólo una tranquilaseguridad, una sensación de que lo que está a punto de hacer es lo correcto.

Poco después de anochecido, se ajusta la corbata por última vez delante delespejo y luego sale de la habitación, cruza la calle y entra en el edificio de Negro. Sabeque Negro está allí, puesto que hay una lamparita encendida en su habitación, ymientras sube las escaleras, trata de imaginar la expresión que aparecerá en la cara deNegro cuando le diga lo que tiene pensado. Llama dos veces a la puerta con losnudillos, muy cortésmente, y luego oye la voz de Negro desde dentro: La puerta estáabierta. Entre.

Es difícil decir exactamente qué esperaba encontrar Azul, pero en cualquier casono era eso, no era lo que ve en cuanto entra en la habitación. Negro está allí, sentado ensu cama, y lleva la máscara otra vez, la misma que Azul vio en el hombre de la oficinade correos, y en la mano derecha tiene un arma, un revólver del treinta y ocho,suficiente para hacer volar a un hombre en pedazos a tan corta distancia, y le estáapuntando directamente con ella. Azul se para en seco, no dice nada. Esto te pasa porenterrar el hacha, piensa. Esto te pasa por cambiar las tornas.

Siéntese en la silla, Azul, dice Negro, señalando con el revólver la silla demadera del escritorio. Azul no tiene elección, así que se sienta. Ahora está frente aNegro, pero demasiado lejos para abalanzarse sobre él, en una posición demasiadoincómoda para hacer algo respecto al revólver.

Le he estado esperando, dice Negro. Me alegro de que al fin haya venido.Me lo imaginaba, contesta Azul.

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¿Está usted sorprendido?No mucho. Por lo menos no es usted quien me sorprende. Quizá me sorprendo

yo, pero sólo por lo estúpido que soy. Verá, yo he venido aquí esta noche en son deamistad. Por supuesto que sí, dice Negro con voz ligeramente burlona. Por supuesto quesomos amigos. Hemos sido amigos desde el principio, ¿no es cierto? Grandes amigos.

Si es así como trata a sus amigos, dice Azul, entonces tengo suerte de no ser unode su enemigos.

Muy gracioso.Así es, soy verdaderamente gracioso. Siempre puede estar seguro de reírse

cuando yo estoy presente.Y la máscara, ¿no va usted a preguntarme por la máscara?No veo por qué. Si quiere usted llevar esa cosa en la cara, no es asunto mío.Pero usted tiene que mirarla, ¿verdad?¿Por qué hace preguntas cuando ya sabe las respuestas?Es grotesca, ¿no?Claro que es grotesca.Y horripilante.Sí, muy horripilante.Estupendo. Me gusta usted, Azul. Siempre supe que era usted el hombre que yo

necesitaba. Un hombre de mi completo agrado.Si dejara usted de mover ese revólver puede que yo empezara a sentir lo mismo

por usted.Lo siento, no puedo hacer eso. Ahora es demasiado tarde.¿Qué quiere decir?Ya no le necesito, Azul.Puede que no le sea tan fácil librarse de mí, ¿sabe? Usted me metió en esto y

ahora tendrá que aguantarme.No, Azul, se equivoca. Todo ha terminado.Deje de hablar en clave.Se acabó. Esta historia ha tocado a su fin. No queda nada por hacer.¿Desde cuándo?Desde ahora. Desde este momento.No está usted en su sano juicio.No, Azul. En todo caso, estoy en mi juicio, demasiado en mi juicio. Me ha

agotado y ahora no queda nada. Pero usted ya lo sabe, Azul, usted lo sabe mejor quenadie.

Entonces, ¿por qué no aprieta el gatillo?Cuando esté listo, lo haré.¿Y luego se marchará de aquí dejando mi cuerpo en el suelo?Oh, no, Azul. No me ha entendido. Estaremos los dos juntos, como siempre.Pero se olvida usted de algo, ¿no?¿De qué?Tiene usted que contarme la historia. ¿No es así como debe terminar? Usted me

cuenta la historia y luego nos despedimos.Ya la sabe, Azul. ¿No lo comprende? Usted se sabe la historia de memoria.Entonces, ¿por qué se molestó en un principio?No haga preguntas estúpidas.Y yo ¿para qué estaba allí? ¿Para aliviar una situación difícil con un toque

cómico?

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No, Azul, le he necesitado desde el principio. De no ser por usted, no habríapodido hacerlo.

¿Para qué me necesitaba?Para recordarme lo que tenía que hacer. Cada vez que levantaba los ojos, usted

estaba allí, vigilándome, siguiéndome, siempre a la vista, traspasándome con la mirada.Usted era todo mi mundo, Azul, y le he convertido en mi muerte. Usted es lo único queno cambia, lo único que le da la vuelta a todo.

Y ahora no queda nada. Usted ha escrito su nota de suicidio y ése es el final dela historia.

Exactamente.Es usted un idiota. Un condenado y miserable idiota.Lo sé. Pero no más que cualquier otro. ¿Va a usted a quedarse ahí y a decirme

que es usted más listo que yo? Por lo menos yo sé lo que he estado haciendo. Tenía quehacer una tarea y la he hecho. Pero usted no está en ninguna parte, Azul, usted ha estadoperdido desde el primer día.

¿Por qué no aprieta el gatillo, entonces, hijo de puta?, dice Azul, levantándosede repente y aporreándose el pecho iracundo, desafiando a Negro a matarle. ¿Por qué nome dispara y acaba de una vez?

Entonces Azul da un paso hacia Negro, y cuando la bala no llega, da otro, yluego otro, gritándole al hombre enmascarado que dispare, sin importarle ya vivir omorir. Un momento más tarde, está junto a él. Sin vacilar le quita el revólver de la manocon un golpe repentino, le agarra por el cuello de la chaqueta y le pone de pie de untirón. Negro intenta resistirse, intenta luchar con Azul, pero Azul es demasiado fuertepara él, enloquecido por la pasión de su ira, convertido en otra persona, y mientras losprimeros golpes empiezan a caer en la cara, la entrepierna y el estómago de Negro, elhombre no puede hacer nada, y poco después está inconsciente en el suelo. Pero eso noimpide que Azul continúe el ataque, pateando al inconsciente Negro, levantándole porlos hombros y golpeando su cabeza contra el suelo, dejando caer una lluvia depuñetazos sobre su cuerpo. Finalmente, cuando la furia de Azul empieza a calmarse yve lo que ha hecho, no sabe con certeza si Negro está vivo o muerto. Le quita lamáscara de la cara y pone la oreja contra su boca, esperando oír el sonido de su respira-ción. Le parece oír algo, pero no está seguro de si es el aliento de Negro o el suyo. Siestá vivo ahora, piensa Azul, no será por mucho tiempo. Y si está muerto, amén.

Azul se levanta, su traje desmadejado, y empieza a recoger las páginas delmanuscrito de Negro de la mesa. Eso le lleva varios minutos. Cuando las tiene todas,apaga la lámpara del rincón y sale de la habitación, sin molestarse siquiera en echar unaúltima ojeada a Negro. Es más de medianoche cuando Azul entra en su cuarto al otrolado de la calle. Deja el manuscrito sobre la mesa, entra en el cuarto de baño y se lava lasangre de las manos. Luego se cambia de ropa, se sirve un vaso de whisky escocés y sesienta a la mesa con el libro de Negro. Tiene poco tiempo. Vendrán pronto y entonces elcastigo será duro. Sin embargo, no deja que eso interfiera con lo que tiene entre manos.

Lee la historia de un tirón, cada palabra desde la primera página hasta la última.Cuando termina, ha amanecido ya y la habitación ha empezado a clarear. Oye el cantode un pájaro, oye pasos en la calle, oye un coche que cruza el puente de Brooklyn.Negro tenía razón, se dice. Yo lo sabía todo de memoria.

Pero la historia no ha terminado aún. Todavía falta el momento final, y ése nollegará hasta que Azul salga de la habitación. Así es el mundo: ni un momento más, niun momento menos. Cuando Azul se levante de la silla, se ponga el sombrero y salgapor la puerta, ése será el final.

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El lugar al que vaya después no tiene importancia. Porque debemos recordar quetodo esto sucedió hace más de treinta años, en los tiempos de nuestra primera infancia.Cualquier cosa es posible, por lo tanto. Yo personalmente prefiero pensar que se fuelejos, que cogió un tren aquella mañana y se marchó al oeste para empezar una nuevavida. Incluso es posible que América no fuese el final de la historia. En mis sueñossecretos, me gusta pensar que Azul cogió un pasaje en algún barco y navegó haciaChina. Que sea China, entonces, y dejémoslo así. Porque ahora es el momento en queAzul se levanta de su silla, se pone el sombrero y sale por la puerta. Y a partir de esemomento no sabemos nada.

La habitación cerrada

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Ahora me parece que Fanshawe siempre estuvo allí. Él es el lugar donde todoempieza para mí, y sin él apenas sabría quién soy. Nos conocimos antes de quesupiéramos hablar, bebés con pañales gateando por la hierba, y antes de cumplir lossiete años ya nos habíamos pinchado los dedos con un alfiler y nos habíamos hechohermanos de sangre para toda la vida. Siempre que pienso en mi infancia ahora, veo aFanshawe. Él era quien estaba conmigo, quien compartía mis pensamientos, a quienveía cada vez que apartaba la vista de mi mismo.

Pero eso fue hace mucho tiempo. Crecimos, nos fuimos a distintos sitios, nosdistanciamos. Nada de eso es muy extraño, creo yo. La vida nos arrastra de muchasmaneras que no podemos controlar y casi nada permanece con nosotros. Muere cuandonosotros morimos, y la muerte es algo que nos sucede todos los días.

Este noviembre hará siete años, recibí una carta de una mujer que se llamabaSophie Fanshawe. “Usted no me conoce”, empezaba la carta, “y me disculpo porescribirle tan inesperadamente. Pero han ocurrido cosas y, dadas las circunstancias, notengo mucha elección.” Resultó que era la mujer de Fanshawe. Sabía que yo habíacrecido con su marido y también sabia que vivía en Nueva York porque había leídomuchos de los artículos que yo publicaba en revistas.

La explicación venía en el segundo párrafo, muy bruscamente, sin ningúnpreámbulo. Fanshawe había desaparecido, escribía ella, y habían pasado más de seismeses desde la última vez que le vio. Ni una palabra en todo ese tiempo, ni la más ligerapista de dónde podría estar. La policía no había encontrado rastro de él, y el detectiveprivado al que contrato para buscarle se había presentado con las manos vacías. Nadaera seguro, pero los hechos parecían hablar por si solos: probablemente Fanshawe habíamuerto; era inútil pensar que volvería. A la luz de todo esto, había algo importante quenecesitaba hablar conmigo, y quería saber si yo aceptaría verla.

Esa carta me causó una serie de pequeños sobresaltos. Había demasiadainformación para absorberla toda a la vez; demasiadas fuerzas tiraban de mí endiferentes direcciones. Fanshawe había reaparecido súbitamente en mi vida. Pero nobien se mencionó su nombre, se desvaneció de nuevo. Estaba casado, había estadoviviendo en Nueva York, y yo ya no sabía nada de él. Egoístamente, me sentí dolidoporque no se hubiera molestado en ponerse en contacto conmigo. Una llamadatelefónica, una postal, una copa para rememorar los viejos tiempos, no habría sido

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difícil. Pero la culpa era igualmente mía. Yo sabía dónde vivía la madre de Fanshawe, ysi hubiera querido encontrarle, habría podido fácilmente preguntarle a ella. La verdadera que había dado por perdido a Fanshawe. Su vida se había detenido en el momentoen que seguimos caminos separados, y para mi ahora pertenecía al pasado, no al pre-sente. Era un fantasma que llevaba dentro de mí, una figura prehistórica, algo que ya noera real. Traté de recordar la última vez que le había visto, pero nada estaba claro. Mimente vagó unos minutos y luego se detuvo, fijándose en el día en que murió su padre.Entonces estábamos en el instituto y por lo tanto no podíamos tener más de diecisieteaños.

Llamé a Sophie Fanshawe y le dije que estaría encantado de verla cuando leconviniera. Quedamos para el día siguiente y ella parecía agradecida, a pesar de que leexpliqué que no sabia nada de Fanshawe y no tenía ni idea de dónde estaba.

Ella vivía en una casa de alquiler de ladrillo rojo en Chelsea, un viejo edificiosin ascensor con una escalera sórdida y paredes con la pintura desconchada. Subí loscinco pisos, acompañado por los sonidos de las radios, las peleas y la cisterna de losretretes que llegaban de los apartamentos, me detuve para recuperar el aliento y luegollamé con los nudillos. Un ojo me miró por la mirilla de la puerta, se oyó un ruido decerrojos y apareció Sophie Fanshawe delante de mí, sosteniendo un bebé con el brazoizquierdo. Mientras me sonreía y me invitaba a entrar, el bebé tiraba de su largo pelocastaño. Ella apartó la cabeza suavemente del ataque, cogió a su hijo con las dos manosy le dio la vuelta para ponerlo de cara a mí. Dijo que era Ben, el hijo de Fanshawe, yque había nacido hacía sólo tres meses y medio. Fingí admirar a la criatura, que movíalos brazos y babeaba una saliva blanquecina, pero me interesaba más la madre.Fanshawe había tenido suerte. La mujer era muy guapa, con ojos oscuros e inteligentes,casi fieros por su fijeza. Delgada, de estatura media, y cierta lentitud en susmovimientos, algo que la hacía parecer a la vez sensual y alerta, como si mirase almundo desde el corazón de una profunda vigilancia interna. Ningún hombre habríadejado a aquella mujer por su propia voluntad, y menos cuando estaba a punto de tenera su hijo. De eso estaba yo seguro. Incluso antes de entrar en el apartamento, supe queFanshawe tenía que estar muerto.

Era un piso pequeño de cuatro estancias sin pasillo, escasamente amueblado,con una habitación dedicada a libros y una mesa, otra que servía de cuarto de estar y lasdos últimas de dormitorio. Estaba bien ordenado, humilde en sus detalles, pero enconjunto nada incómodo. Si no otra cosa, demostraba que Fanshawe no había dedicadosu tiempo a hacer dinero. Pero yo no era quién para mirar por encima del hombro a lapobreza. Mi propio piso era aún más pequeño y oscuro que aquél, y yo sabia lo que erala lucha para pagar el alquiler todos los meses.

Sophie Fanshawe me ofreció una silla, me hizo una taza de café y luego se sentóen el raído sofá azul. Con el bebé en el regazo, me contó la historia de la desapariciónde Fanshawe.

Se habían conocido en Nueva York hacía tres años. Al cabo de un mes se fuerona vivir juntos y menos de un año después se casaron. Fanshawe no era un hombre fácilpara convivir con él, dijo, pero ella le quería y nunca había habido nada en sucomportamiento que sugiriera que él no la quisiera. Habían sido felices juntos; habíanesperado con ilusión el nacimiento del bebé. No había tensión entre ellos. Un día deabril le dijo que se iba a pasar la tarde a Nueva Jersey para ver a su madre, y no volvió.Cuando Sophie llamó a su suegra esa noche, se enteró de que Fanshawe no había hechola visita. Nunca había ocurrido nada semejante, pero Sophie decidió esperar. No queríaser una de esas esposas a las cuales les entra el pánico cada vez que su marido no sepresenta a la hora acostumbrada, y además sabía que Fanshawe necesitaba más libertad

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que la mayoría de los hombres. Incluso decidió no preguntarle nada cuando regresara.Pero pasó una semana, y luego otra, y al fin fue a la policía. Como había esperado, no semostraron excesivamente preocupados por su problema. A menos que hubiera pruebasde que se había cometido un delito, era poco lo que podían hacer. Los maridos, despuésde todo, abandonan a sus esposas todos los días, y la mayoría de ellos no desean que lesencuentren. La policía hizo unas cuantas pesquisas rutinarias, no encontró nada, y luegole sugirieron que contratara a un detective privado. Con ayuda de sus suegra, que seofreció a pagar los gastos, contrató los servicios de un tal Quinn. Quinn trabajótenazmente en el caso durante cinco o seis semanas, pero acabó renunciando, ya que noquería sacarle más dinero. Le dijo a Sophie que lo más probable era que Fanshaweestuviera aún en el país, pero no podía saber si estaba vivo o muerto. Quinn no eraningún charlatán. Sophie le encontró comprensivo, un hombre verdaderamente deseosode ayudar, y cuando fue a verla aquel último día ella se dio cuenta de que era imposiblediscutir su opinión. No se podía hacer nada. Si Fanshawe hubiera decidido dejarla, no sehabría marchado sin una palabra. No era su estilo eludir la verdad, evitar unenfrentamiento desagradable. Su desaparición, por lo tanto, sólo podía significar unacosa: que le había ocurrido algo terrible.

Sin embargo, Sophie siguió esperando que sucediera algo. Había leído que habíacasos de amnesia, y durante algún tiempo esta idea se apoderó de ella como unaposibilidad desesperada: imaginaba a Fanshawe deambulando por algún lugar sin saberquién era, privado de su vida pero vivo de todas formas, quizá a punto de volver a ser élen cualquier momento. Pasaron más semanas y luego el final de su embarazo comenzó aacercarse. Faltaba menos de un mes para que naciera su hijo -lo cual significaba quepodía ocurrir en cualquier momento- y poco a poco el niño no nacido empezó a ocupartodos sus pensamientos, como si ya no hubiera sitio dentro de ella para Fanshawe. Estasfueron las palabras que utilizó para describir su sentimiento -no hubiera sitio dentro deella-, y luego dijo que probablemente eso significaba que a pesar de todo estabaenfadada con Fanshawe, enfadada con él por haberla abandonado, aunque no fueseculpa suya. Esta afirmación me pareció brutalmente honesta. Nunca había oído a nadiehablar así de sus sentimientos personales -tan despiadadamente, con tanto desdén porlas mojigaterías convencionales-, y al escribir esto ahora me doy cuenta de que inclusoaquel primer día yo había caído en un hoyo en la tierra, que estaba resbalando hacia unlugar donde no había estado nunca antes.

Una mañana, continuó Sophie, se despertó después de una mala noche ycomprendió que Fanshawe no volvería. Fue una verdad repentina y absoluta, que nuncavolvería a cuestionarse. Lloró entonces y siguió llorando una semana, llorando aFanshawe como si hubiera muerto. Cuando las lágrimas cesaron, sin embargo,descubrió que no lamentaba nada. Llegó a la conclusión de que le habían dado aFanshawe durante unos años y eso era todo. Ahora había que pensar en el niño, eso eralo único que importaba realmente. Sabia que esto sonaba bastante pomposo, pero elhecho era que continuó viviendo con esa sensación y ello le hacía posible vivir.

Le hice una serie de preguntas y ella las contestó una a una tranquilamente,pausadamente, como haciendo un esfuerzo para que sus propios sentimientos noinfluyeran en las respuestas. Cómo habían vivido, por ejemplo, y qué trabajo hacíaFanshawe, y qué le había sucedido en los años transcurridos desde la última vez que levi. El bebé empezó a lloriquear en el sofá y, sin una pausa en la conversación, Sophie seabrió la blusa y le amamantó, primero con un pecho y luego con el otro.

Ella no podía estar segura de nada anterior a su primer encuentro con Fanshawe,dijo. Sabía que él había dejado la universidad después de dos años, había conseguidouna prórroga del servicio militar y había acabado trabajando en un barco durante algún

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tiempo. Un petrolero, creía, o quizá un carguero. Después había vivido en Franciadurante varios años, primero en París y luego como guardés de una granja en el sur.Pero todo esto era bastante vago para ella, ya que Fanshawe nunca hablaba mucho delpasado. En la época en que se conocieron, no hacía más de ocho o diez meses que élhabía vuelto a Estados Unidos. Literalmente tropezaron el uno con el otro, los dos depie junto a la puerta de una librería de Manhattan una lluviosa tarde de sábado, mirandoel escaparate y esperando a que parase de llover. Ése fue el principio, y desde ese díahasta el día en que Fanshawe desapareció, habían estado juntos casi todo el tiempo.

Fanshawe nunca había hecho un trabajo regular, dijo ella, nada que pudierallamarse un verdadero empleo. El dinero no le importaba mucho y procuraba pensar enél lo menos posible. Durante los años anteriores a conocer a Sophie, había hecho todaclase de cosas -la temporada que pasó en la marina mercante, trabajar en un almacén,dar clases particulares, hacer de negro para un escritor, servir mesas, pintar pisos, aca-rrear muebles para una empresa de mudanzas-, pero todos estos empleos erantemporales y una vez que había ganado lo suficiente para mantenerse unos meses, losdejaba. Cuando él y Sophie empezaron a vivir juntos, Fanshawe no trabajaba enabsoluto. Ella tenía un empleo como profesora de música en una escuela privada y susueldo bastaba para mantenerlos a los dos. Tenían que ser cuidadosos, claro está, perosiempre había comida en la mesa y ninguno de los dos tenía ninguna queja.

No la interrumpí. Me parecía claro que aquel catálogo era sólo un principio,detalles de los que era preciso desembarazarse antes de ocuparse del asunto que teníaentre manos. Lo que Fanshawe hubiera hecho con su vida tenía poco que ver conaquella lista de trabajos ocasionales. Supe esto inmediatamente, antes de que ella medijese nada. No estábamos hablando de cualquiera, después de todo. Se trataba deFanshawe, y el pasado no era tan remoto como para que yo no pudiera recordar cómoera él. Sophie sonrió cuando vio que yo iba por delante de ella, que sabía lo que venía acontinuación. Pensé que ella suponía que yo lo entendería y aquello simplementeconfirmaba esa expectativa, borrando cualquier duda que hubiera podido tener respectoa pedirme que acudiese. Lo supe sin que ella tuviera que decírmelo, y eso me dabaderecho a estar allí, a escuchar lo que ella tuviera que decir.

-Siguió escribiendo -dije-. Se hizo escritor, ¿no es cierto?Sophie asintió. Eso era exactamente. O parcialmente, al menos. Lo que me

desconcertaba era por qué nunca había oído hablar de él. Si Fanshawe era escritor,seguramente yo habría tropezado con su nombre en algún sitio. Formaba parte de miprofesión estar al tanto de esas cosas, y parecía improbable que precisamente Fanshawese me hubiera escapado. Me pregunté si sería que no había conseguido encontrar uneditor para su obra. Era la única pregunta que parecía lógica.

No, contestó Sophie, era más complicado que eso. Nunca había intentadopublicar. Al principio, cuando era muy joven, era demasiado tímido para mandar nada alas editoriales, pensando que su trabajo no era lo bastante bueno. Pero incluso mástarde, cuando aumentó su seguridad en si mismo, descubrió que prefería permaneceroculto. Le distraería empezar a buscar un editor, le dijo a su mujer, y en el fondoprefería con mucho dedicar su tiempo a la obra misma. A Sophie le disgustaba estaindiferencia, pero cada vez que le insistía, él respondía con un encogimiento dehombros: no hay prisa, antes o después lo haré.

Una o dos veces ella llegó a pensar en encargarse del asunto personalmente yllevarle un manuscrito a un editor a escondidas, pero nunca lo hizo. Había reglas en unmatrimonio que no podían violarse, y por muy equivocada que fuera la actitud de sumarido, ella no tenía más remedio que seguirle la corriente. Tenía mucha obra, y a ella

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le daba rabia pensar que estaba guardada en el armario, pero Fanshawe se merecía sulealtad, y lo mejor que ella podía hacer era no decir nada.

Un día, tres o cuatro meses antes de que desapareciera, Fanshawe hizo un gestode buena voluntad. Le dio su palabra de que haría algo al respecto antes de un año, ypara demostrar que hablaba en serio, le dijo que si por alguna razón él no cumplía suparte del trato, ella debería coger todos sus manuscritos y ponerlos en mis manos. Yoera el guardián de su trabajo, dijo, y sería yo quien decidiera lo que se debía hacer conél. Si yo pensaba que era digno de publicarse, él aceptaría mi criterio. Además, le dijo,si a él le ocurriera algo mientras tanto, ella debería entregarme los manuscritosinmediatamente y dejar que yo dispusiera de ellos, bien entendido que yo recibiría elveinticinco por ciento de cualquier dinero que su trabajo produjera. Pero si yo pensabaque sus escritos no eran dignos de ser publicados, debería devolverle los manuscritos aSophie y ella los destruiría, desde la primera hasta la última página.

Estas advertencias la sobresaltaron, dijo Sophie, y estuvo a punto de reírse deFanshawe por mostrarse tan solemne. Toda la escena era contraria a su carácter y ella sepreguntó si no tendría algo que ver con el hecho de que ella acababa de quedarseembarazada. Quizá la idea de la paternidad le había dado a Fanshawe una nuevasensación de responsabilidad; quizá estaba tan resuelto a demostrar sus buenasintenciones que había exagerado en el planteamiento. Fuera cual fuere la razón, ella sealegró de que hubiera cambiado de idea. A medida que avanzaba su embarazo, inclusoempezó a soñar secretamente con el éxito de Fanshawe, con la esperanza de poder dejarsu trabajo y criar al niño sin ninguna preocupación económica. Todo había salido mal,por supuesto, y el trabajo de Fanshawe quedó pronto olvidado, perdido en el torbellinoque siguió a su desaparición. Más tarde, cuando el polvo empezó a posarse, ella se habíaresistido a llevar a cabo sus instrucciones, por miedo a que le trajese mala suerte yestropeara cualquier posibilidad que tuviera de volver a verle. Pero finalmente cedió,comprendiendo que debía respetar la voluntad de Fanshawe. Por eso me había escrito.Por eso estaba yo sentado ahora con ella.

Por mi parte, no sabia cómo reaccionar. La proposición me había cogidodesprevenido y durante un minuto o dos permanecí allí sentado, debatiéndome con laenormidad que acababan de arrojarme. Que yo supiera, no había ninguna razón en elmundo para que Fanshawe me hubiese elegido para aquella tarea. Hacia más de diezaños que no le veía y casi me sorprendía enterarme de que aún se acordaba de mí.¿Cómo podía esperar que yo asumiera semejante responsabilidad, juzgar a un hombre ydecidir si su vida había valido la pena o no? Sophie trató de explicármelo. Fanshawe nohabía estado en contacto conmigo, me dijo, pero le hablaba a menudo de mí y cada vezque mencionaba mi nombre, me describía como el mejor amigo del mundo, el únicoamigo verdadero que él había tenido. También se las arreglaba para estar al tanto de mitrabajo, compraba siempre las revistas en las que aparecían mis artículos y a vecesincluso se los leía a ella en voz alta. Admiraba lo que yo hacia, aseguró Sophie; estabaorgulloso de mi y pensaba que había nacido para hacer algo grande.

Todas aquellas alabanzas me azoraron. Había tanta intensidad en la voz deSophie que tuve la sensación de que Fanshawe me hablaba a través de ella, de que medecía aquellas cosas con sus propios labios. Reconozco que me sentí halagado, y sinduda era un sentimiento natural dadas las circunstancias. Yo estaba pasando una épocadifícil por entonces, y lo cierto era que no compartía aquella elevada opinión de mimismo. Había escrito muchísimos artículos, era verdad, pero no creía que eso fueramotivo de celebración, ni estaba especialmente orgulloso de ellos. En mi opinión, erapoco más que un trabajo puramente alimenticio. Había empezado con grandes esperan-zas, pensando que llegaría a ser novelista, pensando que sería capaz de escribir algo que

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conmoviera a la gente y cambiara en algo sus vidas. Pero pasó el tiempo y poco a pocome di cuenta de que eso no iba a ocurrir. No llevaba dentro de mi ese libro, y en unmomento dado me dije que debía renunciar a mis sueños. En cualquier caso, era mássencillo continuar escribiendo artículos. Trabajando mucho, pasando continuamente deun texto al siguiente, podía más o menos ganarme la vida, y aunque no fuese gran cosa,tenía el placer de ver mi nombre en letra impresa casi constantemente. Comprendí quelas cosas podían haber sido mucho más deprimentes de lo que eran. Aún no habíacumplido los treinta y ya tenía cierta reputación. Había empezado con reseñas de poesíay novelas y ahora podía escribir casi sobre cualquier cosa y hacer un trabajo decente.Cine, teatro, artes plásticas, conciertos, libros, incluso partidos de béisbol, bastaba conque me lo pidieran y yo lo hacía. El mundo me veía como un joven brillante, un nuevocrítico en ascenso, pero dentro de mi yo me sentía viejo, ya agotado. Lo que habíahecho hasta entonces era una simple fracción de nada. Era sólo polvo, y el más ligeroviento se lo llevaría.

Los elogios de Fanshawe, por tanto, me provocaron sentimientos encontrados.Por una parte, sabía que se equivocaba. Por otra (y aquí es donde la cosa se vuelveturbia), quería creer que estaba en lo cierto. Pensé: ¿Es posible que haya sido demasiadoduro conmigo mismo? Y una vez que comencé a pensar eso, estaba perdido. Pero¿quién no aprovecharía la oportunidad de redimirse? ¿Qué hombre es lo bastante fuertecomo para rechazar la posibilidad de la esperanza? Por mi mente pasó la idea de quealgún día podría resucitar a mis propios ojos, y sentí una repentina oleada de amistadhacia Fanshawe por encima de los años, por encima de todo el silencio de aquellos añosque nos habían separado.

Así fue como sucedió. Sucumbí a los halagos de un hombre que no estabapresente, y en aquel momento de debilidad dije que sí. Estaré encantado de leer la obra,dije, y haré lo que pueda por ayudar. Sophie sonrió al oír esto -nunca supe si fue unasonrisa de felicidad o de decepción- y luego se levantó del sofá y pasó a la habitacióncontigua con el bebé en brazos. Se detuvo delante de un armario alto de roble, abrió lapuerta y dejó que se balanceara sobre sus goznes. Ahí tienes, dijo. Los estantes estabanabarrotados de cajas, carpetas y cuadernos, mucho más de lo que yo habría creídoposible. Recuerdo que me reí azorado e hice alguna pequeña broma. Luego, en planpráctico, discutimos cuál seria la mejor manera de llevarme los manuscritos delapartamento y finalmente decidimos que lo haría en dos grandes maletas. Tardamos casiuna hora, pero al final conseguimos meterlo todo. Estaba claro, dije, que tardaría algúntiempo en revisar todo el material. Sophie me dijo que no me preocupase y luego sedisculpó por cargarme con semejante tarea. Le dije que lo comprendía, que ella nopodía negarse a cumplir lo que Fanshawe le había pedido. Fue todo muy dramático, y almismo tiempo horrible, casi cómico. La bella Sophie dejó al bebé en el suelo con deli-cadeza, me dio un gran abrazo de agradecimiento y me besó en la mejilla. Por unmomento pensé que iba a echarse a llorar, pero el momento pasó y no hubo lágrimas.Luego bajé las dos maletas despacio por la escalera y salí a la calle. Juntas pesabantanto como un hombre.

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La verdad es mucho menos simple de lo que me gustaría que fuese. Que yoquería a Fanshawe, que él era mi amigo más íntimo, que le conocía mejor que nadie,éstos son hechos, y nada que yo diga puede minimizarlos. Pero eso es sólo el principio,y en mi esfuerzo por recordar las cosas tal y como fueron realmente, veo ahora que

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también tenía reservas respecto a Fanshawe, que una parte de mí siempre se resistió aél. Especialmente cuando crecimos, creo que nunca me sentí totalmente cómodo en supresencia. Si la palabra envidia es demasiado fuerte para lo que estoy tratando de decir,entonces lo llamaría sospecha, un sentimiento secreto de que Fanshawe era de algúnmodo mejor que yo. Yo no era consciente de todo esto entonces, y nunca hubo nadaespecífico que yo pudiera señalar. Pero persistía la sensación de que había más bondadinnata en él que en otros, de que un fuego inextinguible le mantenía vivo, de que eramás auténticamente él mismo de lo que yo podría serlo nunca.

Ya desde el principio su influencia era muy acusada. Se extendía incluso a cosasmínimas. Si Fanshawe llevaba la hebilla del cinturón hacia un lado, yo corría la míapara ponerla en la misma posición. Si Fanshawe venía al patio de recreo con zapatillasdeportivas negras, yo pedía zapatillas deportivas negras la próxima vez que mi madreme llevaba a la zapatería. Si Fanshawe llevaba un ejemplar de Robinson Crusoe alcolegio, yo empezaba a leer Robinson Crusoe esa misma tarde. Yo no era el único quese comportaba así, pero quizá era el más entusiasta, el que se rendía más gustosamenteal poder que él tenía sobre nosotros. El propio Fanshawe no era consciente de ese poder,y sin duda ésa era la razón de que continuara teniéndolo. Era indiferente a la atenciónque recibía, se ocupaba de sus asuntos tranquilamente, sin utilizar nunca su influenciapara manipular a los demás. No hacía las travesuras que hacíamos nosotros; no jugabamalas pasadas; no tenía problemas con los profesores. Pero nadie se lo tenía en cuenta.Fanshawe estaba al margen del resto, y sin embargo era él quien nos mantenía unidos,era a él a quien acudíamos para que arbitrara nuestras disputas, porque podíamos contarcon que sería justo y resolvería nuestras pequeñas peleas. Había algo tan atractivo en élque siempre deseabas estar a su lado, como si pudieras vivir dentro de su esfera y sertocado por su personalidad. Él estaba disponible, y al mismo tiempo era inaccesible.Sentías que había un núcleo secreto en su interior en el que nunca podrías penetrar, unmisterioso centro oculto. Imitarle era participar de alguna manera en aquel misterio,pero también comprender que nunca podrías conocerle realmente.

Estoy hablando de nuestra primerísima infancia, de cuando teníamos cinco, seis,siete años. Buena parte de todo ello está ya enterrado, y sé que incluso los recuerdospueden ser falsos. Sin embargo, no creo equivocarme al decir que he conservado el aurade aquellos tiempos dentro de mí, y hasta donde puedo sentir lo que sentí entonces,dudo que estos sentimientos mientan. Aunque no sé en qué se convirtió Fanshawe final-mente, tengo la sensación de que la cosa empezó entonces. Se formó muy rápidamente,era ya una presencia claramente definida cuando empezamos a ir al colegio. Fanshaweera visible, mientras los demás éramos criaturas sin forma, en medio de un constantetumulto, pasando ciegamente de un momento al siguiente. No quiero decir quemadurara deprisa -nunca pareció mayor de lo que era-, sino que era él mismo antes demadurar. Por alguna razón, nunca sufrió los mismos trastornos que el resto de nosotros.Sus dramas eran de un orden diferente -más internos, sin duda más brutales-, pero sinninguno de los cambios bruscos que parecían puntuar la vida de todos los demás.

Hay un incidente que se conserva especialmente vívido para mí. Estárelacionado con una fiesta de cumpleaños a la que Fanshawe y yo fuimos invitadoscuando estábamos en primero o segundo grado, lo cual significa que ocurrió al co-mienzo del periodo del que puedo hablar con cierta precisión. Era un sábado por latarde, en primavera, y fuimos a la fiesta con otro chico, un amigo nuestro que sellamaba Dennis Walden. Dennis tenía una vida mucho más dura que la nuestra: unamadre alcohólica, un padre que se mataba a trabajar, un montón de hermanos yhermanas. Yo había estado en su casa dos o tres veces -una ruina grande y oscura-, yrecuerdo que su madre me daba miedo, me parecía una bruja de cuento. Se pasaba el día

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detrás de la puerta cerrada de su cuarto, siempre en bata, la cara pálida una pesadilla dearrugas, asomando la cabeza de vez en cuando para gritarle algo a los niños. El día de lafiesta, Fanshawe y yo habíamos sido debidamente provistos de regalos para el niño quecumplía años, bien envueltos en papeles de colores y atados con cintas. Dennis, sinembargo, no llevaba nada, y se sentía mal por ello. Recuerdo que traté de consolarle conalguna frase vacía: daba igual, en realidad a nadie le importaba, con toda la confusiónno se darían cuenta. Pero a Dennis sí le importaba, y eso fue lo que Fanshawecomprendió inmediatamente. Sin ninguna explicación, se volvió a Dennis y le dio suregalo. Toma, dijo, quédate con éste, yo les diré que me he dejado el mío en casa. Miprimera reacción fue pensar que a Dennis le molestaría el gesto, que se sentiríainsultado por la compasión de Fanshawe, pero estaba equivocado. Vaciló un momento,tratando de asimilar aquel repentino cambio de fortuna, y luego asintió con la cabeza,como reconociendo la sensatez de lo que Fanshawe había hecho. No era tanto un actode caridad como un acto de justicia, y por esa razón Dennis pudo aceptarlo sinhumillarse. Una cosa se había convertido en la otra. Era un acto de magia, unacombinación de .desenfado y total convicción, y dudo que nadie que no fuera Fanshawehubiese podido lograrlo.

Después de la fiesta volvimos con Fanshawe a su casa. Su madre estaba allí,sentada en la cocina, y nos preguntó por la fiesta y si al niño del cumpleaños le habíagustado el regalo que ella le había comprado. Antes de que Fanshawe tuviera laoportunidad de decir nada, solté la historia de lo que había hecho. No tenía ningunaintención de meterle en un lío, pero me resultaba imposible callármelo. El gesto deFanshawe me había abierto todo un mundo nuevo: el hecho de que alguien pudieraentrar en los sentimientos de otro y asumirlos tan completamente que los suyos propiosya no tuvieran importancia. Era el primer acto verdaderamente moral que yo habíapresenciado y me parecía que no valía la pena hablar de ninguna otra cosa. La madre deFanshawe, sin embargo, no se mostró tan entusiasta. Sí, dijo, era algo amable ygeneroso, pero también estaba mal. El regalo le había costado a ella su dinero, y, aldárselo a otro, Fanshawe en cierto sentido le había robado ese dinero. Además,Fanshawe había actuado de un modo descortés al presentarse en la fiesta sin un regalo,lo cual la hacía quedar mal a ella, puesto que ella era la responsable de los actos de suhijo. Fanshawe escuchó atentamente a su madre y no dijo una palabra. Cuando ellaterminó, él seguía sin decir nada y ella le preguntó si había comprendido. Sí, dijo él,había comprendido. Probablemente la cosa habría quedado ahí, pero luego, tras unabreve pausa, Fanshawe añadió que seguía pensando que había hecho bien. No le impor-taba lo que ella pensara: volvería a hacer lo mismo la próxima vez. A esta afirmaciónsiguió una escena. La señora Fanshawe se enfadó por su impertinencia, pero Fanshawese mantuvo firme, negándose a ceder bajo la andanada de su reprimenda. Finalmente,ella le ordenó que se fuera a su cuarto y a mí me dijo que me marchara. Yo estabahorrorizado por la injusticia de su madre, pero cuando traté de hablar en su defensa,Fanshawe me indicó con un gesto que me fuese. En lugar de continuar protestando,aceptó su castigo en silencio y se metió en su cuarto.

Todo el episodio fue puro Fanshawe: el acto espontáneo de bondad, la inmutablefe en lo que había hecho y el mudo, casi pasivo, sometimiento a sus consecuencias. Pormuy extraordinario que fuera su comportamiento, siempre te parecía que él sedistanciaba del mismo. Ésta, más que nada, era la característica que a veces me asustabay hacía que me apartase de él. Me sentía muy próximo a Fanshawe, le admirabaintensamente, deseaba desesperadamente estar a su altura, y luego, de pronto, llegaba unmomento en que me daba cuenta de que me era ajeno, de que la forma en que vivíadentro de sí nunca se correspondería con la forma en que yo necesitaba vivir. Yo quería

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demasiado de la vida, tenía demasiados deseos, vivía demasiado dominado por loinmediato para alcanzar nunca tal indiferencia. A mí me importaba tener éxito,impresionar a la gente con los signos vacíos de mi ambición: buenas notas, cartas de launiversidad, premios por lo que fuera que aquella semana tocara. Fanshawe permanecíaindiferente a todo eso, tranquilamente apartado en su rincón, sin hacer el menor caso. Sitriunfaba, era siempre en contra de su voluntad, sin ninguna lucha, sin ningún esfuerzo,sin jugarse nada en lo que había hecho. Esta postura podía resultar irritante, y yo tardémucho tiempo en aprender que lo que era bueno para Fanshawe no necesariamente erabueno para mí.

Tampoco quiero exagerar. Aunque Fanshawe y yo acabamos teniendo algunasdiferencias, lo que más recuerdo de nuestra infancia es la pasión de nuestra amistad.Éramos vecinos y nuestros jardines sin valla divisoria se unían en una ininterrumpidaextensión de césped, grava y tierra, como si perteneciéramos a la misma casa. Nuestrasmadres eran intimas amigas, nuestros padres jugaban juntos al tenis, ninguno de los dostenía ningún hermano: condiciones ideales por lo tanto, sin nada que se interpusieraentre nosotros. Nacimos con menos de una semana de diferencia, y cuando éramosbebés estábamos siempre juntos en el jardín, explorando la hierba a cuatro patas,arrancando las flores, poniéndonos de pie y dando nuestros primeros pasos el mismodía. (Hay fotografías que documentan esto.) Más tarde aprendimos juntos a jugar albéisbol y al fútbol en el jardín trasero. Construimos nuestros fuertes, jugamos nuestrosjuegos, inventamos nuestros mundos en aquel jardín, y luego vinieron los paseos por laciudad, las largas tardes en bicicleta, las interminables conversaciones. Me seríaimposible, creo, conocer a nadie tan bien como conocía a Fanshawe entonces. Mi madrerecuerda que estábamos tan unidos que una vez, cuando teníamos seis años, le pregunta-mos si era posible que dos hombres se casaran. Queríamos vivir juntos cuandocreciéramos, y ¿quién hacia eso sino los matrimonios? Fanshawe iba a ser astrónomo yyo iba a ser veterinario. Pensábamos en una casa grande en el campo, un sitio donde elcielo nocturno estuviera lo bastante oscuro como para ver todas las estrellas y donde nohubiera escasez de animales que cuidar.

Retrospectivamente, me parece natural que Fanshawe llegara a ser escritor. Laseveridad de su introspección casi parecía exigirlo. Ya en la escuela elemental redactabacuentecitos, y a partir de los diez u once años dudo que hubiese algún momento en queno se viera a sí mismo como escritor. Al principio, por supuesto, no parecía significarmucho. Poe y Stevenson eran sus modelos, y lo que salía de su pluma era la habitualfaramalla infantil. “Una noche, en el año de nuestro Señor de mil setecientos cincuentay uno, iba yo caminando bajo una terrible ventisca hacia la casa de mis antepasadoscuando me encontré con una figura espectral en la nieve.” Esa clase de cosa, llena defrases ampulosas y extravagantes giros argumentales. Recuerdo que en sexto Fanshaweescribió una novela policiaca corta, de unas cincuenta páginas, que el profesor le dejóleer en alto en sesiones de diez minutos diarios al final de la clase. Todos estábamosorgullosos de Fanshawe y sorprendidos por su teatral manera de leer, representando lospapeles de cada uno de los personajes. El argumento se me escapa ahora, pero recuerdoque era infinitamente complejo, con el final centrado en algo como las identidadesconfundidas de dos pares de gemelos.

Sin embargo, Fanshawe no era un niño muy aficionado a los libros. Erademasiado bueno en los deportes para eso, una figura demasiado central entre nosotrospara retraerse. Durante aquellos primeros años, uno tenía la impresión de que no habíanada que no hiciera bien, nada que no hiciera mejor que todos los demás. Era el mejorjugador de béisbol, el mejor estudiante, el más guapo de todos los chicos. Cualquiera deestas cualidades hubiera sido suficiente para darle un estatus especial, pero juntas le

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hacían heroico, un niño tocado por los dioses. Pero, a pesar de ser extraordinario, seguíasiendo uno de nosotros. Fanshawe no era un genio ni un prodigio; no tenía ningún donmilagroso que le separara de los niños de su edad. Era un niño perfectamente normal,sólo que más, si eso es posible, más en armonía consigo mismo, más idealmente un niñonormal que cualquiera de nosotros.

En el fondo, el Fanshawe que yo conocí no era una persona atrevida. Noobstante, había veces en que me sorprendía su deseo de meterse en situacionespeligrosas. Detrás de toda su aparente serenidad, había una gran oscuridad: unanecesidad de ponerse a prueba, de correr riesgos, de bordear los límites de las cosas. Deniño le apasionaba jugar alrededor de los solares en construcción, subiéndose a lasescaleras de mano y trepando por los andamios, andando por tablas en equilibrio sobreun abismo de maquinaria, sacos terreros y barro. Yo me quedaba en segundo términomientras Fanshawe realizaba estas hazañas, implorándole en silencio que lo dejara, perosin decirle nunca nada, deseando marcharme, pero temeroso de hacerlo por si se caía. Amedida que pasaba el tiempo, estos impulsos se volvían más conscientes. Fanshawe mehablaba de la importancia de “saborear la vida”. Ponerse las cosas difíciles, decía,explorar lo desconocido, eso era lo que quería, y cada vez más a medida que se hacíamayor. Una vez, cuando teníamos unos quince años, me convenció para que pasara elfin de semana con él en Nueva York, deambulando por las calles, durmiendo en unbanco en la vieja estación de Penn, hablando con los vagabundos, viendo cuánto tiempopodíamos aguantar sin comer. Recuerdo que nos emborrachamos a las siete de lamañana del domingo en Central Park y vomitamos en el césped. Para Fanshawe aquelloera esencial -un paso más para comprobar cuánto valías-, pero para mí era únicamentesórdido, una miserable caída en algo que yo no era. Sin embargo, continuéacompañándole, un testigo perplejo, participando en la búsqueda sin ser plenamenteparte de ella, un Sancho adolescente a horcajadas de mi burro, viendo cómo mi amigobatallaba consigo mismo.

Un mes o dos después de nuestro fin de semana de vagabundos, Fanshawe mellevó a un burdel de Nueva York (un amigo suyo había concertado la visita), y fue allídonde perdimos nuestra virginidad. Recuerdo un pequeño apartamento en el UpperWest Side cerca del río, una cocinita y un dormitorio oscuro con una delgada cortinaseparándolos. Había dos mujeres negras, una gorda y vieja y la otra joven y guapa.Puesto que ninguno de nosotros quería a la vieja, tuvimos que decidir quién iríaprimero. Si la memoria no me falla, salimos al vestíbulo y echamos una moneda al aire.Ganó Fanshawe, por supuesto, y dos minutos después yo me encontré sentado en lacocinita con la madame gorda. Ella me llamó cielo y me recordó varias veces queseguía disponible, por si había cambiado de opinión. Yo estaba demasiado nerviosopara hacer nada que no fuera negar con la cabeza, y luego me quedé allí sentado,escuchando la intensa y rápida respiración de Fanshawe al otro lado de la cortina. Sólopodía pensar en una cosa: que mi picha estaba a punto de entrar en el mismo sitio dondeestaba ahora la de Fanshawe. Luego me tocó el turno a mí, y éste es el día en que notengo ni idea de cómo se llamaba la chica. Era la primera mujer desnuda a la que yoveía en carne y hueso, y se mostró tan desenfadada y cordial respecto a su desnudez quelas cosas podrían haberme ido bien si no me hubiera distraído con los zapatos deFanshawe, visibles en el espacio entre la cortina y el suelo, brillando a la luz de lacocina, como separados de su cuerpo. La chica fue encantadora e hizo todo lo que pudopor ayudarme, pero fue una larga lucha y ni siquiera al final sentí verdadero placer.Después, cuando Fanshawe y yo salimos a la calle entre dos luces, yo no tenía muchoque decir. Fanshawe, sin embargo, parecía bastante contento, como si la experiencia

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hubiera confirmado de algún modo su teoría acerca de saborear la vida. Me di cuentaentonces de que Fanshawe era mucho más voraz de lo que yo podría serlo nunca.

Llevábamos una vida muy protegida en nuestro barrio residencial. Nueva Yorkestaba a sólo treinta kilómetros, pero podría haber sido la China considerando lo pocoque tenía que ver con nuestro pequeño mundo de jardines y casas de madera. Al llegar alos trece o catorce años, Fanshawe se convirtió en una especie de exiliado interior,realizando los gestos de una conducta obediente, pero aislado de su entorno,despreciando la vida que se veía obligado a vivir. No se mostraba difícil niexteriormente rebelde, sencillamente se retrajo. Después de atraer tanta atención deniño, siempre en el centro exacto de las cosas, Fanshawe casi desapareció cuandollegamos al instituto, rehuyendo los focos y buscando una terca marginalidad. Yo sabíaque por entonces escribía en serio (aunque a los dieciséis años había dejado deenseñarle su trabajo a nadie), pero eso lo interpreto más como un síntoma que como unacausa. En nuestro segundo año en el instituto, por ejemplo, Fanshawe fue el únicomiembro de nuestra clase que entró en el equipo de béisbol. Jugó extraordinariamentebien durante varias semanas y luego, sin ninguna razón aparente, dejó el equipo.Recuerdo que me contó el incidente al día siguiente de que ocurriera: entró en eldespacho del entrenador después del entrenamiento y le entregó su uniforme. El hombreacababa de ducharse y cuando Fanshawe entró en la habitación estaba de pie junto a sumesa completamente desnudo, con un cigarro en la boca y la gorra de béisbol en lacabeza. Fanshawe se recreó en la descripción, deteniéndose en lo absurdo de la escena,embelleciéndola con detalles acerca del cuerpo regordete del entrenador, la luz en lahabitación, el charco de agua en el suelo de hormigón gris; pero eso fue todo, unadescripción, una ristra de palabras divorciadas de cualquier cosa que pudiera afectar alpropio Fanshawe. Me decepcionó que dejara el equipo, pero él nunca me explicórealmente por qué lo había hecho, sólo me dijo que el béisbol le parecía aburrido.

Como les sucede a muchas personas dotadas, llegó un momento en queFanshawe ya no se conformaba con hacer lo que le resultaba fácil. Habiendo dominadoa una edad temprana todo lo que se le pedía, probablemente era natural que empezase abuscar desafíos en otro sitio. Dadas las limitaciones de su vida como alumno deinstituto en una ciudad pequeña, el hecho de que encontrara ese otro sitio dentro de símismo no es sorprendente ni insólito. Pero hay algo más que eso, creo. Por esa épocasucedieron cosas en la familia de Fanshawe que sin duda supusieron un cambio, y seriaun error no mencionarlas. Que aquello fuera un cambio esencial es otra historia, perotiendo a pensar que todo cuenta. En última instancia, una vida no es más que la suma dehechos contingentes, una crónica de intersecciones casuales, de azares, de sucesosfortuitos que no revelan nada más que su propia falta de propósito.

Cuando Fanshawe tenía dieciséis años se descubrió que su padre padecía cáncer.Durante año y medio vio morir a su padre, y en ese tiempo la familia se deshizolentamente. Quizá la más afectada fue la madre de Fanshawe. Manteniendo estoica-mente las apariencias, ocupándose de las consultas médicas y los asuntos económicos eintentando llevar la casa, oscilaba entre un gran optimismo respecto a las posibilidadesde recuperación y una especie de desesperación paralizante. Según Fanshawe, nuncapudo aceptar el único hecho inevitable que tenía delante de la cara. Sabía lo que iba aocurrir, pero no tenía la fuerza necesaria para reconocer que lo sabía, y a medida quepasaba el tiempo empezó a vivir como si estuviera conteniendo el aliento. Sucomportamiento se hizo cada vez más excéntrico: noches enteras limpiando la casamaniáticamente, miedo a quedarse sola (combinado con repentinas e inexplicadasausencias) y toda una gama de dolencias imaginadas (alergias, tensión alta, mareos).Hacia el final, empezó a interesarse por varias teorías disparatadas -astrología,

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fenómenos psíquicos, vagas nociones espiritualistas acerca del alma-, hasta que se hizoimposible hablar con ella sin acabar agotado y silencioso mientras ella te daba unaconferencia sobre la corrupción del cuerpo humano.

Las relaciones entre Fanshawe y su madre se volvieron tensas. Ella se aferraba aél en busca de apoyo, actuando como si el dolor de la familia le perteneciera sólo a ella.Fanshawe tenía que ser el fuerte en aquella casa; no sólo tenía que ocuparse de símismo, sino que hubo de asumir la responsabilidad de su hermana, que solamente teníadoce años en aquel entonces. Pero esto trajo otra serie de problemas, porque Ellen erauna niña inestable, y en el vacío parental que se produjo a consecuencia de laenfermedad comenzó a recurrir a Fanshawe para todo. Él se convirtió en su padre, sumadre, su bastión de sabiduría y consuelo. Fanshawe comprendía lo malsana que era sudependencia de él, pero era poco lo que podía hacer sin herirla de un modo irreparable.Recuerdo que mi madre hablaba de la “pobre Jane” (la señora Fanshawe) y lo terribleque era toda la situación para la “nena”. Pero yo sabía que en cierto sentido eraFanshawe el que más sufría. Sólo que nunca tuvo la oportunidad de manifestarlo.

En cuanto al padre de Fanshawe, poco puedo decir con certeza. Era un mensajecifrado para mí, un hombre silencioso de abstraída benevolencia, y nunca llegué aconocerle bien. Mientras mi padre solía estar mucho en casa, especialmente los fines desemana, al padre de Fanshawe raras veces le veíamos. Era un abogado de ciertoprestigio y en otra época había tenido ambiciones políticas, pero éstas habían acabadoen una serie de decepciones. Generalmente trabajaba hasta tarde, llegaba a casa a lasocho o las nueve y a menudo pasaba el sábado y parte del domingo en su despacho.Dudo que supiera entender a su hijo, porque parecía un hombre al que le gustaban pocolos niños, alguien que había perdido todo recuerdo de haber sido niño alguna vez. Elseñor Fanshawe era tan absolutamente adulto, estaba tan completamente inmerso enasuntos serios, que me imagino que le resultaba difícil no considerarnos criaturas deotro mundo.

No había cumplido los cincuenta años cuando murió. Durante los últimos seismeses de su vida, después de que los médicos perdieran la esperanza de salvarle,permanecía tumbado en la habitación de invitados de la casa de los Fanshawe, mirandoel jardín por la ventana, leyendo algún que otro libro, tomando sus analgésicos,adormilándose. Fanshawe pasaba la mayor parte de su tiempo libre con él, y aunquesólo puedo especular sobre lo que sucedió, deduzco que las cosas cambiaron entre ellos.Por lo menos, sé cuánto se esforzó Fanshawe en conseguirlo, faltando a menudo a clasepara estar con él, tratando de hacerse indispensable, cuidándole con resuelta dedicación.Era algo terrible para Fanshawe, quizá demasiado para él, y aunque parecía llevarlobien, reuniendo el coraje que sólo es posible en los muy jóvenes, a veces me pregunto silogró superarlo.

Sólo hay una cosa más que quiero mencionar aquí. Al final de este periodo-completamente al final, cuando ya nadie esperaba que el padre viviera más de unosdías- Fanshawe y yo fuimos a dar un paseo en coche al salir del instituto. Era febrero, yal cabo de unos minutos empezó a nevar ligeramente. Condujimos sin rumbo, dandovueltas por algunos de los pueblos cercanos, prestando poca atención a lo que nosrodeaba. Cuando estábamos a unos quince o veinte kilómetros de casa, encontramos uncementerio; la puerta estaba abierta y sin ninguna razón especial decidimos entrar. Alcabo de unos momentos detuvimos el coche y empezamos a pasear a pie. Leímos lasinscripciones de las lápidas, especulamos sobre cómo habrían sido aquellas vidas, nosquedamos callados, anduvimos un poco más, hablamos, nos callamos de nuevo. Ahoranevaba intensamente y la tierra se estaba poniendo blanca. En algún punto en medio delcementerio había una tumba recién cavada y Fanshawe y yo nos detuvimos en el borde

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y miramos hacia abajo. Recuerdo lo silencioso que estaba todo, lo lejos de nosotros queparecía estar el mundo. Durante largo rato ninguno de los dos habló, y luego Fanshawedijo que le gustaría ver cómo se estaba en el fondo. Le di la mano y le sostuve confuerza mientras él descendía a la fosa. Cuando sus pies tocaron la tierra me miró con lacabeza levantada y una media sonrisa y luego se tumbó de espaldas, como fingiendoestar muerto. Ese recuerdo está aún completamente vivo para mí: mirar a Fanshawemientras él miraba al cielo, sus ojos parpadeando furiosamente porque la nieve le caíaen la cara.

Por alguna oscura asociación de ideas, me acordé de cuando éramos muypequeños, no tendríamos más de cuatro o cinco años. Los padres de Fanshawe habíancomprado un electrodoméstico nuevo, un televisor quizá, y durante varios mesesFanshawe conservó la caja de cartón en su cuarto. Siempre había sido generoso paracompartir sus juguetes, pero aquella caja me estaba prohibida, y nunca me dejó entraren ella. Era su lugar secreto, me explicó y cuando se sentaba dentro y la cerraba a sualrededor, podía ir a donde quisiera ir, podía estar donde quisiera estar. Pero si otrapersona entraba alguna vez en la caja, perdería su magia para siempre. Creí aquellahistoria y no le insistí, aunque casi me parte el alma. Estábamos jugando en su cuarto,haciendo formaciones de soldados tranquilamente o dibujando, y luego, de pronto,Fanshawe anunciaba que iba a meterse en su caja. Yo intentaba continuar con lo queestaba haciendo, pero nunca lo conseguía. Nada me interesaba tanto como lo que leestaba sucediendo a Fanshawe dentro de la caja, y pasaba esos minutos intentandodesesperadamente imaginar las aventuras que él estaba viviendo. Pero nunca me enteréde cuáles eran, ya que también iba contra las reglas el que Fanshawe me las contaracuando salía de la caja.

Algo parecido estaba pasando entonces en aquella tumba abierta bajo la nieve.Fanshawe estaba solo allí abajo, pensando sus pensamientos, viviendo aquellosmomentos en soledad, y aunque yo estaba presente, el suceso estaba sellado para mí,como si no estuviese allí en realidad. Comprendí que aquélla era la manera que teníaFanshawe de imaginarse la muerte de su padre. Era pura casualidad: la tumba abiertaestaba allí y Fanshawe había sentido que le llamaba. Las historias sólo suceden aquienes son capaces de contarlas, había dicho alguien una vez. De la misma manera,quizá, las experiencias sólo se presentaban a quienes eran capaces de tenerlas. Pero éstaes una cuestión difícil y no puedo estar seguro de nada. Permanecí allí esperando a queFanshawe subiera, tratando de imaginar lo que estaba pensando, durante un brevemomento intentando ver lo que veía. Entonces levanté la cabeza hacia el oscuro cieloinvernal y todo era un caos de nieve que caía rápidamente sobre mí.

Cuando echamos a andar hacia el coche, el sol ya se había puesto. Cruzamos elcementerio tropezando, sin decirnos nada. Había varios centímetros de nieve en el sueloy continuaba nevando, cada vez más intensamente, como si no fuese a parar nunca.Llegamos al coche, nos metimos dentro, y luego, contra todas nuestras expectativas, nopudimos arrancarlo. Las ruedas traseras estaban atascadas en una zanja poco profunda ynada de lo que hacíamos daba resultado. Lo empujamos, pero las ruedas seguíangirando inútilmente con aquel horrible ruido. Pasó media hora y tuvimos que renunciar,decidiendo de mala gana abandonar el coche. Hicimos autostop bajo la tormenta denieve y pasaron dos horas más hasta que finalmente llegamos a casa. Sólo entonces nosenteramos de que el padre de Fanshawe había muerto durante la tarde.

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Transcurrieron varios días hasta que encontré el valor necesario para abrir lasmaletas. Acabé el artículo que estaba escribiendo, fui al cine, acepté invitaciones quenormalmente habría rechazado. Estas tácticas no me engañaban, sin embargo.Demasiadas cosas dependían de mi respuesta, y la posibilidad de quedar decepcionadoera algo a lo que no quería enfrentarme. En mi mente no había diferencia entre dar laorden de destruir la obra de Fanshawe y matarle con mis propias manos. Me había sidoconcedido el poder de borrar a alguien, de sacar un cuerpo de su tumba y hacerlopedazos. Era intolerable estar en esa posición, y yo no quería saber nada de ello.Mientras no tocara las maletas, mi conciencia estaría tranquila. Por otra parte, habíahecho una promesa, y sabía que no podría retrasarme indefinidamente. Fue justo en estepunto (cuando estaba pertrechándome, preparándome para hacerlo) cuando un nuevotemor se apoderó de mí. Descubrí que no quería que la obra de Fanshawe fuera mala,pero tampoco quería que fuese buena. Es un sentimiento difícil de explicar. Sin duda,las viejas rivalidades tenían algo que ver con ello, un deseo de no quedar humillado porel talento de Fanshawe, pero también tenía la sensación de estar atrapado. Había dadomi palabra. Una vez que abriese las maletas, me convertiría en el portavoz deFanshawe, y continuaría hablando en su nombre, tanto si me gustaba como si no.Ambas posibilidades me asustaban. Dictar una sentencia de muerte ya era bastantemalo, pero trabajar para un muerto no parecía mucho mejor. Durante varios días osciléentre estos temores, incapaz de decidir cuál era peor. Al final, por supuesto, abrí lasmaletas. Para entonces probablemente tenía menos que ver con Fanshawe que conSophie. Quería volver a verla, y cuanto antes me pusiese a trabajar, antes tendría unmotivo para llamarla.

No pienso entrar en detalles aquí. A estas alturas todo el mundo sabe cómo es eltrabajo de Fanshawe. Ha sido leído y comentado, ha habido artículos y estudios, se haconvertido en propiedad pública. Si hay algo que decir, es únicamente que no tardé másde una hora o dos en comprender que mis sentimientos no venían a cuento. Amar laspalabras, tener interés en lo que se escribe, creer en el poder de los libros, esto supera atodo lo demás, y a su lado la vida de uno se queda muy pequeña. No digo esto parafelicitarme ni para presentar mis actos bajo una luz más favorecedora. Fui el primero,pero aparte de eso no veo nada que me distinga de los demás. Si la obra de Fanshawehubiese sido menos de lo que era, mi papel habría sido diferente, más importante quizá,más crucial para el resultado de la historia. Pero, dadas las circunstancias, yo no fui másque un instrumento invisible. Algo había sucedido, y excepto negarlo, excepto fingirque no había abierto las maletas, continuaría sucediendo, derribando lo que se le pusierapor delante, avanzando por su propio impulso.

Me costó aproximadamente una semana digerir y organizar el material, separarlas obras acabadas de los borradores, poner los manuscritos en algo parecido a un ordencronológico. El primer texto era un poema, fechado en 1963 (cuando Fanshawe teníadieciséis años), y el último era de 1976 (justo un mes antes de que desapareciera). Entotal había más de cien poemas, tres novelas (dos cortas y una larga) y cinco obras deteatro de un acto, así como trece cuadernos que contenían varias obras abortadas,bocetos, apuntes, comentarios de libros que Fanshawe estaba leyendo e ideas parafuturos proyectos. No había cartas ni diarios, ninguna vislumbre de la vida privada deFanshawe. Pero eso ya me lo esperaba. Un hombre no se pasa la vida ocultándose delmundo sin asegurarse de no dejar rastro. Sin embargo, había pensado que en algunaparte entre todos aquellos papeles tal vez habría alguna mención de mí, aunque sólofuese una carta dándome instrucciones o una anotación en un cuaderno nombrándomesu albacea literario. Pero no había nada. Fanshawe me había dejado enteramente solo.

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Telefoneé a Sophie y quedé para cenar con ella la noche siguiente. Debido a quesugerí un restaurante francés que estaba de moda (muy por encima de misposibilidades), creo que ella pudo adivinar mi respuesta a la obra de Fanshawe. Peroaparte de este indicio de celebración, dije lo menos posible. Quería que todo avanzarapor sus pasos, nada de movimientos bruscos, nada de gestos prematuros. Yo ya estabaseguro respecto al trabajo de Fanshawe, pero temía precipitar las cosas con Sophie. Erademasiado lo que dependía de cómo actuase yo, demasiado lo que podía destruirse simetía la pata al principio. Sophie y yo estábamos vinculados ahora, tanto si ella lo sabíacomo si no, aunque sólo fuera porque seriamos socios en la promoción de la obra deFanshawe. Pero yo quería más que eso, y deseaba que Sophie lo quisiera también.Luchando contra mí y mi impaciencia, me recomendé cautela, me dije que debía serprevisor.

Ella llevaba un vestido de seda negra y diminutos pendientes de plata, y se habíaechado el pelo hacia atrás para revelar la línea de su cuello. Cuando entró en elrestaurante y me vio sentado en la barra, me dirigió una cálida sonrisa cómplice, comodiciéndome que sabía lo guapa que estaba pero al mismo tiempo denotando la extrañezade la ocasión, saboreándola en cierto modo, claramente alerta a las posibles conse-cuencias del momento. Le dije que estaba impresionante y ella me contestó casicoquetamente que era su primera salida nocturna desde que había nacido Ben y quehabía querido tener “un aspecto diferente”. Después de eso me concentré en nuestroasunto, tratando de retraerme dentro de mi mismo. Cuando nos llevaron a nuestra mesa(mantel blanco, pesada cubertería de plata, un tulipán rojo en un esbelto búcaro entrenosotros) y tomamos asiento, respondí a su segunda sonrisa hablándole de Fanshawe.

No pareció sorprendida por nada de lo que le dije. Era algo que ya sabía, unhecho con el que se había reconciliado, y lo que yo le estaba diciendo simplementeconfirmaba lo que ella sabía desde el principio. Extrañamente, no parecía emocionarla.Había una cautela en su actitud que me desconcertó, y durante varios minutos me sentíperdido. Luego, poco a poco, empecé a comprender que sus sentimientos no eran muydiferentes de los míos. Fanshawe había desaparecido de su vida, y entendí que ellapodía tener buenas razones para lamentar la carga que le había sido impuesta. Publicarla obra de Fanshawe, dedicarse a un hombre que ya no estaba allí, la obligaría a vivir enel pasado, y cualquier futuro que pudiera querer construirse estaría contaminado por elpapel que tenía que interpretar: la viuda oficial, la musa del escritor muerto, la bellaheroína de una trágica historia. Nadie quiere ser parte de una ficción, y menos aún si esaficción es real. Sophie tenía sólo veintiséis años. Era demasiado joven para vivir através de otro, demasiado inteligente para no querer tener una vida completamente suya.El hecho de que hubiera amado a Fanshawe no era la cuestión. Fanshawe estaba muertoy había llegado el momento de dejarlo atrás.

Nada de esto se dijo explícitamente. Pero el sentimiento estaba allí y habría sidouna estupidez no prestarle atención. Dadas mis propias reservas, es extraño que fuese yoquien llevara la antorcha, pero me di cuenta de que si no me encargaba de todo ycomenzaba la tarea, ésta no se haría nunca.

-En realidad no es necesario que te impliques -dije-. Tendremos que consultarte,por supuesto, pero eso no te ocupará mucho tiempo. Si estás dispuesta a dejar que yotome las decisiones, no creo que sea muy difícil para ti.

-Por supuesto que dejaré las decisiones en tus manos -dijo-. Yo no sé nada deesto. Si intentara hacerlo yo, me perdería a los cinco minutos.

-Lo importante es saber que estamos del mismo lado -dije-. En última instancia,supongo que el asunto se reduce a si puedes confiar en mí o no.

-Confío en ti -dijo ella.

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-No te he dado ninguna razón para que lo hagas -dije-. Todavía no, por lomenos.

-Lo sé. Pero confío en ti de todas formas.-¿Así, sin más?-Sí. Sin mas.Me sonrió de nuevo y durante el resto de la cena no dijimos nada más acerca del

trabajo de Fanshawe. Yo había planeado discutir los detalles -cuál era la mejor forma deempezar, que editores podrían estar interesados, con qué personas debíamos contactar,etcétera-, pero eso ya no parecía importante. Sophie no deseaba pensar en ello, y ahoraque yo le había asegurado que no tendría que hacerlo, su actitud juguetona reapareciógradualmente. Después de tantos meses difíciles, finalmente tenía la oportunidad deolvidarse del asunto durante un rato, y me di cuenta de lo decidida que estaba aentregarse a los sencillos placeres de aquel momento: el restaurante, la comida, las risasde la gente que nos rodeaba, el hecho de que estaba allí y no en ningún otro sitio. Queríaque la mimaran, y ¿quién era yo para no complacerla?

Yo estaba en buena forma aquella noche. Sophie me inspiraba y no tardé muchoen animarme. Gasté bromas, conté historias, hice pequeños trucos con la cubertería. Erauna mujer tan bella que costaba apartar los ojos de ella. Quería verla reír, ver cómorespondía su cara a lo que yo decía, observar sus ojos, estudiar sus gestos. Dios sabequé tonterías dije, pero hice todo lo posible por distanciarme, por ocultar misverdaderos motivos bajo aquel derroche de encanto. Aquélla era la parte dura. Yo sabíaque Sophie se sentía sola, que quería el consuelo de un cuerpo cálido junto al suyo, peroun rápido revolcón en el heno no era lo que yo buscaba, y si me movía demasiadodeprisa probablemente todo quedaría en eso. En aquella primera etapa, Fanshawe seguíaestando allí con nosotros, el vínculo implícito, la fuerza invisible que nos había unido.Pasaría algún tiempo antes de que desapareciera, y hasta que eso ocurriese, yo estabadispuesto a esperar.

Todo aquello creaba una tensión exquisita. A medida que avanzaba la velada,los comentarios más casuales se cargaban de matices eróticos. Las palabras ya no eransimplemente palabras, sino un curioso código de silencios, una forma de hablar quedaba vueltas continuamente en torno a lo que se decía. Mientras evitásemos elverdadero tema, el hechizo no se rompería. Ambos nos deslizamos de manera naturalhacia ese tono burlón, que se hizo aún más poderoso porque ninguno de nosotrosabandonó la broma. Sabíamos lo que hacíamos, pero al mismo tiempo fingíamos nosaberlo. Así comenzó mi cortejo de Sophie, despacio, decorosamente, creciendo muypoquito a poco.

Después de la cena paseamos durante unos veinte minutos en la oscuridad definales de noviembre y acabamos la noche tomando unas copas en un bar del centro.Fumé un cigarrillo tras otro, pero ése fue el único indicio de mi tumulto interior. Sophieme habló durante un rato de su familia en Minnesota, sus tres hermanas más jóvenes, sullegada a Nueva York ocho años antes, su música, sus clases, su plan de volver atrabajar el próximo otoño, pero estábamos tan firmemente atrincherados en nuestro tonojocoso que cada comentario se convertía en una excusa para nuevas risas. Podríamoshaber continuado así, pero había que pensar en la canguro, así que finalmente cortamosa eso de medianoche. La llevé hasta la puerta del apartamento y allí hice mi último granesfuerzo de la noche.

-Gracias, doctor -dijo Sophie-. La operación ha sido un éxito.-Mis pacientes siempre sobreviven -dije-. Es por el gas de la risa. Abro la

válvula y poco a poco mejoran.-Ese gas podría crear hábito.

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-Ésa es la idea. Los pacientes no cesan de volver pidiendo más, a veces dos otres sesiones por semana. ¿Cómo cree usted que pago mi piso de Park Avenue y la casade verano en Francia?

-Así que hay un motivo oculto.-Por supuesto. Me mueve la avaricia.-Su clientela debe ser numerosa.-Lo era. Pero ahora estoy más o menos retirado. Últimamente tengo una sola

paciente, y no estoy seguro de si volverá.-Volverá -dijo Sophie, con la sonrisa más coqueta y radiante que yo había visto

nunca-. Cuente con ello.-Me alegra oírlo -dije-. Haré que mi secretaria la llame para concertar la próxima

cita.-Cuanto antes mejor. Con estos tratamientos a largo plazo, no se puede perder

un momento.-Excelente consejo. No olvidaré pedir un nuevo suministro de gas de la risa.-Hágalo, doctor. Creo que lo necesito de veras.Nos sonreímos de nuevo y luego le di un gran abrazo de oso y un breve beso en

los labios y bajé la escalera lo más deprisa que pude.Me fui derecho a casa, comprendí que acostarme era imposible y pasé dos horas

delante de la televisión, viendo una película sobre Marco Polo. Finalmente me quedécomo un tronco a eso de las cuatro, en mitad de la reposición de Rumbo a lodesconocido.

Mi primer paso fue ponerme en contacto con Stuart Green, editor en una de lasmayores editoriales. No le conocía muy bien, pero nos habíamos criado en la mismaciudad y su hermano menor, Roger, había ido al colegio con Fanshawe y conmigo.Supuse que Stuart se acordaría de quién era Fanshawe y me parecía una buena manerade empezar. Me había encontrado a Stuart en varias reuniones a lo largo de los años,quizá tres o cuatro veces, y siempre se había mostrado amable, hablando de los viejostiempos (como él los llamaba) y prometiendo darle recuerdos míos a Roger la próximavez que le viera. Yo no tenía ni idea de qué podía esperar de Stuart, pero parecióbastante contento de oírme cuando le llamé. Quedamos en vernos en su oficina unatarde de aquella semana.

Tardó unos momentos en situar el nombre de Fanshawe. Le sonaba, dijo, perono sabía de qué. Estimulé su memoria un poco, mencioné a Roger y sus amigos, y depronto cayó en la cuenta.

-Sí, sí, claro -dijo-. Fanshawe. Aquel niño tan extraordinario. Roger solía insistiren que acabaría siendo presidente.

Ese mismo, dije, y luego le conté la historia.Stuart era un tipo bastante remilgado, un tipo de Harvard que llevaba corbatas de

pajarita y chaquetas de tweed, y aunque en el fondo era poco más que un ejecutivo, enelmundo editorial pasaba por ser un intelectual. Le había ido bien hasta entonces -eraeditor jefe con poco más de treinta años, un trabajador joven, sólido y responsable- y nohabía duda de que continuaría ascendiendo. Digo todo esto únicamente para demostrarque no era persona automáticamente receptiva a la clase de historia que le estabacontando. Tenía muy poco de romántico, muy poco que no fuera precavido y práctico,pero noté que estaba interesado, y a medida que yo continuaba hablando, inclusoparecía excitado.

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Tenía poco que perder, por supuesto. Si el trabajo de Fanshawe no le gustaba, lesería muy fácil rechazarlo. Los rechazos eran la esencia de su trabajo y no tendría quepensárselo dos veces. Por otra parte, si Fanshawe era el escritor que yo decía que era,publicarlo sólo podría contribuir a la reputación de Stuart. Compartiría la gloria dehaber descubierto a un genio americano desconocido y podría vivir de ese golpe desuerte durante años.

Le entregué el manuscrito de la novela larga de Fanshawe. Al final, le dije,tendría que ser todo o nada -los poemas, las obras de teatro, las otras dos novelas-, peroaquélla era la obra más importante de Fanshawe y me parecía lógico que empezásemospor ella. Me refería a El país de nunca jamás, por supuesto. Stuart dijo que le gustaba eltítulo, pero cuando me pidió que le describiera el libro, le contesté que preferiría nohacerlo, que pensaba que seria mejor que lo descubriera por si mismo. Levantó una cejacomo respuesta (un truco que probablemente había aprendido durante el año que pasóen Oxford), como dando a entender que no debía jugar con él. Que yo supiera, no estabajugando a nada. Era sólo que no quería forzarle. El libro se encargaría de eso, y yo noveía ninguna razón para negarle entrar en él indefenso: sin mapas, sin brújula, sin nadieque le llevase de la mano.

Tardó tres semanas en llamarme. Las noticias no eran ni buenas ni malas, peroparecían esperanzadoras. Probablemente tendríamos suficiente apoyo de los editorespara sacar el libro adelante, dijo Stuart, pero antes de tomar la decisión definitivaquerían echar una ojeada al resto del material. Yo ya esperaba aquello -cierta prudencia,andar con pies de plomo-, y le dije a Stuart que pasaría por su oficina para llevarle losmanuscritos la tarde siguiente.

-Es un libro extraño -me dijo, señalando el manuscrito de El país de nuncajamás sobre su mesa-. No es en absoluto la típica novela, ya me entiende. No es típicoen nada. Aún no está claro que vayamos a publicarlo, pero si lo hacemos, estaremoscorriendo cierto riesgo.

-Lo sé -dije-. Pero eso es lo que lo hace interesante.-Lo que es una verdadera pena es que Fanshawe no este disponible. Me

encantaría poder trabajar con él. Hay cosas en el libro que deberían cambiarse, creo yo,ciertos pasajes que deberían suprimirse. Eso haría que el libro fuese aún más fuerte.

-Eso no es más que orgullo de editor -dije-. Les resulta difícil ver un manuscritoy no atacarlo con un lápiz rojo. La verdad es que creo que acabará usted porencontrarles sentido a las partes que ahora no le gustan, y se alegrará de no haberpodido tocarlas.

-El tiempo lo dirá -dijo Stuart, nada dispuesto a darme la razón-. Pero no hayduda, no hay duda de que el hombre sabía escribir. Leí el libro hace más de dos semanasy no me ha abandonado desde entonces. No puedo quitármelo de la cabeza. Me acuerdode él una y otra vez, y siempre en los momentos más extraños. Al salir de la ducha,andando por la calle, cuando me estoy metiendo en la cama por la noche, siempre queno estoy pensando conscientemente en nada. Eso no sucede muy a menudo, usted losabe. Lee uno tantos libros en este trabajo que todos tienden a mezclarse. Pero el librode Fanshawe destaca. Hay algo poderoso en él, y lo más raro es que ni siquiera sé quées.

-Probablemente ésa es la verdadera prueba -dije-. A mi me sucedió lo mismo. Ellibro se te graba en el cerebro y no puedes librarte de él.

-¿Y qué me dice del resto de su obra?-Es lo mismo -dije-. No puedes dejar de pensar en ella.

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Stuart meneó la cabeza, y por primera vez vi que estaba sinceramenteimpresionado. No duró más que un momento, pero en aquel instante su arrogancia y supose desaparecieron repentinamente, y me encontré casi deseando que me agradase.

-Creo que tal vez hayamos descubierto algo importante -dijo-. Si lo que usteddice es verdad, creo que realmente hemos encontrado algo importante.

Así era, y según se comprobó luego, quizá aún más importante de lo que Stuarthabía imaginado. El país de nunca jamás fue aceptado ese mes, con una opción sobrelos otros libros. Mi veinticinco por ciento del anticipo fue suficiente para comprarmealgún tiempo, y lo empleé en preparar una edición de los poemas. También fui a visitara varios directores de teatro para ver si les interesaría montar las obras. Finalmente,también eso salió bien y planeamos estrenar tres obras de un acto en un pequeño teatrodel centro unas seis semanas después de que se publicara El país de nunca jamás.Mientras tanto, persuadí al director de una de las principales revistas para las que yoescribía en ocasiones de que me dejase escribir un artículo sobre Fanshawe. Resultó untexto largo y bastante exótico y en ese momento pensé que era una de las mejores cosasque había escrito. El articulo tenía que aparecer dos meses antes de la publicación de Elpaís de nunca jamás, y de repente me pareció que todo ocurría a la vez.

Reconozco que me dejé atrapar por todo ello. Una cosa llevaba a la otra y, antesde que pudiera darme cuenta, se había puesto en marcha una pequeña industria. Era unaespecie de delirio. Me sentía como un ingeniero, apretando botones y tirando depalancas, corriendo de las válvulas a los circuitos, ajustando una pieza aquí, diseñandouna mejora allí, escuchando cómo el artefacto zumbaba, resoplaba y ronroneaba,olvidado de todo lo que no fuera el estrépito de mi invento. Yo era el científico loco quehabía inventado la gran máquina mágica, y cuanto más humo salía de ella y más ruidohacía, más feliz estaba yo.

Quizá eso era inevitable; quizá tenía que estar un poco loco para embarcarme enello. Dado el esfuerzo que me había supuesto reconciliarme con el proyecto,probablemente era necesario que equiparase el éxito de Fanshawe con el mío propio.Había tropezado con una causa, algo que me justificaba y hacía que me sintieseimportante, y cuanto más plenamente me sumergía en mis ambiciones para Fanshawe,más nítidamente me veía a mí mismo. Esto no es una excusa; es simplemente unadescripción de lo que sucedió. La visión retrospectiva me dice que estaba metiéndomeen líos, pero en aquella época yo no era consciente de ello. Es más, aunque lo hubierasido, dudo que hubiera hecho algo diferente.

Debajo de todo ello estaba el deseo de permanecer en contacto con Sophie. Amedida que pasaba el tiempo, se convirtió en algo perfectamente natural que yo lallamase tres o cuatro veces por semana, para almorzar con ella, para dar un paseo por latarde en su barrio con Ben. Le presenté a Stuart Green, la invité a conocer al director deteatro, le busqué un abogado para que se ocupara de los contratos y otros asuntoslegales. Sophie aceptó todo esto con naturalidad, considerando aquellos encuentros máscomo ocasiones sociales que como conversaciones de trabajo, dejándole claro a la genteque veíamos que yo era quien tomaba las decisiones. Intuí que estaba decidida a nosentirse en deuda con Fanshawe, que, sucediera lo que sucediera, ella continuaríaguardando las distancias. El dinero la hacía feliz, por supuesto, pero nunca lo relacionórealmente con el trabajo de Fanshawe. Era un regalo inesperado, un billete de loteríapremiado que le había caído del cielo, y eso era todo. Sophie vio a través del torbellinodesde el principio. Comprendió el fundamental absurdo de la situación, y como no eraavariciosa, como no tenía ningún impulso de aprovechar su ventaja, no perdió la cabeza.

Me esforcé mucho en mi cortejo. Sin duda mis motivos eran transparentes, peroquizá eso fue lo bueno. Sophie sabía que me había enamorado de ella, y el hecho de que

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no me abalanzase, de que no la obligase a declarar sus sentimientos hacia mí,probablemente contribuyó más que ninguna otra cosa a convencerla de mi seriedad. Sinembargo, yo no podía esperar eternamente. La discreción tenía su función, perodemasiada discreción podía ser fatal. Llegó un momento en que noté que ya noestábamos empeñados en un combate, que las cosas se habían asentado entre nosotros.Al pensar ahora en ese momento, me tienta utilizar el lenguaje tradicional del amor.Deseo hablar con metáforas de calor, de fuego, de barreras que se derriten ante pasionesirresistibles. Soy consciente de lo ampulosos que pueden sonar estos términos, pero alfinal creo que son exactos. Todo había cambiado para mí, y palabras que nunca habíacomprendido, súbitamente empezaron a tener sentido. Aquello fue una revelación, ycuando finalmente tuve tiempo de absorberla, me pregunté cómo había podido vivirtanto tiempo sin aprender aquella sencilla verdad. No estoy hablando de deseo tantocomo de conocimiento, del descubrimiento de que dos personas, a través del deseo,pueden crear algo más poderoso de lo que ninguna de ellas podría crear sola. Eseconocimiento me transformó, creo, e hizo que me sintiera más humano. Al pertenecer aSophie, empecé a sentir como si perteneciera a todos los demás. Resultó que mi verda-dero lugar en el mundo estaba más allá de mí mismo, y si estaba dentro de mí, tambiénera ilocalizable. Era el diminuto espacio entre el yo y el no yo, y por primera vez en mivida vi esta nada como el centro exacto del mundo.

Era el día en que yo cumplía treinta años. Conocía a Sophie desde hacíaaproximadamente tres meses y ella insistió en que lo celebráramos. Yo estaba reacio alprincipio, ya que nunca había dado mucha importancia a los cumpleaños, pero el sen-tido de la ocasión de Sophie acabó venciéndome. Me compró una cara edición ilustradade Moby Dick, me llevó a cenar a un buen restaurante y luego a una representación deBoris Godunov en el Met. Por una vez, me dejé ir, sin intentar explicarme mi felicidad,sin intentar anticiparme a mí mismo o maniobrar mejor que mis sentimientos. Quizáestaba empezando a percibir una nueva audacia en Sophie; quizá ella me estaba dejandosaber que había decidido por sí misma, que ya era demasiado tarde para que ninguno delos dos se echara atrás. Fuese lo que fuese, aquélla fue la noche en que todo cambió, enla que ya no hubo ninguna duda respecto a lo que íbamos a hacer. Regresamos a suapartamento a las once y media, Sophie pagó a la soñolienta canguro y luego entramosde puntillas en la habitación de Ben y nos quedamos allí un rato viéndole dormir en sucunita. Recuerdo claramente que ninguno de nosotros dijo nada, que el único sonidoque yo oía era el leve gorgoteo de la respiración de Ben. Nos inclinamos sobre losbarrotes y estudiamos la forma de su cuerpecito, tumbado boca abajo, las piernasencogidas, el trasero levantado, dos o tres dedos metidos en la boca. La escena pareciódurar largo tiempo, pero dudo que fuese más de un minuto o dos. Luego, sin previoaviso, ambos nos erguimos, nos volvimos el uno hacia el otro y empezamos a besarnos.Después de eso, me resulta difícil hablar de lo que sucedió. Estas cosas tienen poco quever con las palabras, tan poco, en realidad, que casi parece inútil tratar de expresarlas.En todo caso, diría que estábamos cayendo el uno en el otro, cayendo tan rápido y tanlejos que nada podía pararnos. De nuevo, recurro a la metáfora. Pero probablemente nose trata de eso. Porque que pueda o no pueda hablar de ello no cambia la verdad de loque sucedió. El hecho es que nunca hubo un beso igual, y dudo que en toda mi vidavuelva a haber un beso igual.

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Pasé aquella noche en la cama de Sophie y a partir de entonces se me hizoimposible dejarla. Volvía a mi apartamento durante el día para trabajar, pero regresaba aSophie todas las noches. Me convertí en parte de su hogar -compraba comida para lacena, le cambiaba los pañales a Ben, sacaba la basura-, viviendo con otra persona másíntimamente de lo que había vivido nunca. Pasaron los meses y, con constante asombro,descubrí que tenía talento para aquella clase de vida. Había nacido para estar conSophie, y poco a poco noté que me volvía más fuerte, noté que ella me hacía mejor delo que había sido. Era extraña la forma en que Fanshawe nos había unido. De no ser porsu desaparición, nada de aquello habría sucedido. Estaba en deuda con él, pero aparte dehacer todo lo que podía por su trabajo, no tenía ninguna posibilidad de saldar esa deuda.

Mi articulo se publicó y pareció surtir el efecto deseado. Stuart Green me llamópara decirme que era un “gran refuerzo”, lo cual deduje que significaba que ahora sesentía más seguro. Con todo el interés que el artículo había despertado, Fanshawe ya noparecía un riesgo tan grande. Luego salió El país de nunca jamás y las críticas fueronunánimemente buenas, algunas extraordinarias. Era todo lo que uno podía esperar. Erael cuento de hadas con el que todo escritor sueña, y reconozco que yo mismo estaba unpoco asustado. Esas cosas no pasan en el mundo real. Pocas semanas después de supublicación, las ventas eran mayores de lo que se había esperado para toda la edición.Finalmente una segunda edición entró en imprenta, pusieron anuncios en periódicos yrevistas y luego vendieron el libro a una editorial de libros de bolsillo para que lo sacaraal año siguiente. No quiero dar a entender que el libro fuera un récord de ventas deacuerdo con criterios comerciales ni que Sophie fuera camino de convertirse enmillonaria, pero dada la seriedad y la dificultad de la obra de Fanshawe, y dada latendencia del público a no acercarse a ese tipo de obra, fue un éxito mayor de lo quehabíamos imaginado posible.

En cierto sentido, aquí es donde la historia debería terminar. El joven genio hamuerto, pero su obra seguirá viva, su nombre será recordado durante muchos años. Suamigo de la infancia ha salvado a la joven y hermosa viuda y los dos vivirán felices parasiempre. Parecería que así concluye la representación, que lo único que falta es la últimallamada a escena para recibir los aplausos. Pero resulta que esto es sólo el principio. Loque he escrito hasta ahora no es más que un preludio, una rápida sinopsis de todo lo queviene antes de la historia que tengo que contar. Si no hubiera nada más que esto, nohabría nada en absoluto, porque nada me habría impulsado a empezar. Sólo la oscuridadtiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra su corazón al mundo, y laoscuridad es lo que me rodea cada vez que pienso en lo sucedido. Si hace falta valorpara escribir acerca de ello, también es cierto que sé que escribir es la única posibilidadque tengo de escapar. Pero dudo que esto ocurra, ni siquiera suponiendo que consigacontar la verdad. Las historias sin final no pueden hacer otra cosa que continuareternamente, y verse atrapado en una de ellas significa que morirás antes de haberinterpretado tu papel hasta el final. Mi única esperanza es que lo que tengo que decirtenga un final, que encuentre en alguna parte un claro en la oscuridad. Esta esperanza eslo que defino como valor, pero que haya razones para la esperanza es otra cuestiónenteramente distinta.

Fue unas tres semanas después del estreno de las obras de teatro. Pasé la nocheen casa de Sophie, como de costumbre, y por la mañana me fui a mi apartamento paratrabajar. Recuerdo que tenía que terminar una reseña de cuatro o cinco libros de poesía-una de esas frustrantes mezcolanzas- y me estaba costando concentrarme. Mi mente sealejaba una y otra vez de los libros que estaban sobre mi mesa, y cada cinco minutosmás o menos me levantaba de la silla y paseaba por la habitación. Stuart Green mehabía contado una extraña historia el día anterior y me resultaba difícil dejar de pensar

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en ella. Según Stuart, la gente estaba empezando a decir que Fanshawe no existía. Elrumor afirmaba que me lo había inventado para perpetrar un fraude y que los libros loshabía escrito yo mismo. Mi primera reacción fue echarme a reír, y luego hice algunabroma acerca de que Shakespeare tampoco había escrito ninguna de sus obras. Pero,tras pensar más en ello, no sabía si sentirme insultado o halagado por aquel rumor. ¿Esque la gente no se fiaba de que dijese la verdad? ¿Por qué habría de tomarme la molestiade crear toda una obra para luego no querer atribuirme el mérito de la misma? Y, sinembargo, ¿creía la gente que yo era capaz de escribir un libro tan bueno como El paísde nunca jamás? Me di cuenta de que una vez que se publicaran todos los manuscritosde Fanshawe, me sería perfectamente posible escribir uno o dos libros más con sunombre, escribir la obra yo y hacerla pasar por suya. No tenía intención de hacer talcosa, por supuesto, pero la sola idea me abría ciertos extraños e intrigantes conceptos:lo que significaba que un escritor pusiera su nombre en un libro, por qué algunosescritores optaban por ocultarse detrás de un seudónimo, si un escritor tenía una vidareal o no. Se me ocurrió que escribir con otro nombre podría ser algo que me gustase -inventarme una identidad secreta-, y me pregunté por qué encontraba esa idea tanatractiva. Un pensamiento me llevaba a otro, y cuando agoté el tema, descubrí que habíamalgastado la mayor parte de la mañana.

Eran las once y media -la hora en que llegaba el correo- e hice mi habitualexcursión en el ascensor para ver si había algo en el buzón. Este era siempre unmomento crucial del día para mí y me resultaba imposible acercarme a él tranquilamen-te. Siempre tenía la esperanza de que hubiera buenas noticias -un cheque inesperado,una oferta de trabajo, una carta que de algún modo cambiaría mi vida-, y el hábito de laexpectativa era ya parte de mí hasta el punto de que apenas podía mirar mi buzón sinsentir una oleada de emoción. Aquél era mi escondite, el único lugar del mundo que eraexclusivamente mío. Y al mismo tiempo me unía con el resto del mundo, y en sumágica oscuridad se hallaba el poder de hacer que ocurrieran cosas.

Solamente había una carta para mí aquel día. Venía en un sobre blanco liso conun matasellos de Nueva York y no llevaba remite. La letra no me era conocida (minombre y dirección estaban escritos con mayúsculas) y ni siquiera podía imaginarme dequién sería. Abrí el sobre en el ascensor, y fue entonces, allí, de pie camino del pisonoveno, cuando el mundo se me cayó encima.

“No te enfades conmigo por escribirte”, empezaba la carta. “Aun a riesgo deprovocarte un ataque al corazón, quería enviarte una última palabra: darte las graciaspor lo que has hecho. Sabía que eras la persona adecuada, pero las cosas han salido aúnmejor de lo que yo pensaba. Has ido más allá de lo posible, y estoy en deuda contigo.Sophie y el niño estarán atendidos, y por ello puedo vivir con la conciencia tranquila.

”No voy a dar explicaciones aquí. A pesar de esta carta, quiero que sigasconsiderándome muerto. Nada es más importante que eso y no debes decirle a nadie quehas tenido noticias mías. No me encontrarán, y hablar de esto sólo traería másproblemas. No vale la pena. Sobre todo no le digas nada a Sophie. Haz que se divorciede mí y luego cásate con ella lo antes posible. Confío en que lo hagas así, y doy misbendiciones. El niño necesita un padre, y tú eres el único con quien puedo contar.

”Quiero que entiendas que no he perdido el juicio. Tomé ciertas decisiones queeran necesarias, y aunque algunas personas hayan sufrido, marcharme fue lo mejor y lomás bondadoso que he hecho nunca.

”Siete años después del día de mi desaparición será el día de mi muerte. Hedictado sentencia contra mí mismo y no habrá apelaciones.

”Te ruego que no me busques. No tengo ningún deseo de ser encontrado y meparece que tengo derecho a vivir el resto de mi vida como crea oportuno. Me repugnan

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las amenazas, pero no tengo más remedio que hacerte esta advertencia: si por unmilagro consigues encontrarme, te mataré.

”Me complace que mis escritos hayan despertado tanto interés. Nunca tuve lamenor sospecha de que pudiera suceder algo así. Pero ahora todo eso me parece muylejano. Escribir libros pertenece a otra vida y pensar en ello ahora me deja frío. Nuncaintentaré reclamar el dinero, os lo doy gustosamente a ti y a Sophie. Escribir era unaenfermedad que me aquejó durante mucho tiempo, pero ya me he repuesto de ella.

”Puedes estar seguro de que no volveré a ponerme en contacto contigo. De ahoraen adelante te verás libre de mí, y te deseo una vida larga y feliz. Cuánto mejor que todohaya sido así. Eres mi mejor amigo, y mi única esperanza es que seas siempre el queeres. Lo mío es otra historia. Deséame suerte.”

No había firma al final de la carta, y durante una hora o dos intenté convencermede que se trataba de una broma pesada. Si Fanshawe la hubiera escrito, ¿por qué no ibaa firmarla? Me aferré a eso como prueba de que era una jugarreta, buscandodesesperadamente una excusa para negar lo que había sucedido. Pero ese optimismo noduró mucho, y poco a poco me obligué a enfrentarme a los hechos. Podía haber diversasrazones para omitir el nombre, y cuanto más lo pensaba, más claramente debíaconsiderar auténtica la carta. Un bromista se habría preocupado de incluir el nombre,pero la persona real no le daría importancia: solamente alguien que no se propusieraengañar tendría suficiente seguridad en si mismo como para cometer un error tanevidente. Y luego estaban las últimas frases de la carta: “... sigas siendo el que eres. Lomío es otra historia.” ¿Significaba eso que Fanshawe se había convertido en otrapersona? Indiscutiblemente vivía con otro nombre, pero ¿cómo vivía? ¿Y dónde? Elmatasellos de Nueva York era una pista, quizá, pero igualmente podría ser un subterfu-gio, una información falsa para despistarme. Fanshawe había tenido muchísimocuidado. Leí la carta una y otra vez, tratando de desmenuzarla, buscando una grieta, unaforma de leer entre líneas, pero no conseguí nada. La carta era opaca, un bloque deoscuridad que frustraba cualquier intento de penetrarlo. Al final renuncié, guardé lacarta en un cajón de mi mesa y reconocí que estaba perdido, que nada volvería a serigual para mí.

Lo que más me molestaba, creo, era mi propia estupidez. Considerándolo ahora,veo que todos los hechos me habían sido mostrados desde el principio, desde mi primerencuentro con Sophie. Durante años Fanshawe no publica nada, luego le dice a suesposa lo que tiene que hacer si le ocurre algo (ponerse en contacto conmigo, conseguirque publiquen su obra) y después desaparece. Era todo muy evidente. El hombre queríamarcharse y se marchó. Sencillamente se largó un buen día y dejó plantada a su esposaembarazada, y como ella confiaba en él, como le resultaba inconcebible que hiciera talcosa, no tenía mas remedio que pensar que había muerto. Sophie se había engañado,pero, dada la situación, era difícil ver qué otra cosa podría haber hecho. Yo no tenía esaexcusa. Ni una sola vez desde el principio había pensado a fondo en el asunto. Me habíaprecipitado a creer en su versión, me había recreado en aceptar su interpretación de loshechos, y luego había dejado de pensar por completo. A la gente la habían matado porcrímenes menores que ese.

Pasaron los días. Todos mis instintos me decían que confiase en Sophie, que leenseñara la carta, y sin embargo no fui capaz de hacerlo. Estaba demasiado asustado,demasiado inseguro respecto a cómo reaccionaría ella. Cuando mi estado de ánimo eramás fuerte, me decía a mí mismo que guardar silencio era la única manera de protegerla.¿A quién beneficiaría que ella supiera que Fanshawe la había dejado plantada? Seculparía a si misma por lo que había sucedido y yo no quería herirla. Debajo de aquelnoble silencio, sin embargo, había un segundo silencio de pánico y miedo. Fanshawe

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estaba vivo, y si yo dejaba que Sophie lo supiera, ¿qué supondría ese conocimiento paranuestra relación? La idea de que Sophie pudiera desear que él volviese era demasiadopara mí, y no tenía el valor de arriesgarme a descubrirlo. Quizá ése fue mi mayor fallo.Si hubiera creído lo suficiente en el amor de Sophie por mí, habría estado dispuesto aarriesgar cualquier cosa. Pero en aquel momento me pareció que no tenía elección y porlo tanto hice lo que Fanshawe me había pedido que hiciese, no por él, sino por mí.Encerré el secreto dentro de mí y aprendí a callarme.

Pasaron unos días más y luego le propuse matrimonio a Sophie. Habíamoshablado de ello antes, pero esta vez lo saqué del terreno de la conversación, dejándoleclaro que lo decía en serio. Me di cuenta de que actuaba de un modo desusado en mí(sin sentido del humor, inflexible), pero no podía remediarlo. La incertidumbre de lasituación era imposible de soportar, y sentí que tenía que resolver las cosas inmediata-mente. Sophie notó este cambio en mí, por supuesto, pero dado que no sabía la razóndel mismo, lo interpretó como un exceso de pasión, el comportamiento de un hombrenervioso y excesivamente ardiente, ansioso de conseguir lo que más deseaba (lo cualtambién era cierto). Sí, me dijo, se casaría conmigo. ¿Realmente había pensado algunavez que me rechazaría?

-Y también quiero adoptar a Ben -dije-. Quiero que lleve mi apellido. Esimportante que crezca creyendo que soy su padre.

Sophie me contestó que no habría aceptado otra cosa. Era lo único que teníasentido para los tres.

-Y quiero que sea pronto -continué-, lo antes posible. En Nueva York tardaríasun año en conseguir el divorcio, y eso es demasiado tiempo, no podría soportar esperartanto. Pero hay otros sitios, Alabama, Nevada, México, Dios sabe dónde. Podríamosmarcharnos de vacaciones, y cuando volviésemos, ya serias libre para casarte conmigo.

Sophie dijo que le gustaba cómo sonaba eso: “libre para casarte conmigo”. Sieso exigía irse a otro sitio durante algún tiempo, lo haría, dijo, iría a donde yo quisiera.

-Después de todo -dije-, ya hace más de un año que se fue, casi año y medio.Tienen que pasar siete años hasta que una persona muerta pueda ser declaradaoficialmente muerta. Pasan cosas, la vida continúa. Imagínate: ya hace casi un año quenos conocemos.

-Para ser exactos -contestó Sophie-, entraste por esa puerta por primera vez elventicinco de noviembre de 1976. Dentro de ocho días hará exactamente un año.

-Te acuerdas.-Claro que me acuerdo. Fue el día más importante de mi vida.Cogimos un avión con destino a Birmingham, Alabama, el veintisiete de

noviembre y volvimos a Nueva York en la primera semana de diciembre. El día oncenos casamos en el ayuntamiento y después tuvimos una cena alcohólica con veinte denuestros amigos. Pasamos esa noche en el Hotel Plaza, pedí que nos subieran eldesayuno a la habitación por la mañana y ese mismo día volamos a Minnesota con Ben.El dieciocho los padres de Sophie nos dieron una fiesta de boda en su casa y la nochedel veinticuatro celebramos una Navidad noruega. Dos días más tarde Sophie y yodejamos la nieve y nos fuimos a pasar semana y media en las Bermudas. Luego re-gresamos a Minnesota para recoger a Ben. Nuestro plan era empezar a buscar piso encuanto llegásemos a Nueva York. Cuando volábamos sobre el oeste de Pennsylvaniadespués de aproximadamente una hora de vuelo, Ben se hizo pis sobre mi regazo apesar de sus pañales. Cuando le enseñé la gran mancha oscura en mis pantalones, se rió,batió palmas y luego, mirándome directamente a los ojos, me llamó pa-pa por primeravez.

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Me aferré al presente. Pasaron varios meses y poco a poco empezó a parecer queme sería posible sobrevivir. Vivía en una madriguera, pero Sophie y Ben estaban allíconmigo y eso era todo lo que deseaba realmente. Con tal que me acordara de nolevantar la vista, el peligro no podría tocarnos.

Nos trasladamos a un piso en Riverside Drive en febrero. Instalarnos nos llevóhasta la mitad de la primavera y tuve pocas oportunidades de detenerme a pensar enFanshawe. Aunque la carta no desaparecía de mi cabeza por completo, ya norepresentaba la misma amenaza. Ahora me sentía seguro con Sophie y pensaba quenada podría separarnos, ni siquiera Fanshawe, ni siquiera Fanshawe en carne y hueso.Eso me parecía entonces, cada vez que aquello acudía a mi mente. Ahora entiendo hastaqué punto me estaba engañando, pero no lo descubrí hasta mucho tiempo después. Pordefinición, un pensamiento es algo de lo que eres consciente. El hecho de que nuncadejase de pensar en Fanshawe, de que él estuviera dentro de mí día y noche durantetodos aquellos meses, me era desconocido en aquella época. Y si no eres consciente detener un pensamiento, ¿es legítimo decir que estás pensando? Estaba obsesionado, quizáincluso poseído, pero no había ningún signo de ello, ninguna pista que me indicara loque estaba sucediendo.

Ahora mi vida diaria estaba llena. Apenas me daba cuenta de que trabajabamenos de lo que había trabajado en años. No tenía un puesto de trabajo al que acudirtodas las mañanas y puesto que Sophie y Ben estaban en el piso conmigo, no era muydifícil encontrar excusas para evitar mi mesa. Mi horario de trabajo se hizo muyflexible. En lugar de empezar a las nueve en punto todos los días, a veces no entraba enmi cuartito hasta las once o las once y media. Además, la presencia de Sophie en casaera una tentación constante. Ben dormía aún una o dos siestas al día y en esas horastranquilas, mientras él estaba durmiendo, me era difícil no pensar en el cuerpo deSophie. Con mucha frecuencia acabábamos haciendo el amor. Sophie estaba tanhambrienta como yo, y a medida que pasaban las semanas la casa se fue erotizandolentamente, transformándose en un dominio de posibilidades sexuales. El mundosubterráneo salió a la superficie. Cada habitación adquirió su propio recuerdo, cadalugar evocaba un momento diferente, de modo que, incluso en la calma de la vidapráctica, un determinado trozo de alfombra, digamos, o el umbral de una puertadeterminada, ya no eran estrictamente una cosa sino una sensación, un eco de nuestravida erótica. Habíamos entrado en la paradoja del deseo. Nuestra necesidad del otro erainagotable, y cuanto más la satisfacíamos, más parecía aumentar.

De vez en cuando Sophie hablaba de buscarse un trabajo, pero ninguno de losdos sentía ninguna urgencia al respecto. Nuestro dinero nos mantenía bien e inclusoconseguimos ahorrar un poco. El siguiente libro de Fanshawe, Milagros, estaba enpreparación, y el anticipo del contrato había sido más grande que el de El país de nuncajamás. De acuerdo con el plan que habíamos hecho Stuart y yo, los poemas saldrían seismeses después de Milagros, luego vendría la primera novela de Fanshawe,Oscurecimientos, y por último las obras de teatro. Ese mes de marzo empezamos arecibir los derechos de El país de nunca jamás, y con cheques llegando repentinamentepor uno u otro concepto, todos los problemas económicos se evaporaron. Como todo lodemás que me estaba ocurriendo, aquélla era una experiencia nueva para mí. Durantelos últimos ocho o nueve años mi vida había sido una constante brega, un frenéticoabalanzarse de un miserable artículo al siguiente, y me había considerado afortunadocuando podía tener cubiertos más de un mes o dos. La preocupación se había incrustado

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dentro de mí, era parte de mi sangre, de mis glóbulos rojos, y casi no sabía lo que erarespirar sin preguntarme si podía pagar la factura del gas. Ahora, por primera vez desdeque me ganaba la vida, me di cuenta de que ya no tenía que pensar en esas cosas. Unamañana, mientras estaba sentado ante mi mesa luchando con el último párrafo de unarticulo, buscando una frase que no encontraba, gradualmente caí en la cuenta de que seme había ofrecido una segunda oportunidad. Podía dejar aquello y empezar de nuevo.Ya no tenía que escribir artículos. Podía pasar a otras cosas, empezar a hacer el trabajoque siempre había querido hacer. Aquélla era mi oportunidad de salvarme, y decidí quesería un idiota si no la aprovechaba.

Pasaron más semanas. Entraba en mí cuarto todas las mañanas, pero no sucedíanada. Teóricamente, me sentía inspirado y cuando no estaba trabajando mi cabezaestaba llena de ideas. Pero cada vez que me sentaba para pasar algo al papel, mispensamientos parecían desvanecerse. Las palabras morían en el momento en quelevantaba la pluma. Empecé varios proyectos, pero nada cuajó realmente y uno por unolos fui dejando. Busqué excusas para explicar por qué no podía arrancar. Eso no fuedifícil, y al poco rato había encontrado toda una letanía: la adaptación a la vida decasado, las responsabilidades de la paternidad, mi nuevo cuarto de trabajo (que parecíademasiado angosto), la vieja costumbre de trabajar con una fecha límite, el cuerpo deSophie, la repentina e inesperada suerte, todo. Durante varios días incluso jugué con laidea de escribir una novela policíaca, pero luego me atasqué con la trama y no pudehacer encajar todas las piezas. Dejé que mi mente vagara sin propósito, esperandopersuadirme de que aquella ociosidad era prueba de que estaba reuniendo fuerzas, señalde que algo estaba a punto de suceder. Durante más de un mes lo único que hice fuecopiar pasajes de libros. Uno de ellos, de Spinoza, lo clavé en la pared: “Y cuandosueña que no quiere escribir, no tiene la capacidad de soñar que quiere escribir; ycuando sueña que quiere escribir no tiene la capacidad de soñar que no quiere escribir.”

Es posible que trabajando hubiera conseguido salir de aquel hoyo. Todavía notengo claro si se trataba de un estado permanente o de una fase pasajera. Mi impresiónvisceral es que durante algún tiempo estuve verdaderamente perdido, forcejeandodesesperadamente dentro de mí mismo, pero no creo que esto signifique que mi caso eradesesperado. Me estaban ocurriendo cosas. Estaba viviendo grandes cambios y aún erademasiado pronto para saber adónde me llevarían. Luego, inesperadamente, se presentóuna solución. Si ésa es una palabra demasiado favorable, lo llamaré un arreglo. Fuera loque fuera, le opuse muy poca resistencia. Y llegó en un momento en que yo estabavulnerable y mi juicio no era todo lo que debería haber sido. Éste fue mi segundo errorcrucial, y derivaba directamente del primero.

Estaba almorzando con Stuart un día cerca de su oficina en el Upper East Side.Hacia la mitad de la comida, me habló otra vez de los rumores sobre Fanshawe, y porprimera vez se me ocurrió que él estaba empezando a tener dudas. El tema le resultabatan fascinante que no podía dejarlo. Su actitud era socarrona, burlonamenteconspiratoria, pero empecé a sospechar que debajo de aquella pose estaba tratando depillarme para que confesara. Le seguí la corriente durante un rato, y luego, cansado deljuego, le dije que el único método infalible para zanjar la cuestión era encargar unabiografía. Hice este comentario con toda inocencia (como una cuestión lógica, no comouna sugerencia), pero a Stuart le pareció una idea espléndida. Empezó a derrocharentusiasmo: por supuesto, por supuesto, el mito Fanshawe explicado, absolutamenteevidente, por supuesto, la verdadera historia al fin. En cuestión de segundos lo teníatodo planeado. Yo escribiría el libro. Aparecería cuando se hubieran publicado todas lasobras de Fanshawe y yo tendría todo el tiempo que quisiera, dos años, tres, lo que fuera.Tendría que ser un libro extraordinario, añadió Stuart, un libro a la altura del propio

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Fanshawe, pero tenía mucha confianza en mí y sabía que yo podría hacerlo. La pro-puesta me pilló desprevenido y la traté como una broma. Pero Stuart hablaba en serio;no me permitiría rechazarla. Piénsalo un poco, me dijo, y luego dime lo que opinas.Seguí escéptico, pero para ser cortés le dije que lo pensaría. Acordamos que le daría unarespuesta definitiva a finales de mes.

Lo comenté con Sophie aquella noche, pero dado que no podía hablarlesinceramente, la conversación no me ayudó mucho.

-Eres tú quien debe decidirlo -me dijo-. Si te apetece hacerlo, creo que deberíasseguir adelante.

-¿A ti no te molesta?-No. Por lo menos, creo que no. Ya se me había ocurrido que antes o después

saldría un libro sobre él. Si ha de ser así, mejor que sea tuyo y no de otro.-Tendría que escribir sobre Fanshawe y tú. Podría resultar extraño.-Unas cuantas páginas bastarán. Mientras seas tú el que las escribas, no me

preocupa realmente.-Puede -dije, sin saber cómo continuar-. Supongo que la pregunta más difícil de

contestar es si quiero ponerme a pensar tanto en Fanshawe. Tal vez ha llegado elmomento de dejar que se desvanezca.

-La decisión es tuya. Pero la verdad es que tu podrías escribir ese libro mejorque nadie. Y no tiene por qué ser una biografía convencional, ¿comprendes? Podríashacer algo mucho más interesante.

-¿Como qué?-No sé, algo más personal, con más garra. La historia de vuestra amistad. Podría

tratar de ti tanto como de él.-Quizá. Por lo menos es una idea. Lo que me desconcierta es que te lo tomes con

tanta tranquilidad.-Estoy casada contigo y te quiero, ésa es la razón. Si tú decides que es algo que

quieres hacer, entonces yo estoy a favor de ello. No soy ciega, después de todo. Sé queestás teniendo dificultades con tu trabajo y a veces pienso que la culpa la tengo yo.Puede que ésta sea la clase de proyecto que necesitas para volver a empezar.

Secretamente yo había contado con que Sophie tomara la decisión por mí,suponiendo que ella se opondría, suponiendo que hablaríamos de ello una sola vez y ésesería el final del asunto. Pero había sucedido lo contrario. Yo mismo me habíaacorralado y de pronto me faltó valor. Dejé pasar un par de días y luego llamé a Stuart yle dije que haría el libro. Con eso me gané otra invitación a almorzar, y después mequedé solo.

Nunca me planteé contar la verdad. Fanshawe tenía que estar muerto, de locontrario el libro no tendría sentido. No sólo tendría que omitir la carta, sino que teníaque fingir que nunca se había escrito. No me andaré con rodeos respecto a lo queplaneaba hacer. Estuvo claro para mí desde el principio y me metí en ello con propósitode engaño. El libro era una obra de ficción. Aunque se basara en hechos reales, no podíacontar más que mentiras. Firmé el contrato y después me sentí como un hombre que havendido su alma.

Vagabundeé mentalmente durante varias semanas, buscando la manera deempezar. Toda vida es inexplicable, me repetía. Por muchos hechos que se cuenten, pormuchos datos que se muestren, lo esencial se resiste a ser contado. Decir que fulanitonació aquí y fue allá, que hizo esto y aquello, que se casó con esta mujer y tuvo estoshijos, que vivió, que murió, que dejó tras de sí estos libros o esta batalla o ese puente,nada de eso nos dice mucho. Todos queremos que nos cuenten historias, y las

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escuchamos del mismo modo que las escuchábamos de niños. Nos imaginamos laverdadera historia dentro de las palabras y para hacer eso sustituimos a la persona delrelato, fingiendo que podemos entenderle porque nos entendemos a nosotros mismos.Esto es una superchería. Existimos para nosotros mismos quizá, y a veces inclusovislumbramos quiénes somos, pero al final nunca podemos estar seguros, y mientrasnuestras vidas continúan, nos volvemos cada vez más opacos para nosotros mismos,más y más conscientes de nuestra propia incoherencia. Nadie puede cruzar la linde quele separa de otro por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo.

Me acordé de algo que me había sucedido ocho años antes, en junio de 1970.Con poco dinero y sin ninguna perspectiva inmediata para el verano, cogí un empleotemporal como empadronador en Harlem. Había veinte personas en mi grupo, un grupode trabajadores sobre el terreno contratados para perseguir a las personas que no habíanrespondido a los cuestionarios enviados por correo. Nos enseñaron durante varios díasen una polvorienta buhardilla enfrente del teatro Apolo y luego, cuando dominamos lascomplejidades de los impresos y las reglas básicas del comportamiento delempadronador, nos dispersamos por el barrio con nuestras bolsas rojas, blancas y azulescolgadas del hombro para llamar a las puertas, hacer preguntas y volver con los datos,El primer sitio al que fui resultó ser el cuartel general de una operación de lotería ilegal.La puerta se abrió una rendija, una cabeza asomó por ella (detrás pude ver a una docenade hombres en una habitación vacía escribiendo sobre largas mesas plegables) y me dijocortésmente que no les interesaba. Eso pareció marcar la pauta. En un apartamentohablé con una mujer medio ciega cuyos padres habían sido esclavos. A los veinteminutos de entrevista, finalmente cayó en la cuenta de que yo no era negro y se echó areír. Lo había sospechado desde el principio, me dijo, ya que mi voz era rara, pero lecostaba creerlo. Era la primera vez que una persona blanca entraba en su casa. En otroapartamento me encontré a once personas, ninguna de las cuales era mayor de veintidósaños. Pero en general no había nadie. Y cuando estaban en casa, no querían hablarconmigo ni dejarme entrar. Llegó el verano y las calles se volvieron calurosas yhúmedas, intolerables como sólo pueden serlo en Nueva York. Yo empezaba mi rondatemprano, yendo estúpidamente de casa en casa, sintiéndome cada vez más como unhombre recién llegado de la luna. Finalmente hablé con el supervisor (un negro quehablaba muy deprisa y llevaba chalinas de seda y una sortija de zafiro) y le expliqué miproblema. Fue entonces cuando me enteré de lo que realmente se esperaba de mí. Aaquel hombre le pagaban cierta cantidad por cada impreso que le entregara un miembrode su equipo. Cuanto mejores fueran nuestros resultados, más dinero entraría en subolsillo.

-Yo no voy a decirte lo que tienes que hacer -dijo-, pero me parece a mí que siya lo has intentado honradamente, no deberías sentirte demasiado mal.

-¿Por dejarlo? -le pregunté.-Por otra parte -continuó él filosóficamente-, el gobierno quiere impresos

rellenados. Cuantos más impresos reciban, mas contentos se pondrán. Yo sé que tú eresun chico inteligente y sé que no te salen cinco cuando sumas dos y dos. Que una puertano se abra cuando llamas a ella no quiere decir que no haya nadie dentro. Tienes queutilizar la imaginación, amigo mío. Después de todo, no queremos que el gobierno estédescontento, ¿verdad?

El trabajo se volvió considerablemente más fácil después de aquello, pero ya noera el mismo. Mi trabajo sobre el terreno se había convertido en un trabajo de mesa, yen lugar de investigador ahora era inventor. Cada dos días pasaba por la oficina pararecoger un nuevo paquete de impresos y entregar los que había terminado, pero apartede eso no tenía necesidad de salir de mi apartamento. No sé cuántas personas me

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inventé, pero debieron de ser cientos, quizá miles. Me sentaba en mi habitación con elventilador soplándome en la cara y una toalla mojada alrededor del cuello, llenandocuestionarios lo más deprisa que mi mano podía escribir. Me gustaban las familiasnumerosas -seis, ocho, diez hijos-, y me enorgullecía de perpetrar raras y complicadasredes de parentesco, sirviéndome de todas las combinaciones posibles: padres, hijos,primos, tíos, tías, abuelos, cónyuges consensuales, hijastros, hermanastros, hermanas-tras y amigos. Sobre todo, estaba el placer de inventar nombres. A veces tenía quefrenar mi impulso hacia lo extravagante -lo rabiosamente cómico, el retruécano, laspalabras obscenas-, pero en general me conformaba con permanecer dentro de loslimites del realismo. Cuando mi imaginación flaqueaba, siempre había ciertos artificiosmecánicos a los que recurrir: los colores (Brown, White, Black, Green, Grey, Blue), lospresidentes (Washington, Adams, Jefferson, Fillmore, Pierce), personajes de ficción(Finn, Starbuck, Dimmsdale, Budd). Me gustaban los nombres relacionados con el cielo(Orville Wright, Amelia Earhart), con el humor del cine mudo (Keaton, Langdon,Lloyd), con el béisbol (Killebrew, Mantle, Mays) y con la música (Schubert, Ives,Armstrong). En ocasiones rastreaba los nombres de parientes lejanos o antiguoscompañeros de colegio y una vez incluso utilicé un anagrama de mi propio nombre.

Era una actividad infantil, pero yo no tenía remordimientos. Tampoco era difícilde justificar. El supervisor no se opondría. La gente que vivía realmente en lasdirecciones que aparecían en los impresos no se opondría (no querían que lesmolestaran, y menos un chico blanco husmeando en sus asuntos personales) y elgobierno no se opondría ya que lo que no sabia no podía hacerle daño, ciertamente nomás del que ya se estaba haciendo a sí mismo. Incluso fui lo bastante lejos como paradefender mi preferencia por las familias numerosas basándola en razones políticas:cuanto mayor fuese la población pobre, más obligado se sentiría el gobierno a gastardinero en ella. Éste era el fraude de las almas muertas con un toque americano, y miconciencia estaba tranquila.

Eso era una parte del asunto. En el fondo estaba el simple hecho de que meestaba divirtiendo. Me proporcionaba placer sacarme nombres de la manga, inventarvidas que nunca habían existido, que nunca existirían. No era precisamente como crearlos personajes de un relato, sino algo más grandioso, algo mucho más inquietante. Todoel mundo sabe que los relatos son imaginarios. Sea cual sea el efecto que puedanhacernos, sabemos que no son verdad, incluso cuando nos hablan de verdades másimportantes que las que podemos encontrar en otra parte. Contrariamente a lo que pasacon el narrador, yo le ofrecía mis creaciones directamente al mundo real, y por lo tantome parecía posible que pudiesen afectar a ese mundo real de un modo real, quepudiesen finalmente convertirse en parte de la realidad misma. Ningún escritor podríapedir más.

Todo esto me vino a la memoria cuando me senté a escribir sobre Fanshawe.Una vez había dado a luz mil almas imaginarias. Ahora, ocho años más tarde, iba acoger a un hombre vivo y a meterlo en su tumba. Yo era el principal deudo y el sa-cerdote oficiante en ese funeral fingido, mi tarea consistía en pronunciar las palabrasadecuadas, en decir lo que todo el mundo quería oír. Los dos actos eran opuestos eidénticos, imágenes reflejadas el uno del otro. Pero eso no me consolaba. El primerfraude había sido una broma, solamente una aventura juvenil, mientras que el segundofraude era serio, algo oscuro y aterrador. Estaba cavando una tumba, después de todo, yhabía momentos en que empezaba a preguntarme si no sería la mía.

Las vidas no tienen sentido, argumenté. Un hombre vive y luego muere, y lo quesucede en medio no tiene sentido. Pensé en la historia de La Chère, un soldado quetomó parte en una de las primeras expediciones francesas a América. En 1562, Jean

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Ribaut dejó a cierto número de hombres en Port Royal (cerca de Hilton Head, Carolinadel Sur) bajo el mando de Albert de Pierra, un loco que gobernaba por medio del terrory la violencia. “Ahorcó con sus propias manos a un tamborilero que había caído endesgracia ante él”, escribe Francis Parkman, “y desterró a un soldado, de nombre LaChère, a una isla desierta, a tres leguas del fuerte, donde le abandonó para que muriesede hambre.” Finalmente Albert fue asesinado por sus hombres en un levantamiento, yLa Chère, medio muerto, fue rescatado de la isla. Uno pensaría que La Chère estaría apartir de entonces a salvo, que, habiendo sobrevivido a su terrible castigo, estaríaexonerado de nuevas catástrofes. Pero nada es tan simple. No hay probabilidades quevencer, no hay reglas que pongan límites a la mala suerte, y en cada momento empe-zamos de nuevo, tan a punto de recibir un golpe bajo como lo estábamos en el momentoanterior. Todo se vino abajo en la colonia. Los hombres no tenían talento paraenfrentarse a un territorio virgen, y la hambruna y la nostalgia se adueñaron de ellos.Utilizando unas cuantas herramientas improvisadas, gastaron todas sus energías enconstruir un barco “digno de Robinson Crusoe” para regresar a Francia. En el Atlántico,otra catástrofe: no había viento, los alimentos y el agua se agotaron. Los hombresempezaron a comerse sus zapatos y sus justillos de cuero, algunos bebieron agua de marpor pura desesperación y varios murieron. Luego vino la inevitable caída en el ca-nibalismo. “Lo echaron a suertes”, escribe Parkman, “y le tocó a La Chère, el mismodesdichado hombre que Albert había condenado a morir de inanición en una isladesierta. Le mataron y con voraz avidez se repartieron su carne. La espantosa comidales sostuvo hasta que apareció tierra a la vista, momento en el que, según se dice, en undelirio de alegría, ya no pudieron gobernar su navío y lo dejaron a merced de la marea.Un pequeño barco inglés recaló sobre ellos, los trasladó a bordo y, después dedesembarcar a los más débiles, llevó al resto como prisioneros ante la reina Isabel.”

Utilizo a La Chère sólo como ejemplo. Considerando otros destinos, el suyo noes nada extraño, quizá es incluso más benigno que la mayoría. Por lo menos él viajó enlínea recta, y eso en sí mismo es raro, casi una bendición. En general, las vidas parecenvirar bruscamente de una cosa a otra, moverse a empellones y trompicones, serpentear.Una persona va en una dirección, gira abruptamente a mitad de camino, da un rodeo, sedetiene, echa a andar de nuevo. Nunca se sabe nada, e inevitablemente llegamos a unsitio completamente diferente de aquel al que queríamos llegar. En mi primer año comoalumno de Columbia, pasaba todos los días, camino de clase, junto a un busto deLorenzo Da Ponte. Le conocía vagamente como el libretista de Mozart, pero luego meenteré de que también había sido el primer profesor italiano que había tenido Columbia.Una cosa parecía incompatible con la otra, así que decidí investigar, curioso poraveriguar cómo un hombre podía acabar viviendo dos vidas tan diferentes. Resultó queDa Ponte había vivido cinco o seis. Nació con el nombre de Emmanuele Conegliano en1749, hijo de un comerciante de cueros judío. Después de la muerte de su madre, supadre contrajo un segundo matrimonio con una católica y decidió que él y sus hijos sebautizaran. El joven Emmanuele era un estudiante prometedor y cuando tenía catorceaños el obispo de Cenada (monseñor Da Ponte) tomó al muchacho bajo su protección yle costeó su educación para el sacerdocio. Según era costumbre de la época, el discípuloadoptó el nombre de su benefactor. Da Ponte fue ordenado en 1773 y se convirtió enmaestro de seminario, especialmente volcado en el latín, el italiano y la literaturafrancesa. Además de hacerse partidario de la Ilustración, se vio envuelto en variascomplicadas aventuras amorosas, tuvo relaciones con una aristócrata veneciana ysecretamente fue padre de un niño. En 1776 auspició un debate público en el seminariode Treviso que planteaba la cuestión de sí la civilización había logrado hacer más feliz ala humanidad. A consecuencia de esta afrenta a los principios de la Iglesia, se vio

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obligado a huir, primero a Venecia, luego a Gorizia y finalmente a Dresde, dondecomenzó su nueva carrera de libretista. En 1782 marchó a Viena con una carta depresentación para Salieri y finalmente fue contratado como “poeta dei teatri imperiali”,un puesto que desempeñó durante casi diez años. Fue durante este periodo cuandoconoció a Mozart y colaboró con él en las tres óperas que han salvado su nombre delolvido. En 1740, sin embargo, cuando Leopoldo II redujo la actividad musical en Vienadebido a la guerra con los turcos, Da Ponte se encontró sin trabajo. Se fue a Trieste y seenamoró de una inglesa llamada Nancy Grahl o Krahl (el nombre aún está endiscusión). Desde allí ambos viajaron a París y luego a Londres, donde se quedarontrece años. El trabajo musical de Da Ponte se limitó a escribir unos cuantos libretos paracompositores poco importantes. En 1805 él y Nancy emigraron a América, donde viviólos últimos treinta y tres años de su vida, trabajando durante algún tiempo como tenderoen Nueva Jersey y Pennsylvania y muriendo a la edad de ochenta y nueve años. Fue unode los primeros italianos enterrados en el Nuevo Mundo. Poco a poco, todo habíacambiado para él. Del apuesto e hipócrita mujeriego de su juventud, un oportunistametido en intrigas políticas tanto de la Iglesia como de la corte, pasó a ser un ciudadanoabsolutamente corriente en Nueva York, lugar que en 1805 debió de parecerle el fin delmundo. De todo aquello a esto: un profesor muy trabajador, un marido cumplidor, elpadre de cuatro hijos. Se dice que cuando uno de sus hijos murió el dolor le trastornótanto que se negó a salir de casa durante casi un año. La cuestión es que, al final, cadavida es irreductible a nada que no sea ella misma. Lo cual equivale a decir: Las vidas notienen sentido.

No tengo intención de insistir en esto. Pero las circunstancias bajo las cuales lasvidas cambian de rumbo son tan diversas que lo lógico sería no decir nada sobre unhombre hasta que muere. La muerte no sólo es el único verdadero árbitro de la felicidad(comentario de Solón), sino que es la única medida por la cual podemos juzgar la vidamisma. Conocí a un vagabundo que hablaba como un actor de Shakespeare, un apaleadoalcohólico de mediana edad con costras en la cara y harapos en lugar de ropa, quedormía en la calle y me pedía dinero constantemente. Sin embargo, en otro tiempo habíasido el dueño de una galería de arte en Madison Avenue. Conocí a otro que una vezhabía sido considerado el novelista joven más prometedor de América.

Cuando yo le conocí acababa de heredar quince mil dólares de su padre y estabaparado en una esquina de Nueva York dándoles billetes de cien dólares a losdesconocidos que pasaban. Todo era parte de un plan para destruir el sistema eco-nómico de los Estados Unidos, me explicó. Piensen en las cosas que pasan, piensen encómo estallan las vidas. Goffe y Whalley, por ejemplo, dos de los jueces quecondenaron a muerte a Carlos I, llegaron a Connecticut después de la Restauración ypasaron el resto de sus vidas en una cueva. O la señora Winchester, la viuda delfabricante de rifles, que temía que los espíritus de las personas que habían muerto pordisparos hechos con los rifles de su marido vinieran a llevarse su alma, y por lo tantocontinuamente añadía habitaciones a su casa, creando un monstruoso laberinto depasillos y escondites, de modo que pudiera dormir en una habitación diferente cadanoche y así eludir a los fantasmas. La ironía es que durante el terremoto de SanFrancisco de 1906 quedó atrapada en una de estas habitaciones y estuvo a punto demorir de inanición porque los sirvientes no la encontraban. También está M. M.Bakhtin, el critico y filósofo literario ruso. Durante la invasión alemana de Rusia en laSegunda Guerra Mundial se fumó la única copia de uno de sus manuscritos, un estudiosobre la literatura alemana que tenía la extensión de un libro y le había llevado añosescribir. Una por una, cogió las páginas del manuscrito y utilizó el papel para liar suscigarrillos, fumándose cada día un poco más del libro hasta que no quedó nada. Estas

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historias son verdaderas. También son parábolas quizá, pero significan lo que significansolamente porque son verdaderas.

En su obra, Fanshawe muestra un particular cariño por las historias de este tipo.Especialmente en los cuadernos, hay un constante relatar de pequeñas anécdotas, ycomo son tan frecuentes -más aún hacia el final-, uno empieza a sospechar queFanshawe pensaba que de alguna manera podían ayudarle a entenderse a sí mismo. Unade las últimas (de febrero de 1976, justo dos meses antes de que desapareciera) meparece significativa.

“En un libro de Peter Freuchen que leí una vez”, escribe Fanshawe, “el famosoexplorador del Ártico cuenta que quedó atrapado por una tormenta de nieve en el nortede Groenlandia. Solo con sus víveres disminuyendo, decidió construir un iglú y esperara que amainara la tormenta. Pasaron muchos días. Temeroso, sobre todo, de ser atacadopor los lobos -porque les oía merodear hambrientos junto al tejado de su iglú-,periódicamente salía fuera y cantaba a pleno pulmón para asustarlos. Pero el vientosoplaba furiosamente, y por muy alto que cantase, lo único que oía era el viento. Sinembargo, si bien éste era un problema grave, el problema del propio iglú era muchomayor. Porque Freuchen empezó a notar que las paredes de su pequeño refugio ibangradualmente cerrándose sobre él. Debido a las peculiares condiciones atmosféricas enel exterior, su aliento literalmente congelaba las paredes y con cada respiración éstas sevolvían más gruesas y el iglú se hacía más pequeño, hasta que finalmente casi noquedaba espacio para su cuerpo. Ciertamente es aterrador imaginar que tu propiarespiración te va metiendo en un ataúd de hielo, en mi opinión, es considerablementemás angustioso que, digamos, El pozo y el péndulo de Poe. Porque en este caso es elhombre mismo el agente de su destrucción y, además, el instrumento de esa destrucciónes precisamente lo que necesita para mantenerse vivo. Porque ciertamente un hombre nopuede vivir si no respira. Pero al mismo tiempo no vivirá si respira. Curiosamente, norecuerdo cómo consiguió Freuchen escapar de aquella apurada situación. Pero no hacefalta decir que escapó. El título del libro, si no recuerdo mal, es Aventura Ártica. Hacemuchos años que está agotado.”

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En junio de ese año (1978) Sophie, Ben y yo fuimos a Nueva Jersey para ver a lamadre de Fanshawe. Mis padres ya no vivían en la casa de al lado (se habían retirado aFlorida) y yo no había vuelto desde hacia años. Puesto que era la abuela de Ben, laseñora Fanshawe se había mantenido en contacto con nosotros, pero las relaciones eranalgo difíciles. Parecía haber en ella una corriente oculta de hostilidad hacia Sophie,como si secretamente la culpara por la desaparición de Fanshawe, y este resentimientosalía a la superficie de vez en cuando en algún comentario casual. Sophie y yo lainvitábamos a comer a intervalos razonables, pero ella raras veces aceptaba, y cuando lohacía, se sentaba con nosotros nerviosa y sonriente, parloteando a su manera irritable,fingiendo admirar al niño, haciéndole a Sophie cumplidos inapropiados y diciéndoleque era una chica muy afortunada, y luego se marchaba temprano, siempre levantándoseen mitad de una conversación y soltando que había olvidado que tenía otra cita. Sinembargo, era difícil tenérselo en cuenta. Nada le había salido muy bien en la vida, y aaquellas alturas ya había dejado de esperar que fuese de otra manera. Su marido habíamuerto; su hija había tenido una larga serie de crisis mentales y ahora vivía a base detranquilizantes en un centro de readaptación; su hijo había desaparecido. Aún guapa alos cincuenta (de niño yo pensaba que era la mujer más arrebatadora que había visto

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nunca), iba tirando gracias a variadas y turbias aventuras amorosas (la nómina dehombres cambiaba continuamente), viajes a Nueva York para hacer compras y supasión por el golf. El éxito literario de Fanshawe la había cogido por sorpresa, pero unavez que se había acostumbrado a él, estaba absolutamente dispuesta a asumir laresponsabilidad de haber dado a luz un genio. Cuando la llamé para hablarle de labiografía, pareció deseosa de ayudarme. Tenía cartas, fotografías y documentos, medijo, y me enseñaría todo lo que yo quisiera.

Llegamos allí a media mañana y después de un embarazoso comienzo, seguidode una taza de café en la cocina y una larga charla acerca del tiempo, nos llevó a laantigua habitación de Fanshawe en el piso de arriba. La señora Fanshawe se habíapreparado concienzudamente para mi llegada y todo el material estaba dispuesto enordenadas filas sobre lo que había sido la mesa de estudio de Fanshawe. Yo me quedéaturdido por la acumulación. Sin saber qué decir, le di las gracias por ser tan eficaz,pero en realidad estaba asustado, abrumado por el volumen de lo que había allí. Unosminutos más tarde la señora Fanshawe, Sophie y Ben bajaron y salieron al jardín trasero(era un día cálido y soleado) y yo me quedé allí solo. Recuerdo que miré por la ventanay vi a Ben andando como un pato por la hierba con su mono relleno de pañales,chillando y señalando a un tordo que pasó volando bajo. Di unos golpecitos en laventana, y cuando Sophie se volvió y levantó la vista, la saludé con la mano. Ella mesonrió, me tiró un beso y luego se alejó para inspeccionar un parterre con la señoraFanshawe.

Me instalé detrás de la mesa. Era algo terrible estar sentado en aquellahabitación y no sabia cuánto tiempo podría soportarlo. El guante de béisbol deFanshawe estaba en un estante con una pelota arañada dentro; en los estantes que habíaencima y debajo del guante estaban los libros que él había leído de niño. Directamentedetrás de mí estaba la cama, con la misma colcha de cuadros blancos y azules que yorecordaba. Aquélla era la prueba tangible, los restos de un mundo muerto. Yo habíaentrado en el museo de mi propio pasado y lo que encontré casi me aplasta.

En una pila: la partida de nacimiento de Fanshawe, las notas escolares deFanshawe, las insignias de boy scout de Fanshawe, el diploma del instituto deFanshawe. En otra pila: fotografias. Un álbum de Fanshawe de bebé; un álbum de Fan-shawe y su hermana; un álbum de la familia (Fanshawe con dos años sonriendo en losbrazos de su padre, Fanshawe y Ellen abrazando a su madre en el columpio del jardíntrasero, Fanshawe rodeado de sus primos). Y luego las fotos sueltas, en carpetas, ensobres, en cajitas: docenas de Fanshawe y yo juntos (nadando, jugando al béisbol,montando en bicicleta, haciendo muecas en el jardín; mi padre con nosotros dos monta-dos a la espalda; el pelo corto, los vaqueros anchos, los coches antiguos detrás denosotros: un Packard, un DeSoto, una rubia Ford con paneles de madera). Fotos de laclase, fotos del equipo, fotos del campamento. Fotos de carreras, de partidos. Sentadosen una canoa, tirando de una cuerda en una competición. Y al final, después del montón,unas cuantas de años posteriores: Fanshawe como yo no le había visto nunca. Fanshawede pie en el jardín de la universidad de Harvard; Fanshawe en la cubierta de unpetrolero de Esso; Fanshawe en París, delante de una fuente de piedra. Por último, unasola foto de Fanshawe y Sophie: Fanshawe con un aspecto más viejo y más severo; ySophie terriblemente joven, guapísima y, a la vez, distraída, como si no pudieraconcentrarse. Respiré hondo y luego me eché a llorar, de repente, sin ser conscientehasta el último momento de que tenía aquellas lágrimas dentro de mí, sollozando fuerte,estremeciéndome con la cara entre las manos.

Una caja que se encontraba a la derecha de las fotografías estaba llena de cartas,por lo menos cien, que comenzaban a la edad de ocho años (la escritura torpe de un

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niño, tiznones de lápiz y borraduras) y seguían hasta principios de los setenta. Habíacartas de la universidad, cartas del barco, cartas de Francia. La mayoría de ellas ibandirigidas a Ellen, y muchas eran bastante largas. Supe inmediatamente que eranvaliosas, sin duda más valiosas que todo lo demás que había en el cuarto, pero no tuvevalor para leerlas allí. Esperé diez o quince minutos y luego bajé para reunirme con losdemás.

La señora Fanshawe no quería que los originales salieran de la casa, pero notenía inconveniente en que las cartas fuesen fotocopiadas. Incluso se ofreció ella misma,pero le dije que no se molestara: yo volvería otro día y me encargaría de eso.

Tomamos un almuerzo informal en el patio. Ben dominó la escena yendo yviniendo hasta las flores entre cada bocado de su sandwich y a las dos de la tarde yaestábamos listos para volver a casa. La señora Fanshawe nos llevó a la estación deautobuses y nos besó a los tres para despedirnos, mostrando más emoción que en ningúnotro momento durante la visita. Cinco minutos más tarde el autobús arrancó, Ben sedurmió en mi regazo y Sophie me cogió la mano.

-No ha sido un día muy feliz, ¿verdad? -me dijo.-Uno de los peores -contesté.-Tener que mantener la conversación con esa mujer durante cuatro horas. Yo me

he quedado sin nada que decir en cuanto hemos llegado.-Probablemente no le agradamos mucho.-No, creo que no.-Pero eso es lo de menos.-Ha sido duro estar solo allí arriba, ¿no?-Muy duro.-¿Te lo has replanteado?-Me temo que sí.-No te culpo. Todo este asunto se está volviendo bastante espantoso.-Tendré que volver a pensármelo. Ahora mismo estoy empezando a pensar que

he cometido un gran error.

Cuatro días después la señora Fanshawe me telefoneó para decirme que semarchaba a pasar un mes a Europa y que quizá seria una buena idea que atendiéramos anuestro asunto antes (ésas fueron sus palabras). Yo había pensado dejarlo correr, peroantes de que se me ocurriera una excusa decente para no ir, me oí aceptando hacer elviaje el lunes siguiente. Sophie no quiso acompañarme y no le insistí para que cambiarade opinión. Ambos pensábamos que una visita familiar había sido suficiente.

Jane Fanshawe me recibió en la estación de autobuses, toda sonrisas yafectuosos holas. Desde el mismo momento en que subí a su coche intuí que las cosasiban a ser diferentes esta vez. Había hecho un esfuerzo para arreglarse (pantalonesblancos, una blusa de seda roja, el cuello bronceado y sin arrugas a la vista) y era difícilno notar que estaba tentándome para que la mirase, para que reconociese el hecho deque seguía siendo hermosa. Pero había algo más que eso: un tono vagamente insinuanteen su voz, un dar por sentado que éramos viejos amigos, que teníamos una relacióníntima debido al pasado, y qué suerte que hubiera venido solo, así tendríamos libertadpara hablar abiertamente. Lo encontré todo de mal gusto y no dije más que loimprescindible.

-Menuda familia tienes, muchacho -dijo, volviéndose hacia mi cuando nosdetuvimos en un semáforo.

-Sí -dije-. Menuda familia.

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-El niño es adorable, desde luego. Un verdadero encanto. Pero un poco salvaje,¿no te parece?

-Sólo tiene dos años. La mayoría de los niños suelen ser vivaces a esa edad.-Por supuesto. Pero yo creo que Sophie le consiente. Parece tan divertida todo el

rato, no sé si me entiendes. No es que yo esté en contra de la risa, pero un poco dedisciplina tampoco le vendría mal.

-Sophie actúa así con todo el mundo -dije-. Una mujer alegre tiene que ser unamadre alegre. Que yo sepa, Ben no tiene ninguna queja.

Hubo una ligera pausa y luego, cuando arrancamos de nuevo, mientras íbamospor una ancha avenida comercial, Jane Fanshawe añadió:

-Es una chica afortunada, esa Sophie. Ha tenido la suerte de caer de pie. Hatenido la suerte de encontrar a un hombre como tú.

-A mí me parece que ha sido al revés -dije.-No deberías ser tan modesto.-No lo soy. Lo que pasa es que sé de lo que estoy hablando. Hasta ahora, toda la

suerte ha estado de mi lado.Sonrió leve, enigmáticamente, como si me juzgara un zopenco y, a la vez, me

concediera el tanto, consciente de que yo no iba a darle una oportunidad. Cuandollegamos a su casa unos minutos más tarde, ella parecía haber abandonado su tácticainicial. No volvió a mencionar a Sophie y Ben y se convirtió en un modelo de solicitud,diciéndome cuánto se alegraba de que estuviera escribiendo un libro sobre Fanshawe,actuando como si su ánimo hubiera cambiado de verdad, como si fuese una aprobacióndefinitiva, no sólo del libro sino de mí. Luego, entregándome las llaves de su coche, medijo cómo llegar a la tienda de fotocopias más cercana. El almuerzo me estaríaesperando cuando volviese, me dijo.

Tardaron más de dos horas en fotocopiar las cartas y cuando regresé a la casaera casi la una. Allí estaba el almuerzo, efectivamente, y era un despliegueimpresionante: espárragos, salmón frío, queso, vino blanco, de todo. Estaba puesto en lamesa del comedor, acompañado de flores y de lo que claramente era su mejor vajilla. Lasorpresa debió de reflejarse en mi cara.

-Quería que fuese una ocasión festiva -dijo la señora Fanshawe-. No tienes niidea de lo bien que me siento al tenerte aquí. Todos los recuerdos que me traes. Escomo si las cosas malas no hubieran ocurrido nunca.

Sospeché que ella ya había empezado a beber mientras yo estaba fuera. Aún eradueña de sí, sus movimientos eran seguros, pero había cierto espesamiento en su voz,una vacilación, una cualidad efusiva que antes no estaba presente. Mientras nossentábamos a la mesa me dije que debía estar alerta. Sirvió el vino en dosis generosas ycuando vi que prestaba más atención a su copa que a su plato, picoteando la comida yfinalmente olvidándola por completo, empecé a esperar lo peor. Después de un poco decharla ociosa acerca de mis padres y de mis dos hermanas menores, la conversación seconvirtió en un monólogo.

-Es extraño -dijo-, es extraño cómo salen las cosas en la vida. Nunca sabes loque va a suceder en el momento siguiente. Aquí estás tú, el niño que vivía en la casa deal lado. Eres la misma persona que correteaba por esta casa con los zapatos llenos debarro, convertido en un hombre ahora. Eres el padre de mi nieto, ¿te das cuenta de eso?Estás casado con la mujer de mi hijo. Si alguien me hubiese dicho hace diez años queéste era el futuro, me habría echado a reír. Eso es lo que finalmente se aprende de lavida: lo extraña que es. No se puede seguir el curso de los acontecimientos. Ni siquierapuede uno imaginarlos.

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“Incluso te pareces a él, ¿sabes? Siempre os parecisteis, como hermanos, casicomo gemelos. Recuerdo que cuando erais pequeños a veces yo os confundía desdelejos. Ni siquiera sabía cuál de los dos era el mío.

”Sé cuánto le querías, cuánto le admirabas. Pero deja que te diga algo, querido.Él no valía ni la mitad que tú. Era frío por dentro. Estaba muerto por dentro, y creo quenunca quiso a nadie, ni una vez, nunca en su vida. A veces os veía a ti y a tu madre alotro lado del jardín, cómo corrías hacia ella y le echabas los brazos al cuello, cómodejabas que te besara, y allí mismo, delante de mis narices, veía todo lo que yo no teníacon mi hijo. Él no dejaba que le tocara, ¿sabes? A partir de los cuatro o cinco años seretraía cada vez que me acercaba a él. ¿Cómo crees que se siente una mujer cuando supropio hijo la desprecia? Yo era tan condenadamente joven entonces... No tenía niveinte años cuando nació él. Imagínate lo que se siente al ser rechazado así.

”No digo que fuera malo. Era un ser aislado, un niño sin padres. Nada de lo queyo decía le afectaba. Y era lo mismo con su padre. Se negaba a aprender nada denosotros. Robert lo intentó una y otra vez, pero nunca pudo comunicarse con él. Claroque no se puede castigar a alguien por una falta de cariño, ¿verdad? No puedes ordenara un niño que te quiera sólo porque es tu hijo.

”Y estaba Ellen, por supuesto. La pobre y torturada Ellen. Era bueno con ella,los dos lo sabemos. Pero demasiado bueno en cierta manera, y al final eso no labenefició nada. Él le hizo un lavado de cerebro. La hizo tan dependiente de él que ellaempezó a pensárselo dos veces antes de acudir a nosotros. Él era el que la entendía, élera el que le daba consejo, él era el que podía resolver sus problemas. Robert y yo noéramos más que extras. Para ellos casi no existíamos. Ellen confiaba tanto en suhermano que al final le entregó su alma. No digo que él supiera lo que hacía, pero yotodavía tengo que vivir con los resultados. La chica tiene veintisiete años, pero actúacomo si tuviera catorce, y eso cuando está bien. Está tan confusa tan aterrada... Un díapiensa que me he propuesto destruirla, al día siguiente me llama treinta veces porteléfono. Treinta veces. No puedes ni remotamente imaginar lo que es.

”Ellen es la razón de que él nunca publicase su trabajo, ¿sabes? Por ella dejóHarvard después del segundo curso. Él entonces escribía poesía, y cada pocas semanasle mandaba un montón de manuscritos. Ya sabes cómo son esos poemas. Casiimposibles de entender. Muy apasionados, por supuesto, llenos de vehementesregañinas y exhortaciones, pero tan oscuros que uno pensaría que están escritos enclave. Ellen se pasaba horas descifrándolos, actuando como si su vida dependiera deello, tratando los poemas como mensajes secretos, oráculos escritos directamente paraella. Creo que él no tenía ni idea de lo que sucedía. Su hermano se había ido,¿comprendes?, y aquellos poemas eran lo único que le quedaban de él. La pobrecriatura. Sólo tenía quince años, y ya se estaba desmoronando. Estudiaba aquellaspáginas hasta que estaban arrugadas y sucias y las llevaba a todas partes adonde iba.Cuando se ponía realmente mal, se acercaba a los desconocidos en el autobús y se lasponía en las manos a la fuerza. “Lea estos poemas”, les decía. “Le salvarán la vida.”

”Acabó teniendo su primera crisis grave, claro está. Un día se apartó de mí en elsupermercado, y antes de que yo me diera cuenta de lo que hacía, estaba cogiendo esasgrandes botellas de zumo de manzana de las estanterías y estampándolas contra el suelo.Una tras otra, como si estuviera loca, de pie en medio de los cristales rotos, mientras lesangraban los tobillos y el zumo corría por todas partes. Fue horrible. Se puso tan fuerade sí que fueron necesarios tres hombres para sujetarla y llevársela.

”No digo que su hermano fuera responsable de ello. Pero aquellos malditospoemas ciertamente contribuyeron, y con razón o sin ella él se culpó a sí mismo. Apartir de entonces nunca intentó publicar nada. Vino a visitar a Ellen al hospital y creo

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que fue demasiado para él, verla de aquella manera, totalmente fuera de si, totalmenteloca, chillándole y acusándole de odiarla. Fue un verdadero brote esquizoide, ¿sabes?, yél no pudo soportarlo. Fue entonces cuando hizo el juramento de no publicar. Fue unaespecie de penitencia, creo, y la mantuvo durante el resto de su vida, la mantuvo deaquella manera obstinada y brutal característica de él, hasta el final.

”Unos dos meses después recibí una carta suya informándome de que habíadejado la universidad. No me pedía consejo, no vayas a creer, me decía lo que habíahecho. Querida madre, etcétera, etcétera, todo muy noble e imponente. Dejo launiversidad para librarte de la carga económica de mantenerme. Con la enfermedad deEllen, los enormes costes médicos, una cosa y otra, etcétera, etcétera.

”Yo estaba furiosa. Un chico como él tirando sus estudios por la ventana sinningún motivo. Era un acto de sabotaje, pero yo no podía hacer nada al respecto. Ya sehabía ido de la universidad. El padre de un amigo suyo de Harvard tenía alguna relacióncon navieras (creo que representaba al sindicato de marineros o algo así) y consiguió lospapeles gracias a ese hombre. Cuando la carta me llegó, él ya estaba en algún lugar deTexas, y eso fue todo. No volví a verle hasta cinco años después.

”Más o menos cada mes llegaba una carta o una postal para Ellen, pero nuncallevaba remite. París, el sur de Francia, Dios sabe dónde, pero se aseguraba de que notuviésemos manera de ponernos en contacto con él. Encontré despreciable estecomportamiento. Cobarde y despreciable. No me preguntes por qué guardé las cartas.Lamento no haberlas quemado. Eso es lo que debería haber hecho. Quemarlas todas.

Continuó así durante más de una hora, la amargura de sus palabras aumentabagradualmente, en algún punto alcanzaron un momento de sostenida claridad, y luego,después del siguiente vaso de vino, fueron perdiendo coherencia. Su voz era hipnótica.Yo sentía que mientras ella continuara hablando, ya nada podía afectarme. Era unasensación de ser inmune, de estar protegido de las palabras que salían de su boca.Apenas me molestaba en escucharlas. Yo flotaba dentro de aquella voz, estaba rodeadode ella, sostenido por su persistencia, llevado por el flujo de sílabas, las subidas ybajadas, las olas. Cuando la luz de la tarde entró a raudales por las ventanas y dio sobrela mesa, centelleando en las salsas, la mantequilla derretida, las botellas verdes de vino,todo en la habitación se volvió tan radiante y tranquilo que empecé a encontrar irrealestar allí sentado dentro de mi propio cuerpo. Me estoy derritiendo, me dije, viendocómo la mantequilla se ablandaba en su plato, y una o dos veces incluso pensé que nodebía dejar que aquello siguiera así, que no debía permitir que el momento se meescapara, pero al final no hice nada, porque de alguna manera sentí que no podía.

No me disculpo por lo que sucedió. La embriaguez nunca es más que unsíntoma, no una causa absoluta, y me doy cuenta de que estaría mal que intentasedefenderme. No obstante, por lo menos existe la posibilidad de una explicación. Ahoraestoy bastante seguro de que lo que siguió tenía tanto que ver con el pasado como con elpresente, y me parece raro, ahora que lo considero con cierta distancia, ver cómoalgunos antiguos sentimientos finalmente me alcanzaron aquella tarde. Mientras estabaallí sentado escuchando a la señora Fanshawe, me resultaba difícil no recordar cómo lahabía visto de niño, y una vez que esto comenzó a suceder, me encontré tropezando conimágenes que no había recordado desde hacía años. Había una en particular que meimpactó con gran fuerza: una tarde de agosto cuando yo tenía trece o catorce años,mirando por la ventana de mi dormitorio hacía el jardín de la casa de al lado vi a laseñora Fanshawe salir con un bañador de dos piezas, desabrocharsedespreocupadamente la parte de arriba y echarse en una tumbona dando la espalda alsol. Todo esto sucedió por casualidad. Yo había estado sentado junto a mi ventanafantaseando y luego, inesperadamente, una hermosa mujer entra en mi campo de visión,

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casi desnuda, sin ser consciente de mí presencia, como si la hubiera invocado yo mismo.Esta imagen permaneció conmigo durante mucho tiempo y volví a ella a menudodurante mi adolescencia: la lascivia de un niño, la esencia de las fantasías nocturnas.Ahora que aquella mujer al parecer estaba seduciéndome, yo casi no sabía qué pensar.Por una parte, encontraba la escena grotesca. Por otra, había algo natural en ella, inclusológico, y sentí que si no utilizaba toda mi energía para luchar contra ella, iba a permitirque sucediera.

No hay duda de que ella me hizo compadecería. Su versión de Fanshawe era tanangustiada, tan llena de señales de auténtica infelicidad, que gradualmente me ablandé,caí en su trampa. Lo que todavía no entiendo, sin embargo, es hasta qué punto ella eraconsciente de lo que estaba haciendo. ¿Lo había planeado de antemano o aquellosucedió de forma espontánea? ¿Era su digresivo discurso una maniobra para minar miresistencia o un estallido espontáneo de verdadero sentimiento? Sospecho que meestaba diciendo la verdad sobre Fanshawe, por lo menos su verdad, pero eso no es sufi-ciente para convencerme, porque hasta un niño sabe que la verdad puede utilizarse confines tortuosos. Aún más importante, está la cuestión de los motivos. Casi seis añosdespués del suceso, todavía no he dado con la respuesta. Decir que ella me encontróirresistible sería rebuscado y no estoy dispuesto a engañarme al respecto. Era algomucho más profundo, mucho más siniestro. Recientemente he empezado a preguntarmesi de alguna manera no percibió en mí un odio hacia Fanshawe que era tan fuerte comoel suyo. Quizá sintió este vinculo tácito entre nosotros, quizá era la clase de vínculo quesólo puede demostrarse por medio de un acto perverso, extravagante. Follar conmigosería como follar con Fanshawe -como follar con su propio hijo-, y en la oscuridad deeste pecado le tendría de nuevo, pero sólo con el fin de destruirle. Una venganzaterrible. Si esto es verdad, entonces no puedo permitirme el lujo de llamarme suvíctima. En todo caso fui su cómplice.

Empezó poco después de que ella comenzase a llorar, cuando finalmente seagotó y las palabras se quebraron, deshaciéndose en lágrimas. Me levanté, borracho,lleno de emoción, me acerqué a donde ella estaba sentada y la abracé en un gesto deconsuelo. Esto nos hizo cruzar el umbral. El simple contacto fue suficiente paradesencadenar una respuesta sexual, un ciego recuerdo de otros cuerpos, de otrosabrazos, y un momento más tarde estábamos besándonos y luego, no mucho después,desnudos en su cama en el piso de arriba.

Aunque estaba borracho, no lo estaba tanto que no supiera lo que hacía. Pero nisiquiera la culpa fue suficiente para detenerme. Este momento terminará, me dije, ynadie sufrirá. No tiene nada que ver con mi vida, nada que ver con Sophie. Pero luego,incluso mientras estaba ocurriendo, descubrí que había algo más que eso. Porque elhecho es que me gustó follar a la madre de Fanshawe, pero de un modo que no teníanada que ver con el placer. Estaba consumido y, por primera vez en mi vida, noencontré ninguna ternura dentro de mi. Estaba follando por odio y lo convertí en un actode violencia, atacando a aquella mujer como si quisiera pulverizarla. Había entrado enmi propia oscuridad y fue allí donde aprendí lo más terrible de todo: que el deseo sexualtambién puede ser el deseo de matar, que llega un momento en que es posible elegir lamuerte en lugar de la vida. Aquella mujer quería que yo le hiciese daño, y se lo hice, yme encontré regodeándome en mi crueldad. Pero incluso entonces supe que sólo estabaa mitad de camino de la meta, que ella no era más que una sombra y que yo la estabausando para atacar al propio Fanshawe. Cuando la penetré por segunda vez -los doscubiertos de sudor, gimiendo como los protagonistas de una pesadilla- finalmente locomprendí. Yo quería matar a Fanshawe. Quería que Fanshawe estuviera muerto e iba ahacerlo. Iba a encontrarle y a matarle.

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La dejé dormida en la cama, salí de la habitación a hurtadillas y llamé a un taxidesde la planta baja. Media hora después estaba en el autobús camino de Nueva York.En la terminal de Port Authority entré en el lavabo de hombres y me lavé las manos y lacara, luego cogí el metro. Llegué a casa justo cuando Sophie estaba poniendo la mesapara cenar.

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Lo peor empezó entonces. Había tantas cosas que ocultarle a Sophie que apenaspodía mostrarme delante de ella. Me volví inquieto y remoto, y me encerraba en micuartito de trabajo, anhelando únicamente la soledad. Durante mucho tiempo Sophie meaguantó, actuando con una paciencia que yo no tenía ningún derecho a esperar, pero alfinal incluso ella comenzó a cansarse y a mediados del verano ya habíamos empezado apelearnos, a criticarnos, a reñir por cosas que no importaban nada. Un día entré en casay la encontré llorando sobre la cama; supe entonces que estaba a punto de destrozar mivida.

Para Sophie el problema era el libro. Si dejaba de trabajar en él, las cosasvolverían a la normalidad. Me había precipitado, decía. El proyecto era un error, y yono debería resistirme a admitirlo. Tenía razón, por supuesto, pero yo me empeñaba enargumentar la posición contraria: me había comprometido a hacer el libro, habíafirmado un contrato, y sería una cobardía echarme atrás. Lo que no le decía era que yano tenía ninguna intención de escribirlo. Ahora el libro existía para mí únicamente en lamedida en que podría llevarme a Fanshawe, y más allá no había libro. Se habíaconvertido en una cuestión personal para mí, algo que ya no tenía nada que ver conescribir. Toda la documentación para la biografía, todos los hechos que descubríamientras investigaba su pasado, todo el trabajo que parecía pertenecer al libro, todo esolo utilizaría para descubrir dónde estaba. Pobre Sophie. Nunca tuvo la menor sospechade lo que me proponía; porque lo que afirmaba estar haciendo no era nada diferente delo que hacia en realidad. Estaba reconstruyendo la historia de la vida de un hombre.Estaba reuniendo información, recogiendo nombres, lugares, fechas, estableciendo unacronología de sucesos. Por qué persistía en ello es algo que todavía me deja perplejo.Todo se había reducido a un solo impulso: encontrar a Fanshawe, hablar con Fanshawe,enfrentarme a Fanshawe una última vez. Pero nunca podía pasar de ahí, nunca podíaconcretar una imagen de lo que esperaba conseguir con tal encuentro. Fanshawe mehabía escrito que me mataría, pero esa amenaza no me asustaba. Sabia que tenía queencontrarle, que nada estaría zanjado hasta que le encontrase. Esto era el dogma, elprimer principio, el misterio de fe: lo reconocía pero no me molestaba en cuestionarlo.

Al final, creo que no pensaba matarle realmente. La visión asesina que habíatenido cuando estaba con la señora Fanshawe no duró, por lo menos no a un nivelconsciente. Había veces en que pasaban fugazmente por mi mente pequeñas escenas-estrangular a Fanshawe, apuñalarle, pegarle un tiro en el corazón-, pero otras personashabían tenido muertes semejantes en mi imaginación a lo largo de los años, y no hacíamucho caso de esas imágenes. Lo extraño no era que yo pudiera querer matar aFanshawe, sino que a veces imaginaba que él quería que yo le matase. Esto me sucediósolamente una o dos veces -en momentos de extrema lucidez- y me convencí de que éseera el verdadero mensaje de la carta que me había escrito. Fanshawe me estabaesperando. Me había elegido como su ejecutor y sabía que podía confiar en que yollevaría a cabo la tarea. Pero precisamente por eso no iba a hacerlo. Había que quebrarel poder de Fanshawe, no someterse a él. La cuestión era demostrarle que ya no me

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importaba, eso era lo esencial: tratarle como a un muerto, aunque estuviese vivo. Peroantes de demostrarle esto a Fanshawe, tenía que demostrármelo a mí mismo, y el hechode que necesitara demostrármelo era prueba de que todavía me importaba demasiado.No me bastaba con dejar que las cosas siguieran su curso. Tenía que agitarlas, llevarlasa su culminación. Porque aún dudaba de mí mismo, necesitaba correr riesgos, ponermea prueba ante el mayor peligro posible. Matar a Fanshawe no significaría nada. Lacuestión era encontrarle vivo, y luego alejarse de él vivo.

Las cartas a Ellen me fueron útiles. Al contrario que los cuadernos, que tendíana ser especulativos y carentes de detalles, las cartas eran sumamente especificas. Intuíque Fanshawe hacía un esfuerzo por entretener a su hermana, por alegrarla con historiasdivertidas, y consecuentemente las referencias eran más personales que en otrosescritos. Por ejemplo, mencionaba nombres a menudo, de amigos de la universidad, decompañeros en el barco, de gente que había conocido en Francia. Y aunque no habíaremite en los sobres, hablaba de muchos sitios: Baytown, Corpus Christi, Charleston,Baton Rouge, Tampa, diferentes barrios de París, un pueblo en el sur de Francia. Estascosas bastaban para ponerme en marcha y pasaba semanas en mi cuarto haciendo listas,relacionando a personas con lugares, lugares con fechas, fechas con personas, dibujandomapas y calendarios, buscando direcciones, escribiendo cartas. Rastreaba pistas, ycualquier cosa que contuviera la más leve promesa trataba de seguirla hasta el final. Misuposición era que en algún momento Fanshawe habría cometido una equivocación, quealguien sabría dónde estaba, que alguien del pasado le habría visto. Esto no era enabsoluto seguro, pero me parecía la única manera plausible de empezar.

Las cartas de la universidad son bastante pesadas y sinceras -comentarios sobrelos libros leídos, sobre las conversaciones con amigos, descripciones de la vida en elcolegio mayor-, pero éstas pertenecen al periodo anterior a la crisis nerviosa de Ellen ytienen un tono íntimo y confidencial que las cartas posteriores abandonan. En el barco,por ejemplo, Fanshawe raras veces dice nada acerca de sí mismo, excepto como partede una anécdota que ha decidido contar. Le vemos tratando de adaptarse a su nuevoentorno, jugando a las cartas en la sala de recreo con un engrasador de Louisiana (yganando), jugando al billar en diversos bares de mala muerte en tierra (y ganando) yluego explicando su éxito como una chiripa: “Estoy tan concentrado en no pegármelaque de alguna manera me he superado. Una descarga de adrenalina, creo.”Descripciones de las horas extra de trabajo en la sala de máquinas, “sesenta grados,aunque no puedas creerlo. Las zapatillas deportivas se me llenaban de sudor hasta talpunto que chapoteaba dentro de ellas como si hubiera metido los pies en un charco”; decuando un dentista borracho le sacó una muela del juicio en Baytown, Texas, “sangrepor todas partes, y trocitos de muela en el agujero de la encía durante una semana”. Alser un recién llegado sin ninguna antigüedad, a Fanshawe le pasaban de un trabajo aotro. En cada puerto había miembros de la tripulación que dejaban el barco para volvera casa y otros marineros venían a bordo para reemplazarlos, y si uno de estos reciénllegados prefería el puesto de Fanshawe al que estaba vacante, al Chico (como lellamaban) le ponían a hacer otra cosa. Por lo tanto Fanshawe trabajó como marineroordinario (rascando y pintando la cubierta), en servicios de limpieza (fregando suelos,haciendo camas, limpiando retretes) y en servicio de comedor (sirviendo el rancho yfregando los platos). Este último trabajo era el más duro, pero también el más inte-resante, ya que la vida en un barco gira principalmente en torno al tema de la comida:los grandes apetitos alimentados por el aburrimiento, los hombres que literalmenteviven pendientes de una comida a la siguiente, la sorprendente exquisitez de algunos deellos (hombres gordos y toscos juzgando los platos con la altanería y el desdén de un

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duque francés del siglo XVIII). Pero un veterano le dio a Fanshawe buenos consejos eldía en que comenzó ese trabajo: “No aceptes tonterías de nadie”, le dijo el hombre. “Siun tipo se queja de la comida, le mandas que cierre el pico. Si insiste, actúas como si noestuviera allí y le sirves el último. Si eso no da resultado le dices que la próxima vez lepondrás agua helada en la sopa. Aún mejor, le dices que te mearás en ella. Tienes quedejar claro quién es el jefe.”

Vemos a Fanshawe llevándole el desayuno al capitán una mañana después deuna noche de violentas tormentas frente al cabo Hatteras: Fanshawe poniendo elpomelo, los huevos revueltos y la tostada en una bandeja, envolviendo la bandeja enpapel de aluminio, envolviéndola de nuevo en toallas, confiando en que los platos nosalgan volando cuando llegue al puente (ya que el viento se mantiene a una velocidadde cien kilómetros por hora); Fanshawe subiendo la escalerilla, dando los primerospasos por el puente y luego, repentinamente, cuando el viento le golpea, haciendo unacomplicada pirueta, porque el aíre feroz empuja la bandeja hacia arriba y le obliga alevantar los brazos por encima de la cabeza, como si estuviera agarrándose a unamáquina voladora primitiva, a punto de lanzarse al agua; Fanshawe reuniendo todas susfuerzas para bajar la bandeja, poniéndola finalmente en una posición plana contra supecho (los platos milagrosamente no resbalan) y luego, paso a paso, recorriendo toda lalongitud del puente, una diminuta figura encogida por los estragos del aire a su al-rededor. Fanshawe, después de muchos minutos, consigue llegar al otro extremo, entraen el castillo de proa, encuentra al gordo capitán detrás del timón y dice: “Su desayuno,capitán”, y el timonel se vuelve, le dirige una brevísima ojeada de reconocimiento yresponde con voz distraída: “Gracias, chico. Ponlo en esa mesa.”

No todo fue tan divertido para Fanshawe, sin embargo. Menciona una pelea (noda detalles) que parece haberle perturbado, lo mismo que varias desagradables escenasque presenció en tierra. Un ejemplo de acoso al negro en un bar de Tampa: un grupo deborrachos atormentando a un viejo negro que había entrado con una gran banderaamericana (para venderla) y el primer borracho abre la bandera y dice que no tienesuficientes estrellas -“esta bandera es falsa”- y el viejo lo niega, casi suplicandocompasión, mientras los otros borrachos empiezan a rezongar en apoyo del primero; elincidente termina cuando sacan al viejo a empujones y éste aterriza de bruces en laacera, y los borrachos muestran su aprobación, zanjando el asunto con unos cuantoscomentarios acerca de poner el mundo a salvo para la democracia. “Me sentí humi-llado” escribía Fanshawe, “avergonzado de estar allí.”

Sin embargo, las cartas tienen básicamente un tono jocoso (“LlámameRedburn”, empieza una de ellas),1 y al final uno intuye que Fanshawe ha conseguidodemostrarse algo a sí mismo. El barco no es más que una excusa, una arbitraria aje-nidad, una forma de ponerse a prueba frente a lo desconocido. Como en cualquieriniciación, la supervivencia misma es el triunfo. Lo que comienzan siendo posiblesinconvenientes -sus estudios en Harvard, su educación de clase media-, él lo conviertefinalmente en su ventaja, y al término de su estancia en el buque le reconocen como elintelectual de la tripulación, ya no es únicamente el “Chico”, sino a veces también el“Profesor”, le piden que arbitre disputas (quién fue el vigésimo tercer presidente, cuáles la población de Florida, quién jugó de exterior izquierdo con los Giants en 1947) y leconsultan con frecuencia como fuente de información de asuntos difíciles. Losmiembros de la tripulación solicitan su ayuda para rellenar impresos burocráticos(declaraciones de impuestos, cuestionarios de compañías de seguros, partes de

1 Famoso personaje de una novela de Herman Melville que Cuenia un viaje por mar del propio autor. (N.de la T.)

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accidentes) y algunos incluso le piden que les escriba cartas (en un caso, diecisiete car-tas de amor de Otis Smart a su novia Sue-Ann, residente en Dido, Louisiana). Lacuestión no es que Fanshawe se convierta en el centro de atención, sino que lograencajar, encontrar su sitio. La verdadera prueba, después de todo, es ser como los de-más. Una vez que eso sucede, ya no tiene que cuestionarse su singularidad. Se libera nosólo de los otros, sino de sí mismo. La prueba definitiva de esto, creo yo, es que cuandodeja el barco no se despide de nadie. Deja el trabajo una noche en Charleston recoge supaga de manos del capitán y luego simplemente desaparece. Dos semanas más tardellega a París.

Ni una palabra durante dos meses. Y luego, durante los tres siguientes, sólopostales, mensajes breves y elípticos garabateados en la parte de atrás de fotografíasturísticas tópicas: Sacré-Coeur, la torre Eiffel, la Conciergerie. Cuando empieza aescribir cartas, éstas llegan a intervalos irregulares y no dicen nada de gran importancia.Sabemos que Fanshawe está ya profundamente metido en su trabajo (numerosospoemas, un primer borrador de Oscurecimientos), pero las cartas no dan verdadera ideade la vida que lleva. Se intuye que tiene un conflicto, que está inseguro respecto a Ellen,que no quiere perder el contacto con ella pero no es capaz de decidir cuánto debecontarle. (Y la verdad es que la mayoría de estas cartas Ellen no llega a leerlas. Vandirigidas a la casa de New Jersey y las abre la señora Fanshawe, que las seleccionaantes de enseñárselas a su hija, y con mucha frecuencia Ellen no las ve. Yo creo queFanshawe debía de saber, o por lo menos sospechar, que eso sucedería. Lo cualcomplica aún más el asunto, ya que en cierto modo estas cartas no están escritas paraEllen. Ellen, finalmente, no es más que un artificio literario, la médium a través de lacual Fanshawe se comunica con su madre. De aquí la indignación de ella. Porqueincluso cuando le habla finge no hacerlo.)

Durante aproximadamente un año las cartas hablan casi exclusivamente deobjetos (edificios, calles, descripciones de París), elaborando meticulosos catálogos decosas vistas y oídas, pero Fanshawe apenas está presente. Luego, gradualmente,empezamos a ver a algunos de sus conocidos, a notar una lenta gravitación hacia laanécdota, pero las historias están divorciadas de cualquier contexto, lo cual les da unacualidad flotante y desencarnada. Vemos, por ejemplo, a un viejo compositor ruso denombre Ivan Wyshnegradsky, de casi ochenta años; empobrecido y viudo, vive solo enun deteriorado piso de la rue Mademoiselle. “Veo a este hombre más que a nadie”,afirma Fanshawe. Luego ni una palabra sobre su amistad, ni un destello de lo que sedicen. En lugar de eso, hay una larga descripción del piano de cuarto de tono que tieneen el piso, de sus enormes dimensiones y múltiples teclados (fue construido paraWyshnegradsky en Praga casi cincuenta años antes y es uno de los tres pianos de cuartode tono que hay en Europa), y luego, sin ninguna mención más a la carrera delcompositor, la historia de cómo Fanshawe le regala al anciano una nevera. “Yo memudé a otro piso el mes pasado”, escribe Fanshawe. “Como éste tenía una neveranueva, decidí darle la vieja a Ivan como regalo. Como muchas personas en París, él noha tenido nunca una nevera; durante todos estos años ha almacenado sus alimentos enun armarito en la pared de su cocina. Pareció muy complacido por el ofrecimiento y yome encargué de que se la llevaran a su casa, subiéndola por la escalera con ayuda delhombre que conducía el camión. Ivan saludó la llegada del aparato como un sucesoimportante en su vida, ilusionado como un niño pequeño y a la vez desconfiado, segúnpude apreciar, incluso un poco atemorizado, no muy seguro de qué hacer con aquelobjeto extraño. “Es tan grande...”, repetía mientras la poníamos en su sitio, y luego,cuando la enchufamos y el motor se puso en marcha, “Cuánto ruido”. Le aseguré que seacostumbraría y le señalé todas las ventajas de aquel moderno artefacto, hasta qué punto

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mejoraría su vida. Me sentía como un misionero: el gran padre Sabelotodo, redimiendola vida de aquel hombre de la Edad de Piedra al mostrarle la verdadera religión. Pasóuna semana o cosa así e Ivan me llamaba casi todos los días para decirme lo contentoque estaba con la nevera, describiéndome todos los nuevos alimentos que podíacomprar y conservar en su casa. Luego el desastre. “Creo que se ha roto”, me dijo undía, con voz que sonaba muy contrita. El pequeño congelador de la parte superior alparecer se había llenado de hielo y, no sabiendo cómo quitarlo, había utilizado unmartillo, partiendo no sólo el hielo sino el serpentín que había debajo. “Mi queridoamigo”, le dije, “lo siento mucho”. Le dije que no se preocupara, yo encontraría aalguien que se lo arreglara. Una larga pausa al otro extremo. “Bueno”, me dijo al fin,“creo que tal vez sea mejor así. El ruido, ¿sabe?, hace que me sea difícil concentrarme.He vivido tanto tiempo con mi armarito en la pared que le tengo mucho cariño. Miquerido amigo, no se enfade. Me temo que no hay nada que hacer con un viejo comoyo. Se llega a un punto en la vida en que es demasiado tarde para cambiar.””

Las cartas siguientes continúan en la misma línea, menciona varios nombres,alude a diversos trabajos. Deduzco que el dinero que Fanshawe ganó en el barco le duróaproximadamente un año y que a partir de entonces fue tirando lo mejor que pudo.Durante algún tiempo parece que tradujo una serie de libros de arte; en otra época haypruebas de que dio clases particulares de inglés a varios alumnos de lycée; parece quetambién trabajó un verano en la oficina de París del New York Times, como telefonistaen el turno de noche (lo cual, por lo menos, indica que hablaba el francés con fluidez); yluego hay un periodo bastante curioso durante el cual trabajó esporádicamente para unproductor cinematográfico, revisando adaptaciones, traduciendo, haciendo sinopsis deguiones. Aunque hay pocas alusiones autobiográficas en cualquiera de las obras deFanshawe, creo que ciertos incidentes de El país de nunca jamás pueden estarinspirados en esta última experiencia (la casa de Montag en el capitulo siete; el sueño deFlood en el capitulo treinta). “Lo más extraño de este hombre”, escribe Fanshawe(refiriéndose al productor de cine en una de sus cartas), “es que mientras en sus tratosfinancieros con los ricos bordea la delincuencia (tácticas criminales, mentirasdescaradas), es muy bondadoso con aquellos a quienes la suerte ha abandonado. Rarasveces demanda o lleva a los tribunales a las personas que le deben dinero, sino que lesda la oportunidad de saldar sus deudas dándoles trabajo. Por ejemplo, su chófer es unmarqués indigente que le lleva en un Mercedes blanco. Hay un viejo barón que no hacenada más que fotocopias. Cada vez que visito la casa para entregar mi trabajo hay unlacayo nuevo de pie en una esquina, algún noble decrépito escondido detrás de lascortinas, algún elegante financiero que resulta ser el botones. Tampoco tira nada.Cuando el ex director que había estado viviendo en la habitación de la doncella en elsexto piso se suicidó el mes pasado, yo heredé su abrigo. Lo llevo desde entonces, esuna prenda negra y larga que me llega casi hasta los tobillos. Me hace parecer un espía.”

En cuanto a la vida privada de Fanshawe, sólo hay vagos indicios. Mencionauna cena, describe el estudio de un pintor, el nombre de Anne asoma una o dos veces,pero la naturaleza de estas relaciones es oscura. Ésta era la clase de cosa que yo ne-cesitaba, sin embargo. Haciendo el necesario trabajo de piernas, saliendo y haciendosuficientes preguntas, me figuraba que finalmente podría localizar a algunas de estaspersonas.

Aparte de un viaje de tres semanas a Irlanda (Dublin, Cork, Limerick, Sligo),Fanshawe parece haber permanecido más o menos quieto. Terminó la versión definitivade Oscurecimientos en algún momento de su segundo año en París; escribió Milagrosdurante el tercero, junto con cuarenta o cincuenta poemas cortos. Todo esto es bastantefácil de determinar, ya que fue más o menos en esa época cuando Fanshawe adquirió la

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costumbre de fechar el trabajo. Lo que aún no está claro es el momento preciso en quedejó París para irse al campo, pero creo que debió de ser entre junio y septiembre de1971. Las cartas empiezan a escasear a partir de entonces y los cuadernos no dan másque una lista de los libros que estaba leyendo (Historia del mundo, de Raleigh, y Losviajes de Cabeza de Vaca). Pero, una vez instalado en la casa de campo, hace un relatobastante minucioso de cómo acabó allí. Los detalles en sí mismos no son importantes,pero emerge un dato crucial: mientras vivió en Francia, Fanshawe no ocultó el hecho deque era escritor. Sus amigos conocían su trabajo, y si hubo alguna vez un secreto, lo fuesólo para su familia. Esto es un claro desliz por su parte, la única vez en sus cartas quese delata. “Los Dedmon, un matrimonio americano que conocí en París”, escribe, “nopodrán visitar su casa de campo durante un año (se marchan a Japón). Debido a que leshan entrado en la casa una o dos veces para robar, se resisten a dejarla vacía y me hanofrecido el empleo de guardés. No sólo me la dejan gratis, sino que también mepermiten usar su coche y me dan un pequeño sueldo (lo suficiente para ir tirando sitengo mucho cuidado). Esto es un golpe de suerte. Dicen que prefieren pagarme a mípara que me siente en su casa y escriba durante un año que alquilársela a unosdesconocidos.” Un pequeño detalle, quizá, pero cuando me lo encontré en la carta, meanimé. Fanshawe había bajado momentáneamente la guardia, y si eso había sucedidouna vez, no había ninguna razón para suponer que no pudiera volver a pasar.

Como ejemplos de escritura, las cartas del campo sobrepasan a todas las demás.A estas alturas, el ojo de Fanshawe se ha vuelto increíblemente agudo, y uno intuye unanueva disponibilidad de las palabras dentro de él, como si la distancia entre ver yescribir se hubiese acortado, los dos actos son ahora casi idénticos, parte de un sologesto ininterrumpido. A Fanshawe le preocupa el paisaje y vuelve a él una y otra vez,observándolo interminablemente, registrando interminablemente sus cambios. Supaciencia ante estas cosas es cuando menos notable y hay pasajes literarios sobre lanaturaleza, tanto en las cartas como en los cuadernos, tan luminosos como los mejoresque he leído. La casa de piedra en la que vive (muros de sesenta centímetros de grosor)fue construida durante la Revolución: a un lado hay un pequeño viñedo, al otro un pradodonde pastan las ovejas; detrás hay un bosque (urracas, grajos, jabalíes) y delante, alotro lado de la carretera, están los barrancos que llevan a la aldea (cuarenta habitantes).En estos mismos barrancos, ocultas por una maraña de arbustos y de árboles, están lasruinas de una capilla que en otro tiempo perteneció a los Caballeros Templarios.Retama, tomillo, robles achaparrados, tierra roja, arcilla blanca, el mistral: Fanshawevivió en medio de estas cosas durante más de un año, y poco a poco parecen haberlecambiado, haberle enraizado más profundamente en si mismo. Vacilo en hablar de unaexperiencia religiosa o mística (estos términos no significan nada para mí), pero todaslas pruebas parecen indicar que Fanshawe estuvo solo durante todo el tiempo, casi sinver a nadie, casi sin abrir la boca. El rigor de esta vida le disciplinó, la soledad seconvirtió en un pasadizo hacia el yo, un instrumento para el descubrimiento. Aunquetodavía era muy joven entonces, creo que este periodo marca el comienzo de sumadurez como escritor. A partir de ese momento la obra ya no es prometedora, estáconsumada, lograda, es inconfundiblemente suya. Comenzando por la larga secuenciade poemas escritos en el campo (Fundamentos) y continuando con las obras de teatro yEl país de nunca jamás (todas escritas en Nueva York), Fanshawe está en plenafloración. Uno busca indicios de locura, signos del pensamiento que finalmente le pusocontra sí mismo, pero la obra no revela nada de esto. Fanshawe es sin duda una personapoco corriente, pero según todas las apariencias está cuerdo, y cuando regresa aAmérica en el otoño de 1972 parece totalmente dueño de sí mismo.

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Mis primeras respuestas vinieron de las personas que Fanshawe había conocidoen Harvard. La palabra biografía parecía abrirme las puertas y no tuve ningunadificultad para conseguir citas con la mayoría de ellos. Vi a su compañero de habitacióndel primer curso; vi a varios de sus amigos; vi a dos o tres de las chicas de Radcliffe conlas que había salido. No saqué mucho de ellos, sin embargo. De todas las personas a lasque conocí, sólo una me dijo algo de interés. Fue Paul Schiff, cuyo padre le habíaconseguido a Fanshawe el trabajo en el petrolero. Schiff era ahora pediatra en elcondado de Westchester y hablamos en su consulta una tarde durante varias horas. Erade una seriedad que me gustó (un hombre pequeño e intenso, el pelo ya ralo, los ojosfirmes y la voz suave y clara) y habló abiertamente, sin necesidad de sonsacarle.Fanshawe había sido una persona importante en su vida y recordaba bien su amistad.

-Yo era un chico diligente -le dijo Schiff-. Trabajador, obediente, sin muchaimaginación. A Fanshawe no le intimidaba Harvard de la misma manera que a todosnosotros, y creo que a mí me impresionaba eso. Había leído más que nadie, más poetas,más filósofos, más novelistas, pero las asignaturas parecían aburrirle. No le importabanlas notas, faltaba mucho a clase, parecía ir a su aire. El primer año vivíamos en elmismo pasillo y por alguna razón me eligió para ser su amigo. A partir de entonces, máso menos, fui a remolque de él. Fanshawe tenía tantas ideas sobre todas las cosas quecreo que aprendí más de él que en ninguna de las clases. Supongo que fue un caso gravede adoración al héroe, pero Fanshawe me ayudó y yo no lo he olvidado. Fue el únicoque me ayudó a pensar por mí mismo, a hacer mis propias elecciones. De no ser por él,nunca habría sido médico. Me pasé a medicina porque él me convenció de que debíahacer lo que deseaba hacer, y todavía le estoy agradecido.

”Hacia la mitad del segundo año Fanshawe me dijo que iba a dejar launiversidad. No me sorprendió realmente. Cambridge no era el sitio adecuado paraFanshawe y yo sabía que él estaba inquieto, deseoso de marcharse. Hablé con mí padre,que representaba al sindicato de marineros, y él le consiguió trabajo a Fanshawe en unbarco. Lo organizó todo muy bien, le ahorró a Fanshawe todo el papeleo y unassemanas más tarde se fue. Supe de él varias veces, postales de un sitio y otro. Hola,cómo estás, esa clase de cosas. No me molestó, sin embargo, y me alegraba de haberpodido hacer algo por él. Pero luego todos esos buenos sentimientos me estallaron en lacara. Yo estaba en Nueva York un día, hace unos cuatro años, andando por la QuintaAvenida y me encontré a Fanshawe, allí mismo, en la calle. Yo estaba encantado deverle, verdaderamente sorprendido y contento, pero él apenas me habló. Era como si sehubiera olvidado de mí. Muy rígido, casi grosero. Tuve que obligarle a coger midirección y mi número de teléfono. Prometió llamarme, pero por supuesto nunca lohizo. Me dolió mucho, se lo aseguro. Qué hijo de puta, pensé, ¿quién se cree que es? Nisiquiera me dijo qué hacía, eludió mis preguntas y se fue. Adiós a los tiempos de launiversidad, pensé. Adiós a la amistad. Me dejó un sabor amargo en la boca. El añopasado mi mujer compró un libro suyo y me lo regaló por mi cumpleaños. Sé que esinfantil, pero no he tenido valor para abrirlo. Está en la librería cogiendo polvo. Es muyextraño, ¿no? Todo el mundo dice que es una obra maestra, pero no creo que yo puedaleerlo nunca.

Éste fue el comentario más lúcido que me hizo nadie. Algunos de suscompañeros del petrolero tenían cosas que decir, pero nada que realmente sirviera a mipropósito. Otis Smart, por ejemplo, recordaba las cartas de amor que Faushawe escribíaen su nombre. Cuando le llamé por teléfono a Baton Rouge, me habló largamente deellas, incluso citando algunas de las frases que Fanshawe se había inventado (“Miquerida pies bailarines”, “Mi mujer de zumo de calabaza”, “Mi perversidad de lossueños viciosos”, etcétera), riéndose mientras hablaba. Lo más gracioso, me dijo, era

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que todo el tiempo que él estuvo mandándole aquellas cartas a Sue-Ann, ella estabatonteando con otro y el día en que él volvió le comunicó que iba a casarse.

-Más vale así -añadió Smart-. Me encontré a Sue-Ann en mi pueblo el añopasado y debe pesar unos ciento cincuenta kilos. Parece una gorda de tebeo,pavoneándose por la calle con unos pantalones elásticos de color naranja y un montónde críos berreando a su alrededor. Me dio risa, de veras, acordándome de las cartas. EseFanshawe me hacía verdadera gracia. Soltaba una de sus frases y yo me partía de risa.Es una lástima lo que le ha sucedido. Da pena enterarse de que un tipo la ha palmadotan joven.

Jeffrey Brown, ahora jefe de cocina en un restaurante de Houston, había sido elayudante de cocina en el barco. Recordaba a Fanshawe como el único blanco de latripulación que había sido simpático con él.

-No era fácil -me dijo Brown-. La mayor parte de la tripulación eran paletosblancos del sur y hubieran preferido escupirme a decirme hola. Pero Fanshawe se pusode mi lado, no le importaba lo que pensara nadie. Cuando llegábamos a Baytown ysitios así, bajábamos a tierra juntos para beber, buscar chicas o lo que fuera. Yo conocíaesas ciudades mejor que Fanshawe y le dije que si quería seguir conmigo no podíamosir a los bares de marineros. Yo sabia lo que valdría mi culo en sitios así y no quería líos.Ningún problema, me dijo Fanshawe, y nos íbamos a los barrios negros. La mayor partedel tiempo la situación era bastante tranquila en el barco, nada que yo no pudieramanejar. Pero luego vino durante unas semanas un tipo pendenciero. Un tipo que sellamaba Cutbirth, Roy Cutbirth. Era un engrasador blanco y estúpido al que finalmenteecharon del barco cuando el jefe de máquinas se dio cuenta de que no tenía ni idea demotores. Había hecho trampa en el examen de engrasador para conseguir el trabajo, erael hombre apropiado para tenerlo allí abajo si se quería volar el barco. Este Cutbirth eratonto, malo y tonto. Tenía unos tatuajes en los nudillos, una letra en cada dedo: A-M-O-R en la mano derecha y O-D-I-O en la izquierda. Cuando uno veía esa clase degilipollez, lo único que quería era mantenerse alejado. Ese tipo fanfarroneó una vezdelante de Fanshawe sobre cómo solía pasar las noches del sábado en su pueblo deAlabama: sentado en una colina sobre la carretera interestatal y disparando a los coches.Un tipo encantador, lo mires como lo mires. Y encima tenía un ojo enfermo, todoinyectado en sangre e hinchado. Pero también le gustaba presumir de eso. Parece que sele puso así cuando le saltó un pedazo de cristal. Eso ocurrió en Selma, decía, cuando letiraba botellas a Martin Luther King. No hace falta que le diga que ese Cutbirth no erami amigo del alma. Solía lanzarme continuas miradas asesinas, murmurando entredientes y asintiendo para sí, pero yo no le hacía ningún caso. Las cosas siguieron asídurante algún tiempo. Luego lo intentó cuando Fanshawe estaba cerca, y le saliódemasiado alto y Fanshawe lo oyó. Se para, se vuelve a Cutbirth y le dice: “¿Qué hasdicho?”, y Cutbirth, en plan duro y gallito, dice algo como “Me estaba preguntandocuándo os casáis tú y el conejito de la selva, cariño.” Bueno, Fanshawe era siemprepacífico y amable, un verdadero caballero, no sé si me entiende, así que yo no esperabalo que pasó. Fue como ver a ese tipo de la tele, el hombre que se convierte en bestia. Depronto se enfadó, quiero decir que se puso furioso, casi fuera de sí de rabia. Agarró aCutbirth por la camisa y le lanzó contra la pared, le clavó allí, echándole el aliento a lacara. “No vuelvas a decir eso”, dice Fanshawe, echando chispas por los ojos. “No vuel-vas a decir eso o te mato.” Y vaya si le creías cuando lo decía. Estaba dispuesto a matary Cutbirth se dio cuenta. “Era una broma”, dice. “Sólo una broma.” Y ahí se acabó todo,muy deprisa. Todo el asunto no duró más que un instante. Unos dos días despuésdespidieron a Cutbirth. Fue una suerte. Si llega a quedarse más tiempo, cualquiera sabelo que podía haber pasado.

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Obtuve docenas de declaraciones como ésta, en cartas, en conversacionestelefónicas, en entrevistas. La cosa continuó durante meses y cada día se ampliaba elmaterial, crecía en olas geométricas, acumulando más y más asociaciones, una cadenade contactos que acabó por adquirir vida propia. Era un organismo infinitamente vorazy al final vi que no había nada que le impidiese hacerse tan grande como el mundo. Unavida toca otra vida, que a su vez toca otra, y enseguida los eslabones se convierten eninnumerables, imposibles de calcular. Supe de la existencia de una mujer gorda en unpueblo de Louisiana; supe de la existencia de un racista demente con tatuajes en losdedos. Supe de docenas de personas de las que nunca había oído hablar y cada una deellas tenía un papel en la vida de Fanshawe. Todo eso estaba muy bien, quizá, y unopodría decir que ese superavit de conocimientos era precisamente lo que demostrabaque estaba llegando a alguna parte. Yo era un detective, después de todo, y mi trabajoconsistía en buscar pistas. Enfrentado a millones de datos azarosos, conducido pormillones de caminos falsos, tenía que encontrar el único camino que me llevaría a dondeyo quería ir. Hasta ahora el hecho esencial era que no lo había encontrado. Ninguna deaquellas personas había visto a Fanshawe o tenido noticias de él desde hacía años, y amenos que dudara de todo lo que me decían, a menos que empezara a investigar a cadauno de ellos, tenía que suponer que me decían la verdad.

A lo que se reducía aquello era, creo yo, a una cuestión de método. En ciertosentido, yo ya sabía todo lo que había que saber acerca de Fanshawe. Las cosas quedescubrí no me enseñaban nada importante, no contradecían lo que yo ya sabía. O, pordecirlo de otra manera, el Fanshawe que yo había conocido no era el mismo Fanshaweal que estaba buscando. Había habido una ruptura en alguna parte, una súbita eincomprensible ruptura, y las cosas que me decían las distintas personas a las queinterrogué no explicaban eso. En última instancia, sus declaraciones sólo confirmabanque lo sucedido no era posible. Que Fanshawe era amable, que Fanshawe era cruel, estoera una vieja historia, y yo me la sabía de memoria. Lo que yo buscaba era algodiferente, algo que ni siquiera podía imaginar: un acto puramente irracional, algototalmente atípico, una contradicción de todo lo que Fanshawe había sido hasta elmomento en que desapareció. Intentaba una y otra vez saltar a lo desconocido, perocada vez que aterrizaba, me encontraba en territorio conocido, rodeado de lo que meresultaba más familiar.

Cuanto más avanzaba, más se estrechaban las posibilidades. Quizá eso era unabuena cosa, no lo sé. Aunque fuese sólo eso, sabía que cada vez que fracasaba, había unsitio menos donde buscar. Pasaron los meses, más meses de los que me gustaríareconocer. En febrero y marzo pasé la mayor parte de mi tiempo buscando a Quinn, eldetective privado que había trabajado para Sophie. Curiosamente, no encontré ni rastrode él. Parecía que ya no se dedicaba a eso, ni en Nueva York ni en ninguna parte.Durante un tiempo investigué informes de cadáveres que nadie había reclamado,interrogué a personas que trabajaban en el depósito municipal, traté de localizar a sufamilia, pero no conseguí nada. Como último recurso, consideré la posibilidad decontratar a otro detective privado para que le buscase, pero luego decidí no hacerlo. Mepareció que un desaparecido era suficiente y luego, poco a poco, agoté las posibilidadesque tenía. A mediados de abril sólo me quedaba una. Esperé unos días más, confiandoen tener suerte, pero no pasó nada. La mañana del veintiuno finalmente entré en unaagencia de viajes y reservé plaza en un vuelo a París.

Yo tenía que marcharme el viernes. El martes Sophie y yo fuimos a comprar untocadiscos. Una de sus hermanas menores estaba a punto de trasladarse a Nueva York ypensábamos darle nuestro viejo tocadiscos como regalo. La idea de sustituirlo estaba en

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el aire desde hacia varios meses y aquello al fin nos proporcionaba una excusa para salira buscar uno nuevo. Así que nos fuimos al centro aquel martes, compramos eltocadiscos y nos lo llevamos a casa en un taxi. Lo pusimos en el mismo sitio dondeestaba el viejo y luego metimos éste en la caja nueva. Una inteligente solución,pensamos, Karen debía llegar en mayo y mientras tanto queríamos guardarlo en algúnsitio fuera de la vista. Fue entonces cuando nos topamos con un problema.

El espacio donde guardar cosas era limitado, como ocurre en la mayoría de lospisos de Nueva York, y parecía que no nos quedaba ningún sitio libre. El único armarioque ofrecía alguna esperanza estaba en el dormitorio, pero el suelo estaba ya abarrotadode cajas: tres de fondo, dos de alto, cuatro de ancho, y en el estante superior tampococabía. Eran las cajas de cartón que contenían las cosas de Fanshawe (ropa, libros,objetos diversos), y habían estado allí desde el día en que nos mudamos. Ni Sophie niyo supimos qué hacer con ellas cuando vaciamos su antiguo apartamento. No queríamosestar rodeados de recuerdos de Fanshawe en nuestra nueva vida, pero al mismo tiemponos parecía mal tirarlas. Las cajas habían sido un compromiso y ya ni nos fijábamos enellas. Se convirtieron en parte del paisaje doméstico -como la tabla del suelo rota debajode la alfombra del cuarto de estar, como la grieta en la pared encima de nuestra cama-,invisibles en el flujo de la vida diaria. Ahora, cuando Sophie abrió la puerta del armarioy miró dentro, su estado de ánimo cambió de pronto.

-Basta de esto -dijo, poniéndose en cuclillas junto al armario.Apartó la ropa que colgaba sobre las cajas, haciendo entrechocar las perchas,

separando el revoltijo con un gesto de frustración. Era una ira brusca, que parecía irdirigida contra sí misma más que contra mí.

-¿Basta de qué?Yo estaba de pie al otro lado de la cama, mirando su espalda.-De todo -dijo ella, aún empujando la ropa de un lado a otro-. Basta de

Fanshawe y sus cajas.-¿Qué quieres hacer con ellas? -Me senté en la cama y esperé una respuesta,

pero ella no contestó-. ¿Qué quieres hacer con ellas, Sophie? -repetí.Ella se volvió para mirarme y vi que estaba al borde de las lágrimas.-¿De qué sirve un armario si no puedes usarlo? -dijo. Le temblaba la voz, estaba

perdiendo el control-. Quiero decir que él ha muerto, ¿no?, y si ha muerto, ¿para quénecesitamos todo esto, toda esta -hizo un gesto, buscando la palabra- basura? Es comovivir con un cadáver.

-Si quieres, podemos llamar al Ejército de Salvación -dije.-Llámalos ahora mismo. Antes de decir una palabra más.-Lo haré. Pero primero tendremos que abrir las cajas y seleccionar las cosas.-No. Quiero que se lo lleven todo, enseguida.-Me parece bien en cuanto a la ropa -dije-. Pero yo pensaba conservar los libros

un poco más. Hace tiempo que quiero hacer una lista y buscar posibles notas en losmárgenes. Terminaría en media hora.

Sophie me miró con incredulidad.-No entiendes nada, ¿verdad? -dijo. Entonces, mientras se ponía de pie,

finalmente se le saltaron las lágrimas, lágrimas infantiles, lágrimas que no se reservabannada, que corrían por sus mejillas como si ella no se diera cuenta-. Ya no puedo hablarcontigo. Sencillamente no oyes lo que digo.

-Hago todo lo que puedo, Sophie.-No, no es verdad. Tú crees que sí, pero no. ¿No ves lo que está sucediendo? Le

estás devolviendo la vida.

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-Estoy escribiendo un libro. Eso es todo, sólo un libro. Pero si no me lo tomo enserio, ¿cómo crees que puedo hacerlo?

-Hay mucho más que eso. Lo sé, lo noto. Para que nuestra relación dure, él tieneque estar muerto. ¿No lo entiendes? Aunque esté vivo, tiene que estar muerto.

-¿De qué estás hablando? Por supuesto que está muerto.-No por mucho tiempo. No si tú sigues así.-Pero fuiste tú quien me animó. Tú querías que escribiese el libro.-Eso fue hace cien años, cariño. Tengo mucho miedo de perderte. No podría

soportarlo.-Está casi terminado, te lo prometo. Este viaje es el último paso.-Y luego ¿qué?-Ya veremos. No puedo saber en qué me estoy metiendo hasta que esté dentro.-Eso es lo que me da miedo.-Podrías venir conmigo.-¿A París?-A París. Podríamos ir los tres juntos.-Creo que no. Tal y como están las cosas no. Vete solo. Así, por lo menos, si

vuelves, será porque quieres volver.-¿Qué quiere decir eso de “si”?-Sólo eso. “Si.” Como en “si vuelves”.-No puedes creer eso.-Pues lo creo. Si las cosas siguen así, voy a perderte.-No digas eso, Sophie.-No puedo remediarlo. Ya casi te has ido. A veces me parece que te veo

desaparecer delante de mis ojos.-Eso es una tontería.-Te equívocas. Estamos llegando al final, cariño, y ni siquiera lo sabes. Vas a

desaparecer y nunca volveré a verte.

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En París las cosas me parecieron extrañamente más grandes. El cielo estaba máspresente que en Nueva York, sus caprichos eran más frágiles. Me sentí atraído por él, ydurante el primer día lo observé constantemente, sentado en mi habitación del hotel,estudiando las nubes, esperando a que ocurriera algo. Eran nubes del norte, las nubes delos sueños que están siempre cambiando, acumulándose en enormes montañas grises,descargando breves chubascos, disipándose, juntándose de nuevo, tapando el sol,refractando la luz de maneras que siempre parecen distintas. El cielo de París tiene suspropias leyes, las cuales funcionan con independencia de la ciudad que hay abajo. Si losedificios parecen sólidos, anclados en la tierra, indestructibles, el cielo es vasto yamorfo, sujeto a constantes perturbaciones. Durante la primera semana me sentí como sime hubiesen puesto cabeza abajo. Aquélla era una ciudad del viejo mundo y no teníanada que ver con Nueva York, con sus cielos bajos y calles caóticas, sus blandas nubesy agresivos edificios. Me habían desplazado y eso hacia que me sintiera repentinamenteinseguro. Sentí que estaba perdiendo el control, y por lo menos una vez cada hora teníaque recordarme a mi mismo por qué estaba allí.

Mi francés no era ni bueno ni malo. Sabia lo suficiente como para entender loque la gente me decía, pero hablar me resultaba difícil, y había veces que no acudía amis labios ninguna palabra, veces que me costaba un esfuerzo decir incluso las cosas

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más sencillas. Creo que había cierto placer en aquello -experimentar el lenguaje comouna colección de sonidos, verse empujado a la superficie de las palabras, donde lossignificados se desvanecen-, pero también era muy cansado y tenía el efecto deencerrarme en mis pensamientos. Para entender lo que la gente me decía tenía quetraducirlo todo silenciosamente al inglés, lo cual significaba que incluso cuandoentendía, lo lograba con retraso: hacia el trabajo dos veces y obtenía la mitad delresultado. Los matices, las asociaciones subliminales, las corrientes ocultas, todo eso seme escapaba. En última instancia, probablemente no sería equivocado decir que se meescapaba todo.

No obstante, seguí adelante. Tardé unos días en empezar la investigación, perouna vez que establecí mi primer contacto, los otros vinieron a continuación. Huboalgunas decepciones, sin embargo. Wyshnegradsky había muerto; no fui capaz delocalizar a ninguna de las personas a las que Fanshawe había dado clases particulares deinglés; la mujer que le había contratado en el New York Times ya no estaba, hacía añosque no trabajaba allí. Estas cosas eran de esperar, pero las encajé mal, sabiendo queincluso el más pequeño hueco podía ser fatal. Eran espacios vacíos para mí, espacios enblanco en el cuadro, y por mucho éxito que tuviera en llenar las otras zonas, quedaríandudas, lo cual significaba que el trabajo nunca podría estar verdaderamente terminado.

Hablé con los Dedmon, hablé con los editores de libros de arte para los quetrabajó Fanshawe, hablé con la mujer que se llamaba Anne (resultó que había sido sunovia), hablé con el productor de cine.

-Trabajos esporádicos -me dijo en un inglés con acento ruso-, eso es lo quehacía. Traducciones, sinopsis de guiones, un poco de negro literario para mi mujer. Eraun chico listo, pero demasiado rígido. Muy literario, no sé si me entiende. Yo quisedarle una oportunidad de trabajar como actor, incluso le ofrecí darle clases de esgrima yde equitación para una película que íbamos a hacer. Me gustaba su físico, pensé quepodríamos sacar partido de él. Pero no le interesó. Tengo otros huevos que freír, medijo. Algo así. Da igual. La película produjo millones y ¿qué me importa a mí que elchico no quisiera ser actor?

Allí había algo que valía la pena investigar, pero mientras estaba sentado conaquel hombre en su monumental piso de la Avenue Henri Martin, esperando cada frasede su historia entre llamadas telefónicas, de repente comprendí que no necesitaba oírnada más. Había una sola pregunta importante, y aquel hombre no podía contestarla. Sime quedaba y le escuchaba, me daría más detalles, más irrelevancias, otro montón denotas inútiles. Llevaba demasiado tiempo fingiendo que iba a escribir un libro y poco apoco había olvidado mi propósito. Basta, me dije, repitiendo conscientemente laspalabras de Sophie, basta de esto, y entonces me levanté y me fui.

La cuestión era que ya nadie me observaba. Ya no tenía que disimular como meocurría en casa. Ya no tenía que engañar a Sophie creando interminables tareas para mí.La comedia había terminado. Al fin podía desechar mi inexistente libro. Durante unosdiez minutos, mientras volvía a pie al hotel cruzando el río, me sentí más feliz de lo queme había sentido en muchos meses. Las cosas se habían simplificado, se habían re-ducido a la claridad de un solo problema. Pero luego, en cuanto asimilé esta idea,comprendí lo mala que era la situación realmente. Estaba llegando al final y aún no lehabía encontrado. El error que andaba buscando no había aparecido. No había ningunapista, ningún rastro que seguir. Fanshawe estaba oculto en alguna parte y toda su vidaestaba oculta con él. A menos que él quisiera que le encontrasen, yo no tenía ni la másremota posibilidad.

Sin embargo, seguí adelante, tratando de llegar hasta el final, hasta el mismísimofinal, ahondando ciegamente en las últimas entrevistas, no queriendo renunciar hasta

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que hubiese visto a todo el mundo. Deseaba llamar a Sophie. Un día incluso fui hasta laoficina de correos y esperé en la cola de las llamadas al extranjero, pero no llegué allamarla. Ahora las palabras me fallaban constantemente y me entró pánico ante la ideade derrumbarme en el teléfono. ¿Qué podía decirle, después de todo? En lugar de eso, lemandé una postal de Laurel y Hardy. En la parte de atrás escribí: “Los verdaderosmatrimonios nunca tienen sentido. Mira la pareja del dorso. Prueba de que cualquiercosa es posible, ¿no? Quizá deberíamos empezar a ponernos sombreros hongo. Por lomenos, acuérdate de vaciar el armario antes de que yo vuelva. Abrazos a Ben.”

Vi a Anne Michaux la tarde siguiente y tuve un pequeño sobresalto cuando entréen el café donde habíamos quedado en encontrarnos (Le Rouquet, en el Boulevard SaintGermain). Lo que me dijo sobre Fanshawe no tiene importancia: quién besó a quién,qué sucedió dónde, quién dijo qué, etcétera. Viene a ser más de lo mismo. Lo quemencionaré, no obstante, es que la lentitud de su reacción inicial se debió al hecho deque me confundió con Fanshawe. Duró sólo un brevísimo instante, según dijo, y luegopasó. Otras personas habían notado el parecido anteriormente, por supuesto, pero nuncade un modo tan visceral, con un impacto tan inmediato. Debí de mostrar mi sobresalto,porque ella se disculpó rápidamente (como si hubiera hecho algo malo) y volvió al temavarias veces durante las dos o tres horas que pasamos juntos, una vez inclusocontradiciéndose:

-No sé en qué estaba pensando. No se parece usted a él en nada. Ha debido serque he visto al americano que hay en los dos.

No obstante, me resultó perturbador, no pude remediar sentirme horrorizado.Algo monstruoso estaba sucediendo y yo ya no podía controlarlo. El cielo estabaoscureciendo dentro de mí, eso era seguro; la tierra temblaba. Me resultaba difícilquedarme quieto, me resultaba difícil moverme. De un momento al siguiente me parecíaestar en un sitio diferente, olvidar dónde me encontraba. Los pensamientos se detienendonde empieza el mundo, me repetía. Pero el yo también está en el mundo, mecontestaba, y lo mismo ocurre con los pensamientos que vienen de él. El problema eraque ya no era capaz de hacer las distinciones correctas. Esto nunca puede ser aquello.Las manzanas no son naranjas, los melocotones no son ciruelas. Notas las diferencias enla lengua, y entonces lo sabes, como si fuera dentro de ti. Pero todo estaba empezando atener el mismo sabor para mí. Ya no tenía hambre, ya no podía obligarme a comer.

En cuanto a los Dedmon, hay aún menos que decir, quizá. Fanshawe no podíahaber elegido unos benefactores más apropiados, y de todas las personas que vi enParís, ellos fueron los más amables, los más generosos. Me invitaron a tomar una copaen su piso y me quedé a cenar, y luego, cuando llegamos al segundo plato, meinsistieron para que visitara su casa en el Var, la misma casa donde había vividoFanshawe, y no hacia falta que la estancia fuese corta, me dijeron, ya que ellos nopensaban ir hasta agosto. Había sido un sitio importante para Fanshawe y su obra, dijoel señor Dedmon, y sin duda mi libro ganaría si lo veía con mis propios ojos. Tuve quemostrarme de acuerdo con él, y aún no habían salido las palabras de mi boca, cuando laseñora Dedmon ya estaba al teléfono organizándolo todo en su preciso y elegantefrancés.

Ya no había nada que me retuviera en París, así que tomé el tren a la tardesiguiente. Era el final del camino para mí, mi viaje hacia el sur y hacia el olvido.Cualquier esperanza que pudiera haber tenido (la mínima posibilidad de que Fanshawehubiera regresado a Francia, el ilógico pensamiento de que hubiese encontrado refugiodos veces en el mismo lugar) se evaporó cuando llegué allí. La casa estaba vacía; nohabía ni rastro de nadie. El segundo día, examinando las habitaciones del piso de arriba,me encontré un poema corto que Fanshawe había escrito en la pared, pero yo ya conocía

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ese poema y debajo había una fecha: 25 de agosto de 1972. Nunca había vuelto. Ahorame sentí estúpido por haberlo pensado siquiera.

Por falta de algo mejor que hacer, pasé varios días hablando con la gente de lazona: los granjeros cercanos, los aldeanos, la gente de los pueblos vecinos. Mepresentaba enseñándoles una fotografía de Fanshawe, fingiendo ser su hermano, perosintiéndome más bien como un detective privado sin un céntimo, un bufón que se agarraa un clavo ardiendo. Algunas personas le recordaban, otras no, otras no estaban seguras.Daba igual. Yo encontraba impenetrable el acento del sur (con sus erres arrastradas ysus finales nasalizados) y apenas entendía una palabra de lo que me decían. Entre todaslas personas que vi, sólo una había tenido noticias de Fanshawe después de su marcha.Era su vecino más próximo, un granjero arrendatario que vivía aproximadamente a unkilómetro y medio, carretera adelante. Era un peculiar hombrecito de unos cuarentaaños, el hombre más sucio que yo había conocido nunca. Su casa era una estructura delsiglo XVII, húmeda y desmoronada, y él parecía vivir allí solo, sin más compañía que superro trufero y su escopeta de caza. Estaba claro que se enorgullecía de haber sidoamigo de Fanshawe, y para demostrarme lo unidos que habían estado me enseñó unsombrero tejano blanco que Fanshawe le había enviado después de regresar a América.No había ninguna razón para no creer su historia. El sombrero seguía guardado en sucaja original y al parecer no había sido usado. Me explicó que lo reservaba para elmomento oportuno, y luego se lanzó a una arenga política que me costó trabajo seguir.Iba a llegar la revolución, dijo, y cuando llegase, él iba a comprarse un caballo blanco yuna metralleta, a ponerse su sombrero y a cabalgar por la calle Mayor del pueblo,pegando tiros a todos los tenderos que habían colaborado con los alemanes durante laguerra. Igual que en América, me dijo. Cuando le pregunté qué quería decir, me soltóuna conferencia digresiva y alucinatoria acerca de los indios y los vaqueros. Pero esofue hace mucho tiempo, le dije, tratando de cortarle. No, no, insistió, continúa hoy endía. ¿No me había enterado yo de los tiroteos en la Quinta Avenida? ¿No había oídohablar de los apaches? Era inútil discutir. En defensa de mi ignorancia, le dije que yovivía en otro barrio.

Me quedé en la casa unos días más. Mi plan era no hacer nada durante el mayortiempo posible, descansar. Estaba agotado y necesitaba una oportunidad de reponermeantes de volver a París. Pasaron uno o dos días. Paseé por los prados, visité el bosque,me senté al sol leyendo traducciones francesas de novelas policiacas americanas.Debería haber sido la cura perfecta: escondido en el culo del mundo, dejando que mimente flotase libremente. Pero nada de esto me ayudó realmente. La casa no me haciasitio y al tercer día noté que ya no estaba solo, que nunca estaría solo en aquel lugar.Fanshawe estaba allí, y por mucho que me esforzara en no pensar en él, no podíaescapar. Esto fue algo inesperado, exasperante. Ahora que había dejado de buscarle,estaba más presente que nunca para mí. Todo el proceso se había invertido. Después detantos meses tratando de encontrarle, me sentía como si fuera yo el que había sidoencontrado. En lugar de buscar a Fanshawe, en realidad había estado huyendo de él. Eltrabajo que había inventado para mí -el falso libro, los interminables rodeos- no habíasido sino un intento de apartarle, una artimaña para mantenerle lo más lejos posible.Porque si podía convencerme de que le estaba buscando, eso necesariamente significabaque él estaba en alguna otra parte, en alguna parte fuera de mí, más allá de los límites demi vida. Pero me había equivocado. Fanshawe estaba exactamente donde yo estaba, yhabía estado allí desde el principio. Desde el momento en que llegó su carta, yo habíaestado esforzándome por imaginarle, por verle como podría haber sido, pero mi menteevocaba siempre el vacío. En el mejor de los casos, había una imagen empobrecida: la

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puerta de una habitación cerrada. Eso era todo: Fanshawe solo en esa habitación,condenado a una soledad mítica, quizá viviendo, quizá respirando, soñando Dios sabequé. Esa habitación, lo descubrí entonces, estaba situada dentro de mi cráneo.

Después de eso me ocurrieron cosas extrañas. Regresé a París, pero una vez allíme encontré sin nada que hacer. No quería llamar a ninguna de las personas que habíavisto antes y no tenía valor para volver a Nueva York. Me quedé inerte, me convertí enuna cosa que no podía moverse, y poco a poco me perdí la pista. Si puedo decir algoacerca de este periodo es únicamente porque tengo ciertas pruebas documentales queme ayudan. Los sellos en mi pasaporte, por ejemplo; el billete de avión, la cuenta delhotel, etcétera. Esas cosas me demuestran que me quedé en París durante más de unmes. Pero eso es muy diferente de recordarlo, y a pesar de lo que sé, aún me resultaimposible. Veo cosas que sucedieron, encuentro imágenes de mí mismo en distintoslugares, pero sólo a distancia, como si estuviera observando a otro. No tengo la sen-sación de que sean recuerdos, que siempre están anclados dentro de uno; están ahí fuera,más allá de lo que puedo sentir o tocar, más allá de nada que tenga que ver conmigo. Heperdido un mes de mí vida, e incluso ahora me es difícil confesarlo, es una cosa que mellena de vergüenza.

Un mes es mucho tiempo, más que suficiente para que un hombre se desintegre.Aquellos días vuelven a mi memoria en fragmentos cuando vuelven, trocitos que seniegan a juntarse. Me veo borracho, cayéndome en la calle una noche, levantándome,caminando a tumbos hacia una farola y luego vomitando sobre mis zapatos. Me veosentado en un cine con las luces encendidas mirando a la gente que sale, incapaz derecordar la película que acababa de ver. Me veo rondando por la Rue Saint-Denis por lanoche, eligiendo prostitutas con las que acostarme, mi cabeza ardiendo con imágenes decuerpos, una interminable confusión de senos desnudos, muslos desnudos, nalgasdesnudas. Veo cómo me chupan la polla, me veo en una cama con dos chicas que sebesan, veo a una enorme negra con las piernas abiertas sobre un bidé y lavándose elcoño. No intentaré decir que estas cosas no son reales, que no sucedieron. Es sólo queno puedo responder por ellas. Follaba para sacarme el cerebro de la cabeza, meemborrachaba para entrar en otro mundo. Pero si el objetivo era borrar a Fanshawe, misjuergas fueron un éxito. Él desapareció.... y yo desaparecí con él.

El final, sin embargo, lo tengo claro. No lo he olvidado, y me siento afortunadopor haber conservado eso. Toda la historia se resume en lo que sucedió al final, y, sintener ese final dentro de mí, no habría podido empezar este libro. Lo mismo es válidopara los dos libros anteriores, La ciudad de cristal y Fantasmas. Estas tres historias sonfinalmente la misma historia, pero cada una representa una etapa diferente en miconciencia de dónde está el quid. No afirmo haber resuelto ningún problema.Simplemente sugiero que llegó un momento en que ya no me asustaba mirar lo quehabía sucedido. Sí las palabras vinieron a continuación, es sólo porque no tuve más re-medio que aceptarlas, asumirlas e ir a donde ellas quisieran llevarme. Pero eso nosignifica necesariamente que las palabras sean importantes. Llevo mucho tiempoluchando por decirle adiós a algo, y esta lucha es lo único que de veras importa. Lahistoria no está en las palabras; está en la lucha.

Una noche me encontré en un bar cerca de la Place Pigalle. Me encontré es eltérmino que deseo usar, porque no tengo ni idea de cómo llegué allí, ningún recuerdo dehaber entrado en aquel lugar. Era uno de esos sitios carísimos que abundan en el barrio:seis u ocho chicas en la barra, la oportunidad de sentarse a una mesa con una de ellas ypedir una botella de champán de precio exorbitante, y luego, si a uno le apetece, laposibilidad de llegar a un acuerdo económico y retirarse a la intimidad de unahabitación en el hotel de al lado. La escena empieza para mi cuando estoy sentado en

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una de las mesas con una chica y acaban de traernos el cubo de champán. La chica eratahitiana, recuerdo, y muy guapa: no tendría más de diecinueve o veinte años, era muymenuda y llevaba un vestido blanco de red sin nada debajo, un entrecruzado de cablessobre su suave piel morena. El efecto era extraordinariamente erótico. Recuerdo suspechos redondos visibles por los agujeros en forma de diamante, la abrumadorasuavidad de su cuello cuando me incliné y lo besé. Me dijo su nombre, pero yo insistíen llamarla Fayaway, diciéndole que ella era una exiliada de Taipi y yo era HermanMelville, un marinero americano que había venido desde Nueva York para rescatarla.Ella no tenía ni la menor idea de lo que le estaba diciendo, pero continuó sonriendo, sinduda pensando que estaba loco, mientras yo parloteaba en mi francés chapurreado;permanecía imperturbable, riéndose cuando yo me reía, permitiendo que la besaradonde quisiera.

Estábamos sentados en un reservado en el rincón y desde mí asiento yo veía elresto de la sala. Los hombres iban y venían, algunos asomaban la cabeza por la puerta yse marchaban, otros se quedaban a tomar una copa en la barra, uno o dos se iban a unamesa como había hecho yo. Al cabo de unos quince minutos entró un joven que eraevidentemente americano. Me pareció que estaba nervioso, como si no hubiera estadonunca en un sitio así, pero su francés era sorprendentemente bueno, y cuando pidió unwhisky en la barra y empezó a hablar con una de las chicas, vi que pensaba quedarse unrato. Le estudié desde mi rincón, sin dejar de pasar la mano por la pierna de Fayaway yde hundir la cara en su cuello; pero cuanto más tiempo se quedaba él en la barra, másme distraía. Era alto, de constitución atlética, con el pelo rubio y una actitud abierta ybastante juvenil. Supuse que tendría veintiséis o veintisiete años, un estudiantegraduado, quizá, o bien un joven abogado que trabajaba para una empresa americana enParís. No había visto nunca a aquel hombre, y sin embargo había algo en él que meresultaba familiar, algo que me impedía apartar la vista: una breve quemadura, una ex-traña sinapsis de reconocimiento. Probé a ponerle varios nombres, le paseé por elpasado, devané la bovina de asociaciones, pero nada. No es nadie, me dije, renunciandofinalmente. Y luego, de repente, por alguna confusa cadena de razonamientos, terminéel pensamiento añadiendo: y si no es nadie, debe ser Fanshawe. Me reí en alto de mibroma. Siempre alerta, Fayaway se rió conmigo. Yo sabía que nada podía ser másabsurdo, pero lo dije otra vez: Fanshawe. Y luego otra: Fanshawe. Y cuanto más lodecía, más me complacía decirlo. Cada vez que la palabra salía de mi boca, iba seguidade otra carcajada. Su sonido me embriagaba; me llevaba a un paroxismo de risas roncas,y poco a poco Fayaway pareció desconcertarse. Probablemente había pensado que merefería a alguna práctica sexual, que estaba haciendo un chiste que ella no podíaentender, pero mis repeticiones habían privado gradualmente a la palabra de susignificado, y ella empezó a oírla como una amenaza. Yo miraba al hombre que estabaal otro extremo de la sala y decía la palabra una vez más. Mi felicidad erainconmensurable. Exultaba por la pura falsedad de mi afirmación, celebrando el nuevopoder que me había conferido a mí mismo. Yo era el sublime alquimista que podíacambiar el mundo a su antojo. Aquel hombre era Fanshawe porque yo decía que eraFanshawe, y eso era todo. Nada podía detenerme ya. Sin siquiera pararme a pensarlo;murmuré al oído de Fayaway que volvía enseguida, me solté de sus maravillosos brazosy me acerque al seudo-Fanshawe. Con mi mejor imitación del acento de Oxford, le dije:

-Vaya, hombre, qué casualidad. Volvemos a encontrarnos. Se volvió y me miróatentamente. La sonrisa que había empezado a dibujarse en su cara se apagó lentamentey se convirtió en un ceño.

-¿Le conozco? -preguntó finalmente.

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-Por supuesto que sí -dije, bravucón y alegre-. Mi nombre es Melville. HermanMelville. Quizá haya leído alguno de mis libros.

Él no sabía si tratarme como a un borracho jovial o como a un psicópatapeligroso, y la confusión se reflejaba en su cara. Era una confusión espléndida y ladisfruté a fondo.

-Bueno -dijo al fin, forzando una sonrisita-, puede que haya leído uno o dos.-El de la ballena, sin duda.-Sí. El de la ballena.-Me alegra saberlo -dije, asintiendo con agrado, y luego le puse un brazo sobre

los hombros-. Bueno, Fanshawe, ¿qué te trae por París en esta época del año?La confusión volvió a aparecer en su cara.-Perdone -dijo-, no he cogido ese nombre.-Fanshawe.-¿Fanshawe?-Fanshawe. F-A-N-S-H-A-W-E.-Bueno -dijo, relajándose y sonriendo ampliamente, repentinamente seguro de sí

mismo otra vez-, ése es el problema. Me ha confundido usted con otra persona. Minombre no es Fanshawe. Es Stillman. Peter Stillman.

-Eso no es ningún problema -contesté, dándole un pequeño apretón en elhombro-. Si quieres llamarte Stillman, yo no tengo inconveniente. Los nombres no sonimportantes, después de todo. Lo que importa es que yo sé quién eres realmente. EresFanshawe. Lo he sabido en cuanto has entrado. “Ahí está el viejo diablo en persona”,me he dicho. “Me pregunto qué estará haciendo en un sitio como éste.”

Él estaba empezando a impacientarse conmigo. Apartó mi brazo de su hombro yretrocedió.

-Ya basta -dijo-. Se ha equivocado, dejémoslo así. No quiero seguir hablandocon usted.

-Demasiado tarde -dije-. Tu secreto ha sido descubierto, amigo mío. Ya nopuedes esconderte de mí.

-Déjeme en paz -dijo, dando muestras de enfado por primera vez-. Yo no hablocon locos. Déjeme en paz, o habrá jaleo.

Las otras personas que había en el bar no podían entender lo que decíamos, perola tensión se había hecho evidente, y yo noté que me observaban, noté que los ánimoscambiaban a mi alrededor. Stillman parecía repentinamente asustado. Lanzó una miradaa la mujer que estaba detrás de la barra, miró aprensivamente a la chica que seencontraba a su lado y luego tomó la impulsiva decisión de marcharse. Me apartó de sucamino de un empujón y echó a andar hacia la puerta. Yo podía haber dejado que lascosas quedaran así, pero no lo hice. Estaba entrando en calor y no quería desperdiciarmi inspiración. Volví a donde estaba Fayaway y puse unos cuantos billetes de cienfrancos sobre la mesa. Ella fingió un mohín en respuesta.

-C’est mon frére -dije-. Il est fou. Je dois le poursuivre.Y luego, mientras ella alargaba la mano para coger el dinero, le tiré un beso, di

media vuelta y me fui.Stillman estaba veinte o treinta metros delante de mí, andando deprisa por la

calle. Avancé al mismo paso que él, manteniendo la distancia para evitar que sepercatara, pero sin perderle de vista. De vez en cuando él miraba por encima delhombro, como esperando que yo estuviera allí, pero creo que no me vio hasta quehabíamos salido del barrio y estábamos lejos de las multitudes y el bullicio, atravesandoel tranquilo y oscuro corazón de la orilla derecha del Sena. El encuentro le habíaatemorizado y se comportaba como un hombre que huye para salvar la vida. Pero eso no

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era difícil de entender. Yo representaba lo que más tememos todos: el desconocidobeligerante que sale de las sombras, el cuchillo que se nos clava en la espalda, el cocheveloz que nos atropella. Tenía razones para correr, pero su miedo me estimulaba, meaguijoneaba a perseguirle, rabioso por la determinación. No tenía ningún plan, ningunaidea de lo que iba a hacer, pero le seguía sin la menor duda, sabiendo que toda mi vidadependía de ello. Es importante subrayar que en aquel momento yo estaba comple-tamente lúcido, ninguna vacilación, ninguna borrachera, la cabeza completamentedespejada. Me daba cuenta de que actuaba de un modo absurdo. Stillman no eraFanshawe, yo lo sabía. Era una elección arbitraria, totalmente inocente y gratuita. Peroeso era lo que me excitaba, lo fortuito del asunto, el vértigo de la pura casualidad. Notenía sentido, y, por eso, tenía todo el sentido del mundo.

Llegó un momento en que los únicos sonidos en la calle eran nuestros pasos.Stillman se volvió de nuevo y finalmente me vio. Empezó a andar más deprisa, al trote.Le llamé:

-Fanshawe.Le llamé otra vez:-Es demasiado tarde. Sé quién eres, Fanshawe.Y luego, en la calle siguiente:-Todo ha terminado, Fanshawe. Nunca escaparás.Stillman no respondió nada, ni siquiera se molestó en volverse. Yo quería seguir

hablando con él, pero ahora él iba corriendo, y si trataba de hablar iría más despacio.Abandoné mis provocaciones y fui tras él. No tengo ni idea de cuánto tiempo estuvimoscorriendo pero me parecieron horas. Él era más joven que yo, más joven y más fuerte, yestuve a punto de perderle, a punto de no conseguirlo. Me obligué a continuar por lacalle oscura, sobrepasando el punto de agotamiento, de náusea, frenéticamente lanzadohacia él, sin permitirme parar. Mucho antes de alcanzarle, mucho antes de saber que ibaa alcanzarle, sentí como si ya no estuviera dentro de mí mismo. No se me ocurre otramanera de expresarlo. Ya no me sentía. La sensación de la vida se me había escapadogota a gota y en su lugar había una milagrosa euforia, un dulce veneno que corría por misangre, el innegable olor de la nada. Éste es el momento de mi muerte, me dije, ahora escuando me muero. Un segundo más tarde alcancé a Stillman y le agarré por la espalda.Caímos al suelo violentamente y los dos gruñimos al sentir el impacto. Yo habíaagotado todas mis fuerzas y estaba demasiado falto de aliento para defenderme,demasiado exhausto para pelear. No dijimos ni una palabra. Durante varios segundosluchamos cuerpo a cuerpo en la acera, pero luego él consiguió librarse de mi presa, ydespués de eso no pude hacer nada. Empezó a aporrearme con los puños, a patearmecon la punta de los zapatos, a golpearme por todo el cuerpo. Recuerdo que intentéprotegerme la cara con las manos; recuerdo el dolor y cuánto me aturdía, cuánto medolía y cuán desesperadamente deseaba dejar de sentir el dolor. Pero no debió de durarmucho, porque la memoria de ese dolor cesa ahí. Stillman me destrozó, y cuandoterminó, yo estaba inconsciente. Recuerdo que me desperté en la acera y me sorprendíde que aún fuese de noche, pero no recuerdo nada más. Todo lo demás ha desaparecido.

Durante los tres días siguientes no me moví de mí habitación en el hotel. Loterrible no era tanto el dolor como que éste no fuese lo bastante fuerte como paramatarme. Me di cuenta de esto el segundo o el tercer día. En un momento dado,tumbado sobre la cama y mirando las rendijas de las persianas cerradas, comprendí quehabía sobrevivido. Me parecía extraño estar vivo, casi incomprensible. Tenía un dedoroto; tenía cortes en ambas sienes; me dolía hasta respirar. Pero de alguna manera ésano era la cuestión. Estaba vivo, y cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. No meparecía posible que me hubiesen perdonado la vida.

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Esa misma noche le mandé un telegrama a Sophie diciéndole que volvía a casa.

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Ya casi he llegado al final. Sólo queda una cosa, pero eso no sucedió hasta mástarde, hasta que habían pasado tres años más. Entretanto se presentaron muchasdificultades, muchos dramas, pero creo que no pertenecen a la historia que estoyintentando contar. Después de mi regreso a Nueva York, Sophie y yo vivimos separadosdurante casi un año. Ella me había dado por perdido y hubo meses de confusión antes deque finalmente pudiera reconquistarla. Visto desde ahora (mayo de 1984), eso es loúnico que importa. Comparado con ello, los hechos de mi vida son puramenteincidentales.

El veintitrés de febrero de 1981 nació el hermanito de Ben. Le pusimos Paul, enrecuerdo del abuelo de Sophie. Pasaron varios meses y en julio nos trasladamos al otrolado del río, donde alquilamos las dos plantas superiores de una casa de piedra marrónen Brooklyn. En septiembre Ben empezó a ir al jardín de infancia. En Navidad fuimostodos a Minnesota y cuando volvimos Paul había empezado a andar solo. Ben, quegradualmente había ido tomándole bajo su protección, reclamó todo el mérito delacontecimiento.

En cuanto a Fanshawe, Sophie y yo nunca hablábamos de él. Ése fue nuestropacto de silencio, y cuanto más tiempo pasaba sin que dijéramos nada, más nosdemostrábamos nuestra mutua lealtad. Después de que yo le devolviera el anticipo aStuart Green y dejara oficialmente de escribir la biografía, mencionamos a Fanshaweuna sola vez. Eso sucedió el día en que decidimos volver a vivir juntos y se formuló entérminos estrictamente prácticos. Los libros y las obras de teatro de Fanshawecontinuaban produciendo una buena renta. Si queríamos seguir casados, dijo Sophie,utilizar el dinero para nosotros quedaba descartado. Estuve de acuerdo con ella.Encontramos otras maneras de ganar lo que necesitábamos y pusimos el dinero de losderechos de autor en un fideicomiso para Ben, y posteriormente también para Paul.Como último paso, contratamos a un agente literario para que llevara todo lorelacionado con el trabajo de Fanshawe: solicitudes para representar las obras,negociaciones para las reimpresiones, contratos, lo que fuera necesario. En la medida enque nos fue posible, actuamos. Si Fanshawe seguía teniendo el poder de destruirnos,sería sólo porque nosotros queríamos que lo hiciese, porque queríamos destruirnos anosotros mismos. Por eso nunca me molesté en decirle la verdad a Sophie; no porqueme asustase, sino porque la verdad ya no tenía importancia. Nuestra fuerza era nuestrosilencio, y yo no tenía intención de romperlo.

Sin embargo, sabía que la historia no había terminado. Mi último mes en Parísme había enseñado eso, y poco a poco aprendí a aceptarlo. Era sólo cuestión de tiempoque sucediera algo. Me parecía inevitable, y en lugar de seguir negándolo, en lugar deengañarme con la idea de que podría librarme de Fanshawe, traté de prepararme paraello, traté de estar dispuesto para cualquier cosa. Creo que es el poder de este cualquiercosa lo que ha hecho que la historia sea tan difícil de contar. Porque precisamentecuando puede suceder cualquier cosa, las palabras comienzan a fallar. El grado en elque Fanshawe se volvió inevitable era el grado en el que ya no estaba presente. Aprendía aceptar eso. Aprendí a vivir con él del mismo modo que vivía con la idea de mi propiamuerte. Fanshawe no era la muerte, pero era como la muerte, y dentro de mí funcionabacomo un tropo de la muerte. De no haber sido por mi crisis de París, nunca habríaentendido eso. No morí allí, pero estuve cerca, y hubo un momento, quizá hubo varios

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momentos, en que saboreé la muerte, en que me vi muerto. No hay cura para semejanteencuentro. Una vez que sucede, continúa sucediendo; vives con eso el resto de tu vida.

La carta llegó a comienzos de la primavera de 1982. Esta vez el matasellos erade Boston y el mensaje era escueto, más apremiante que antes. “Imposible aplazarlomás”, decía. “Tengo que hablar contigo. 9 Columbus Square, Boston; 1 de abril. Ahíacaba todo, te lo prometo.”

Tenía menos de una semana para inventar una excusa para ir a Boston. Estoresultó más difícil de lo que debería haber sido. Aunque no quería que Sophie supieranada (me parecía que era lo menos que podía hacer por ella), por alguna razón meresistía a contarle otra mentira, aunque fuese necesario. Pasaron dos o tres días sinningún progreso y al final me inventé una historia tonta sobre la necesidad de consultarunos documentos en la biblioteca de Harvard. Ni siquiera recuerdo qué documentos sesuponía que eran. Algo relacionado con un articulo que iba a escribir, creo, pero puedeque me equivoque. Lo importante es que Sophie no puso ninguna objeción. Muy bien,dijo, vete cuando quieras, etcétera. Mi impresión visceral es que sospechó algo, pero essólo una impresión, y no tendría sentido especular sobre ello aquí. Cuando se trata deSophie, tiendo a creer que no hay nada oculto.

Reservé una plaza para el uno de abril en el primer tren. La mañana de mimarcha, Paul se despertó un poco antes de las cinco y se metió en la cama con nosotros.Me levanté una hora más tarde y salí de la habitación sin hacer ruido, deteniéndomebrevemente en la puerta para mirar a Sophie y al niño a la tenue luz gris: desparramadose impenetrables, los cuerpos a los que pertenecía. Ben estaba en la cocina del piso dearriba, ya vestido, comiéndose un plátano y dibujando. Hice unos huevos revueltos paralos dos y le dije que iba a coger un tren para Boston. Quiso saber dónde estaba Boston.

-A unos trescientos kilómetros de aquí -le contesté.-¿Eso es tan lejos como el espacio?-Si fueras en línea recta hacia arriba, te aproximarías bastante.-Creo que deberías ir a la luna. Un cohete es mejor que un tren.-Haré eso a la vuelta. Tienen vuelos regulares de Boston a la luna los viernes.

Reservaré una plaza en cuanto llegue allí.-Estupendo. Entonces podrás contarme cómo es.-Si encuentro una piedra lunar, te la traeré.-¿Y a Paul?-Le traeré otra.-No, gracias.-¿Qué quiere decir eso?-No quiero una piedra lunar. Paul se la metería en la boca y se ahogaría.-¿Qué te gustaría?-Un elefante.-No hay elefantes en el espacio.-Lo sé. Pero tú no vas al espacio.-Es verdad.-Y seguro que hay elefantes en Boston.-Probablemente tienes razón. ¿Quieres un elefante rosa o un elefante blanco?-Un elefante gris. Grande, gordo y con muchas arrugas.-No hay problema. Ésos son los más fáciles de encontrar. ¿Quieres que lo traiga

en una caja o con un collar v una correa?-Creo que deberías venir montado en él. Sentado encima con una corona en la

cabeza. Como un emperador.-¿El emperador de qué?

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-El emperador de los niños.-¿Y tendré una emperatriz?-Claro. Mamá es la emperatriz. Le gustaría. Quizá deberíamos despertarla y

decírselo.-Será mejor que no. Prefiero darle la sorpresa cuando llegue a casa.-Buena idea. De todas formas, no se lo creerá hasta que lo vea.-Exacto. Y no queremos que se lleve una desilusión, si no encuentro el elefante.-Oh, lo encontrarás, papá. No te preocupes por eso.-¿Cómo puedes estar tan seguro?-Porque tú eres el emperador. Un emperador puede conseguir todo lo que quiere.Llovió durante todo el viaje, el cielo incluso amenazaba nieve cuando llegamos

a Providence. En Boston me compré un paraguas y recorrí los últimos tres o cuatrokilómetros a pie. Las calles estaban tristes bajo la luz gris amarillenta y mientrascaminaba hacia South End, casi no vi a nadie: un borracho, un grupo de adolescentes,un empleado de la telefónica, dos o tres chuchos vagabundos. Columbus Square consis-tía en diez o doce casas en hilera, dando a una isla empedrada que las separaba de laarteria principal. El número nueve era la más deteriorada de todas: cuatro plantas comolas demás, pero medio hundida, con tablas apuntalando la entrada y una fachada deladrillo muy necesitada de arreglo. Sin embargo, tenía una impresionante solidez, unaelegancia decimonónica que seguía viéndose a través de las grietas. Imaginé habitacio-nes grandes con techos altos, cómodas repisas en las ventanas, molduras en las paredes.Pero no llegué a ver nada de esto. Nunca pasé del vestíbulo.

Había un llamador de metal herrumbroso en la puerta, media esfera con untirador en el centro, y cuando hice girar la manija, emitió el sonido de alguienvomitando: un sonido ahogado de arcadas que no llegó muy lejos. Esperé, pero no pasónada. Volví a llamar, pero no acudió nadie. Luego, probando a mover la puerta, vi queno estaba cerrada con llave, la empujé y la abrí, me detuve y luego entré. El vestíbuloestaba vacío. A mi derecha estaba la escalera, con su barandilla de caoba y escalones demadera desnuda; a mi izquierda había una puerta doble cerrada que sin duda ocultaba lasala; enfrente había otra puerta, también cerrada, que probablemente daba a la cocina.Vacilé un momento, me decidí por la escalera y estaba a punto de subir cuando oí algodetrás de las puertas dobles, unos ligeros golpecitos, seguidos de una voz que noentendí. Me aparté de la escalera y miré la puerta, escuchando por si volvía a oír la voz.No sucedió nada.

Un largo silencio. Luego, casi en un susurro, la voz habló de nuevo.-Aquí -dijo.Me acerqué a las puertas y apreté el oído contra la rendija entre las dos hojas.-¿Eres tú, Fanshawe?-No uses ese nombre -dijo la voz, más claramente esta vez-. No te permitiré que

uses ese nombre.La voz de la persona estaba en línea recta con mi oído. Sólo la puerta nos

separaba y estábamos tan cerca que yo sentía como si las palabras se vertieran en micabeza. Era como escuchar el corazón de un hombre latiendo dentro de su pecho, comoexaminar un cuerpo buscando su pulso. Él dejó de hablar y noté su aliento escapandopor la rendija.

-Déjame entrar -dije-. Abre la puerta y déjame entrar.-No puedo hacerlo -contestó la voz-. Tendremos que hablar así.Agarré el picaporte y sacudí las puertas presa de la frustración.-Abre -dije-. Abre o echaré la puerta abajo.-No -dijo la voz-. La puerta seguirá cerrada.

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Ahora estaba convencido de que era Fanshawe quien se encontraba allí dentro.Deseaba que fuera un impostor, pero reconocía demasiado bien aquella voz para creerque era otra persona.

-Estoy aquí de pie con una pistola en la mano -dijo- que te apunta directamente.Si cruzas esa puerta, te matare.

-No te creo.-Escucha -dijo, y luego oí que se alejaba de la puerta.Un segundo más tarde oí un disparo, seguido del sonido de la escayola al caer al

suelo. Mientras tanto traté de mirar por la rendija, esperando entrever la habitación,pero el espacio era demasiado estrecho. No pude ver más que un hilo de luz, un solofilamento gris. Luego la boca volvió y ya no pude ver ni eso.

-De acuerdo -dije-, tienes una pistola. Pero si no me dejas verte, ¿cómo sabréque eres quien dices ser?

-No he dicho quién soy.-Deja que lo exprese de otra manera. ¿Cómo puedo saber que estoy hablando

con la persona adecuada?-Tendrás que confiar en mí.-A estas alturas, confianza es lo último que deberías esperar.-Te digo que soy la persona adecuada. Eso debería bastarte. Has venido al sitio

adecuado y yo soy la persona adecuada.-Creí que querías verme. Eso es lo que decías en tu carta.-Decía que quería hablar contigo. Es diferente.-No afinemos tanto.-Sólo te recuerdo lo que escribí.-No me presiones demasiado, Fanshawe. Nada me impide marcharme de aquí.Oí una repentina aspiración de aire y luego una mano dio una violenta palmada

contra la puerta.-Nada de Fanshawe! -gritó-. Nada de Fanshawe, nunca más!Dejé pasar unos momentos, no queriendo provocar otro estallido. La boca se

apartó de la rendija y me pareció oír gemidos procedentes del centro de la habitación,gemidos o sollozos, no estaba seguro. Me quedé allí esperando, sin saber qué decir.Finalmente la boca volvió y, tras otra larga pausa, Fanshawe dijo:

-¿Sigues ahí?-Sí.-Perdóname. No quería empezar así.-Recuerda -dije- que sólo estoy aquí porque tú me pediste que viniera.-Lo sé. Y te lo agradezco.-Podría servir de ayuda que me explicaras por qué me invitaste a venir.-Más tarde. No quiero hablar de eso todavía.-Entonces, ¿de qué?-De otras cosas. De las cosas que han pasado.-Te escucho.-Porque no quiero que me odies. ¿Puedes comprender eso?-No te odio. Hubo un tiempo en que te odié, pero ya ha pasado.-Hoy es mi último día, ¿entiendes? Y tenía que asegurarme.-¿Es aquí donde has estado todo el tiempo?-Vine aquí hace unos dos años, creo.-¿Y antes de eso?-Aquí y allá. Ese hombre me seguía la pista y tenía que estar siempre en

movimiento. Eso me proporcionó un verdadero gusto por los viajes. Todo lo contrario

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de lo que me imaginaba. Mi plan siempre había sido quedarme quieto y dejar correr eltiempo.

-¿Estás hablando de Quinn?-Sí. El detective privado.-¿Te encontró?-Dos veces. Una vez en Nueva York, la siguiente en el sur.-¿Por qué mintió?-Porque le asusté mortalmente. Sabía lo que le ocurriría si alguien se enteraba.-Desapareció, ¿sabes? No pude encontrar ni rastro de él.-Está en alguna parte. Eso no importa.-¿Cómo conseguiste librarte de él?-Le di la vuelta a la situación. Él pensaba que me seguía, pero en realidad era yo

quien le seguía a él. Me encontró en Nueva York, por supuesto, pero me escapé, meescapé de entre sus dedos. Después de eso fue como jugar un juego. Le fui guiando,dejándole pistas por todas partes, haciendo imposible que no me encontrara. Pero yo leestaba vigilando todo el tiempo, y cuando llegó el momento, le provoqué y se metióderecho en mi trampa.

-Muy hábil.-No. Fue estúpido. Pero no tenía elección. Era eso o que me cogiera, lo cual

habría significado que me tratasen como a un loco. Me odié por ello. Él sólo estabahaciendo su trabajo, después de todo, y sentí pena por él. La pena me asquea,especialmente cuando la encuentro en mí mismo.

-¿Y luego?-No podía estar seguro de que mi truco hubiera dado resultado realmente. Pensé

que Quinn podía volver a encontrarme. Así que seguí moviéndome, incluso cuando yano tenía necesidad de hacerlo. Perdí casi un año de esa manera.

-¿Dónde fuiste?-Al sur, al suroeste. Quería estar donde hiciera calor. Viajaba a pie,

¿comprendes?, dormía a la intemperie, trataba de ir donde no hubiera mucha gente. Esun país enorme, ¿sabes? Absolutamente desconcertante. En una época me quedé en eldesierto durante unos dos meses; Más tarde viví en una choza al borde de una reserva deindios hopi en Arizona. Los indios tuvieron una asamblea tribal antes de darme permisopara quedarme allí.

-Eso te lo estás inventando.-No te pido que me creas. Te cuento la historia, nada más. Puedes pensar lo que

quieras.-¿Y luego?-Estuve en alguna parte de Nuevo México. Un día entré en un restaurante de

carretera para comer algo y alguien se había dejado un periódico en el mostrador. Locogí y lo leí. Así fue como me enteré de que se había publicado un libro mío.

-¿Te sorprendió?-Esa no es la palabra que yo usaría.-¿Cuál, entonces?-No sé. Me enfadé, creo. Me disgusté.-No lo entiendo.-Me enfadé porque el libro era una mierda.-Los escritores nunca pueden juzgar su trabajo.-No, el libro era una mierda, créeme. Todo lo que hice era mierda.-¿Entonces por qué no lo destruiste?

174

-Estaba demasiado apegado a él. Pero eso no significa que fuese bueno. Un niñoestá apegado a su caca, pero nadie se entusiasma por eso. Es estrictamente asunto suyo.

-Entonces, ¿por qué le hiciste prometer a Sophie que me enseñaría tu trabajo?-Para calmarla. Pero eso ya lo sabes. Hace tiempo que lo adivinaste. Esa era mi

excusa. La verdadera razón era encontrarle un nuevo marido.-Dio resultado.-Tenía que darlo. No elegí a cualquiera, ¿comprendes?-¿Y los manuscritos?-Pensé que tú los tirarías. Nunca se me ocurrió que alguien se tomara en serio la

obra.-¿Qué hiciste después de leer que el libro había sido publicado?-Volví a Nueva York. Era algo absurdo, pero estaba un poco fuera de mí, ya no

podía pensar con claridad. El libro me había obligado a hacer lo que había hecho,¿comprendes? Y ahora tenía que volver a luchar con él. Una vez publicado el libro, yano podía retroceder.

-Creí que habías muerto.-Eso es lo que tenías que creer. Por lo menos, me demostró que Quinn ya no era

un problema. Pero este nuevo problema era mucho peor. Entonces fue cuando te escribíla carta.

-Eso fue algo cruel.-Estaba enfadado contigo. Quería que sufrieses, que vivieses con las mismas

cosas con las que yo había vivido. En el instante en que eché la carta en el buzón, mearrepentí.

-Demasiado tarde.-Sí, demasiado tarde.-¿Cuánto tiempo te quedaste en Nueva York?-No lo sé. Seis u ocho meses, creo.-¿Cómo vivías? ¿Cómo ganabas el dinero necesario para vivir?-Robaba cosas.-¿Por qué no me dices la verdad?-Hago lo que puedo. Te estoy contando todo lo que puedo contarte.-¿Qué más hiciste en Nueva York?-Te vigilé. Os vigilé a ti, a Sophie y al niño. Hubo una época en que incluso

acampé delante de vuestro edificio. Durante dos o tres semanas, quizá un mes. Teseguía a todas partes. Una o dos veces incluso tropecé contigo en la calle, te mirédirectamente a los ojos. Pero tú nunca te diste cuenta. Era fantástico comprobar que nome veías.

-Te estás inventando todo eso.-Ya no debo tener el mismo aspecto.-Nadie puede cambiar tanto.-Creo que estoy irreconocible. Pero eso fue una suerte para ti. Si hubiera

ocurrido algo, probablemente te habría matado. Durante todo el tiempo que estuve enNueva York, sólo tenía pensamientos asesinos. Un mal asunto. Allí estuve muy cerca deuna especie de horror.

-¿Qué te detuvo?-Encontré el valor necesario para marcharme.-Eso fue noble por tu parte.-No estoy intentando defenderme. Sólo te estoy contando la historia.-Y luego, ¿qué?

175

-Volví a embarcarme. Todavía tenía mí tarjeta de marinero y me enrolé en uncarguero griego. Fue asqueroso, verdaderamente repugnante de principio a fin. Pero melo merecía; era exactamente lo que quería. El barco iba a todas partes, la India, Japón, elmundo entero. No bajé a tierra ni una vez. Cada vez que llegábamos a puerto, bajaba ami camarote y me encerraba allí. Pasé dos años así, sin ver nada, sin hacer nada, vi-viendo como un muerto.

-Mientras yo intentaba escribir la historia de tu vida.-¿Es eso lo que estabas haciendo?-Eso parecía.-Un gran error.-No hace falta que me lo digas. Lo descubrí yo solo.-El barco atracó en Boston un día y decidí abandonarlo. Había ahorrado una

gran cantidad de dinero, más que suficiente para comprar esta casa. He estado aquídesde entonces.

-¿Qué nombre usas?-Henry Dark. Pero nadie sabe quién soy. No salgo nunca. Hay una mujer que

viene dos veces a la semana y me trae lo que necesito, pero no la veo nunca. Le dejouna nota al pie de la escalera, junto con el dinero que le debo. Es un arreglo sencillo yeficaz. Eres la primera persona con quien hablo en dos años.

-¿Has pensado alguna vez que estás perdiendo el juicio?-Sé que eso es lo que te parece, pero no es así, créeme. Ni siquiera deseo

malgastar mi aliento hablándote de ello. Lo que necesito para mí es muy diferente de loque necesitan otras personas.

-¿No es esta casa un poco grande para una sola persona?-Demasiado grande. No he salido de la planta baja desde el día en que me mudé

aquí.-Entonces, ¿por qué la compraste?-No me costó casi nada. Y me gustaba el nombre de la calle. Me atraía.-¿Columbus Square?-Sí.-No te sigo.-Me pareció un buen presagio. Volver a América y luego encontrar una casa en

una calle que se llamaba Columbus.2 Hay una cierta lógica en ello.-Y aquí es donde piensas morir.-Exactamente.-Tu primera carta decía siete años. Todavía te falta uno.-Me he demostrado lo que quería. No hay necesidad de continuar. Estoy

cansado. He tenido suficiente.-¿Me pediste que viniera porque pensaste que te lo impediría?-No. En absoluto. No espero nada de ti.-Entonces, ¿qué quieres?-Tengo algunas cosas que darte. En un momento dado comprendí que te debía

una explicación por lo que hice. Por lo menos un intento. He pasado los últimos seismeses tratando de escribirla.

-Creí que habías dejado de escribir para siempre.-Esto es diferente. No tiene nada que ver con lo que hacía.-¿Dónde está?

2 Colón. (N. de la T.)

176

-Detrás de ti. En el suelo del armario que está debajo de la escalera. Uncuaderno rojo.

Me volví, abrí la puerta del armario y cogí el cuaderno. Era un cuadernocorriente de espiral con doscientas páginas rayadas. Eché una rápida ojeada al contenidoy vi que todas las páginas estaban llenas: la misma conocida escritura, la misma tintanegra, la misma letra pequeña. Me levanté y regresé a la rendija entre las dos hojas de lapuerta.

-Y ahora, ¿qué? -pregunté.-Llévatelo a casa y léelo.-¿Y si no puedo?-Entonces guárdalo para el niño. Puede que quiera leerlo cuando sea mayor.-No creo que tengas ningún derecho a pedir eso.-Es mi hijo.-No, no lo es. Es mío.-No insistiré. Léelo tú, entonces. Lo escribí para ti.-¿Y Sophie?-No. No debes decírselo.-Eso es lo único que nunca entenderé.-¿Sophie?-Cómo pudiste abandonarla de esa manera. ¿Qué te hizo?-Nada. No fue culpa suya. Eso ya debes saberlo. Es sólo que no era mi destino

vivir como otras personas.-¿Cuál era tu destino?-Todo está en el cuaderno. Cualquier cosa que consiguiera decirte ahora sólo

distorsionaría la verdad.-¿Hay algo más?-No, creo que no. Probablemente hemos llegado al final.-No creo que tengas el valor de matarme. Si echase abajo la puerta ahora, no

harías nada.-No te arriesgues. Morirías por nada.-Te quitaría la pistola de la mano, te dejaría inconsciente de un golpe.-No tiene sentido hacer eso. Ya estoy muerto. He tomado veneno hace unas

horas.-No te creo.-No puedes saber lo que es verdad y lo que no lo es. Nunca lo sabrás.-Llamaré a la policía. Abrirán la puerta a hachazos y te llevarán al hospital a la

fuerza.-Un sonido en la puerta y una bala atravesará mi cabeza. No tienes manera de

salirte con la tuya.-¿Tan tentadora es la muerte?-He vivido con ella tanto tiempo que es lo único que me queda.Ya no sabía qué decir. Fanshawe me había agotado, y mientras le oía respirar al

otro lado de la puerta, sentí como si me hubieran aspirado la vida.-Eres un idiota -dije, incapaz de pensar en otra cosa-. Eres un idiota y mereces

morir.Luego, abrumado por mi propia debilidad y estupidez, empecé a aporrear la

puerta como un niño, temblando y farfullando, al borde de las lágrimas.-Será mejor que te vayas ahora -dijo Fanshawe-. No hay ninguna razón para

prolongar esto.-No quiero irme -dije-. Todavía tenemos cosas de que hablar.

177

-No. Se acabó. Llévate el cuaderno y vuelve a Nueva York. Es lo único que tepido.

Estaba tan exhausto que por un momento creí que iba a caerme. Me agarré alpomo de la puerta para sostenerme, notando que mí cabeza se oscurecía por dentro,luchando para no desmayarme. Después de eso no tengo ningún recuerdo de lo quesucedió. Me encontré fuera, delante de la casa, el paraguas en una mano y el cuadernorojo en la otra. Había dejado de llover pero el aire seguía siendo frío y noté la humedaden los pulmones. Vi un camión grande que pasaba estrepitosamente entre el tráfico yseguí sus luces rojas traseras hasta que ya no pude verlas. Cuando levanté la cabeza, vique era casi de noche. Eché a andar alejándome de la casa, poniendo mecánicamente unpie delante del otro, incapaz de concentrarme en la dirección que llevaba. Creo que mecaí una o dos veces. En un momento dado recuerdo que estuve parado en una esquinatratando de coger un taxi, pero ninguno se paró. Unos minutos más tarde el paraguas seme escapó de la mano y cayó en un charco. No me molesté en recogerlo.

Eran poco más de las siete cuando llegué a la estación Sur. Un tren para NuevaYork había salido quince minutos antes y el siguiente no tenía la salida hasta las ocho ymedia. Me senté en uno de los bancos de madera con el cuaderno rojo en el regazo.Unos cuantos viajeros de cercanías regazados fueron entrando dispersos; un empleadose movió despacio por el suelo de mármol con una fregona; escuché a dos hombres quehablaban de los Red Sox detrás de mi. Al cabo de diez minutos de resistir el impulso,finalmente abrí el cuaderno. Leí sin parar durante casi una hora, pasando las hojas haciadetrás y hacia adelante, tratando de comprender el sentido de lo que Fanshawe habíaescrito. Si no digo nada sobre lo que encontré allí, es porque entendí muy poco. Todaslas palabras me eran conocidas, y sin embargo parecían juntadas de un modo extraño,como si su propósito final fuese anularse unas a otras. No se me ocurre ninguna otramanera de expresarlo. Cada frase borraba la frase anterior, cada párrafo hacía imposibleel siguiente. Es extraño, entonces, que la sensación que sobrevive de ese cuaderno seade gran lucidez. Es como si Fanshawe supiera que su obra final tenía que subvertir todasmis expectativas. Aquéllas no eran las palabras de un hombre que lamentase nada.Había contestado a la pregunta haciendo otra pregunta, y por lo tanto todo quedabaabierto, inacabado, listo para empezar de nuevo. Me perdí después de la primera palabray a partir de entonces sólo pude avanzar tanteando, tropezando en la oscuridad, cegadopor el libro que había sido escrito para mí. Y sin embargo, debajo de aquella confusión,comprendí que había algo demasiado voluntario, algo demasiado perfecto, como si enúltima instancia lo único que él hubiera querido realmente fuese fracasar, incluso hastael punto de fallarse a sí mismo. Podría equivocarme, sin embargo, yo no estaba encondiciones de leer nada en aquel momento, y posiblemente mi juicio sea equivocado.Estaba allí, leía aquellas palabras con mis propios ojos, y sin embargo me resulta difícilfiarme de lo que digo.

Me acerqué a las vías con varios minutos de antelación. Llovía de nuevo y veíami aliento en el aire delante de mi, saliendo de mi boca en pequeñas ráfa*gas de niebla.Una por una, arranqué las páginas del cuaderno, las arrugué con la mano y las tiré enuna papelera del andén. Llegué a la última página justo cuando el tren salía.

ÍNDICE

178

CIUDAD DE CRISTAL 3

FANTASMAS 79

LA HABITACIÓN CERRADA 114

(PDF) Auster Paul La Trilogía De Nueva York - DOKUMEN.TIPS (2024)
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Name: Horacio Brakus JD

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